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Letonia, fin de trayecto

El grupo español Slovenska Televiza abandona la tirada entera de su último disco en las calles de Riga
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Kristaps tiene unos 20 años, es rubio y está empezando a perder pelo. Aunque le gustaría, no viste como uno de los jóvenes modernos que habitan en esta ciudad. Su familia es muy tradicional y no se lo pone fácil. De vuelta a casa, sobre el alféizar de la ventana de un piso bajo, ha encontrado un objeto inusual. Primero lo vio de pasada, llamó su atención, pero no quiso pararse. Unos pocos metros más adelante advierte que está completamente solo en la calle, se detiene, regresa sobre sus pasos y observa de nuevo por unos segundos. Parece un disco, la portada es bonita y extraña a la vez. Tras un último vistazo toma su decisión, lo agarra y se lo guarda rápidamente en la chaqueta. Después sigue su camino algo confundido respecto a lo apropiado de su acto. Kristaps aún no lo sabe, pero es uno más. Uno más de treinta y cinco.

Estamos en Riga, Lunademayo y yo. Juntos formamos Slovenska Televiza, una banda de música electrónica. En este momento desarrollamos la última fase de un proyecto especial. En primer lugar compusimos una canción sobre Letonia, sin haber visitado previamente el país. Después fabricamos una edición limitada de discos compactos con ese tema y los pintamos a mano. Por último viajamos hasta aquí, donde los estamos abandonando en diferentes lugares que elegimos sobre la marcha.

No busquéis un elevado discurso artístico que justifique esta acción, no lo hay. O por lo menos no lo hubo en su origen, sólo fue una idea aparentemente absurda que decidimos llevar hasta el final. Es ahora, paseando, cuando meditamos las razones profundas de este comportamiento. La voluntad de responder con agradecimiento a todo lo que el viaje nos regale. El intento de dotar a una simple experiencia turística de una mayor emoción, de un pequeño riesgo. O quizá el anhelo por dejar, de algún modo, un rastro que perdure en este sitio.

Llegamos a Letonia el viernes. Este es un país que casi no lo ha sido. Históricamente sometido a otros pueblos más poderosos que lo rodean, sólo en el siglo XX pasó en varias ocasiones de la dominación alemana a la soviética, con la habitual dosis de represión en cada uno de los periodos. Fue en 1991, aprovechando la confusión política tras el fallido golpe de estado contra Gorbachov, que desembocaría en el derrumbe de la URSS, cuando los tres estados bálticos consiguieron su independencia.

Sólo han pasado veinticinco años y la rusificación sigue estando muy presente. Se ve en carteles, en los canales de televisión o en la lengua que se habla en la calle. No en vano la mitad de la población tiene su origen allí, bien de forma directa o por ascendencia. Como el alcalde de Riga, que incluso lanzó una iniciativa para instaurar el idioma ruso como segunda lengua oficial. Se hizo un referéndum, ganó el no.

Me lo cuenta la estudiante que atiende una pequeña cafetería del casco viejo en la que hemos dejado algunos CDs. Una vez estuvo en la Costa Brava; curiosamente quiere que le explique el independentismo catalán, tarea complicada. Después, a cambio, charlamos sobre Letonia.

— Lo poco que se cuenta en España sobre tu país es que hay miedo de que Putin quiera invadiros —le digo—, y que el ejército ha reforzado las fronteras.

— No veo ese temor en la gente joven. Yo me he criado en libertad; mira, hablo inglés fluidamente. Sin embargo mis padres aprendieron ruso y aún lo usan —me hace una imitación paródica—  “¡Roski, troski, koroski!”. Tuvieron que hacer largas colas para comprar comida. Ellos sí se asustan cuando ven un caza volando por el cielo de nuestras ciudades.

La brecha generacional es enorme, pues no ha existido una transición entre el comunismo y el actual modelo capitalista.

Caminando por la orilla del río Daugava llegamos hasta el Mercado Central, visita obligada para tomar el verdadero pulso a cualquier ciudad. Ocupa cinco enormes hangares que fueron usados por los alemanes para la fabricación de zepelines. Cada uno de ellos está dedicado a un tipo de mercancía, así hay uno exclusivamente para la carne u otro para el pescado. La fruta y la verdura están en la calle. La calidad de los productos parece excelente y los olores así lo demuestran.

La mayoría de los puestos son regentados por mujeres. Veo ancianas con los tradicionales pañuelos en la cabeza. Entre las de mediana edad es frecuente encontrar peinados más propios de los años 80. Y las más imprevistas combinaciones de coloridos estampados en las ropas, pienso que para compensar la extensa gama de grises y ocres que aún hoy predominan en el paisaje urbano.

Compramos algo parecido a una porción de pizza y un zumo de arándanos. Hace sol, nos sentamos en un bordillo. Pero esta no parece ser una costumbre muy común aquí, todos nos observan con curiosidad. Salvo los borrachos que transitan esta zona, que mantienen la mirada al frente, siempre un poco por delante de sus pasos. El alcoholismo sigue siendo un importante problema de salud en Letonia.

Lunademayo toma unas fotos del disco que vamos a dejar en un puesto vacío de la calle. Mientras, discuto con el dueño de un pequeño negocio de ferretería sobre el modelo de coche que aparece en la portada.

A la derecha queda el barrio Moscú. Mantiene cierto tipismo pues conserva muchas de las antiguas casas de madera, que se alternan con bloques de viviendas funcionales y de fondo, sobresaliendo en cada momento, el rascacielos de la Academia de Ciencias, regalo de Stalin. A la izquierda el centro de la ciudad, con edificios art noveau. Para apreciar las fachadas antes hay que atravesar la maraña de cables que cubre todas las avenidas, llevan la electricidad que alimenta a las numerosas líneas de tranvías y trolebuses. Observo a la gente que viaja en ellos, no puedo evitar pensar en cuál será la historia de cada una de esas vidas. A estas alturas la melancolía que trasciende el ambiente ya ha empezado a calar, como en un relato de Marek Hłasko.

Anochece y volvemos a la parte vieja. Elegimos una calle poco transitada para liberar otro CD. Unos metros más adelante se encuentra la sinagoga judía de Peitav. Sólo llevamos una par de minutos aquí parados cuando la luz azul aparece inundandolo todo. Debe de haber cámaras de seguridad cerca. El coche de policía avanza despacio, la calle es tan estrecha que ni siquiera tenemos oportunidad de adoptar cualquier estúpida actitud de disimulo. De espaldas, apretados contra la pared les dejamos paso. Procuro colocar la cámara a la vista, sólo somos otra pareja de turistas haciendo tonterías. Apagan las luces y paran en mitad de la calle, por si acaso. El disco está colocado en un escaparate. Hacemos unas pocas fotos, se ve nuestro reflejo. Nos vamos ya.

Cerca del apartamento donde nos alojamos están las antiguas dependencias de la Cheka, posteriormente KGB, hoy reconvertidas en museo. Se encuentran en el cruce que forman las calles Stabu y Brīvības, de modo que eran popularmente conocidas, y temidas, como la casa de la esquina. Varios testimonios recuerdan que en cualquier momento era posible recibir una notificación instando a presentarse allí para un interrogatorio, lo que en la práctica implicaba no saber cuándo se volvería a ver a los allegados.

En la entrada se conserva un buzón de madera en el que depositar el formulario de solicitud de información acerca del familiar desaparecido. También se podía usar para denunciar anónimamente a algún enemigo del pueblo.

Otro represaliado reflexiona acerca de si fue un error ocultar a sus hijos la persecución que estaba teniendo lugar. El silencio como gran protagonista de una época. Silencio por miedo, silencio por vergüenza.

Entramos en el formidable edificio neogótico que alberga la Academia de Arte. El olor a óleos llena el ambiente, e inmediatamente me trae recuerdos de la infancia en el hogar familiar. El suelo combina baldosas amarillas y marrones. La luz entra por los grandes ventanales. Y en todas partes lienzos, caballetes, maniquís y restos de piezas de estudio.

Por sorpresa se acerca un hombre. Es alto y delgado, tiene la espalda curvada por la edad. Con gestos nos invita a entrar a una sala en la que se exponen pinturas de Imants Vecozols. Accedemos gustosos. A la salida todavía sigue allí, esperando; quiere conocer nuestra opinión sobre las obras y me siento con él en un banco del pasillo. Se llama Edgars, es culto y educado. Me cuenta que ejerció de médico, pero como sus amigos de juventud estudiaron arte venía a menudo a esta escuela para ganar algo de dinero como modelo.  Le pregunto si vivió aquí durante todo el periodo soviético. Desafortunadamente no me entiende bien y cree que le estoy interrogando acerca de su afinidad política, su cara gira a una expresión de miedo: “No, no, sovietic no”. Creo haber metido la pata hasta el fondo, pero antes de que pueda disculparme Edgars cambia rápidamente de tema. Volvemos al arte.

Le pido que escriba su nombre en mi cuaderno de notas y lo hace con una letra temblorosa y bella. Nos despedimos con un apretón de manos y un abrazo sincero. Antes de salir de la academia un par de discos han encontrado su sitio sobre un radiador, junto a la puerta de una clase. ¿Cuánto tiempo durarán allí? ¿Hasta que suene la siguiente campana? Hemos decidido no quedarnos a observar, es mejor así.

Parece poco probable que pasáramos a visitar el Museo de Medicina, pero una de sus salas es el lugar elegido como parte de una muestra temporal de arte contemporáneo, todo un acierto.

Desde el principio queda claro que este no es uno de los más frecuentados por los turistas, y por supuesto no aparece en las guías. Al menos la parte por la que transitamos tiene un cierto aspecto decadente, trasnochado, con reproducciones en vitrinas que producen sonrojo, unas veces por la baja calidad y otras por la inocencia de las representaciones.

Es tradición en los países de Europa del Este que la vigilancia de los museos corra a cargo de mujeres jubiladas, que de forma voluntaria realizan esta tarea por amor y orgullo de patria y patrimonio. Y allí está ella, en actitud marcial, posición de firmes perfecta. Lleva un uniforme anticuado. Dudo que esa sea su ropa de trabajo reglamentaria, más bien parece que la haya elegido en una suerte de principios personales, probablemente los que hayan regido toda su vida.

Recorremos los pasillos intentando demostrar algo de interés. Hay unas gruesas cortinas, nos disponemos a atravesarlas con la infantil ilusión de encontrar una oscura sala de vídeo. Pero la mujer grita enfurecida y señala el camino que debemos tomar. Le pido disculpas en letón, ella se limita a levantar de nuevo su dedo director mientras mantiene la mirada al frente. Obedecemos como buenos ciudadanos.

Por fin llegamos a la estancia que alberga la instalación que estamos buscando. Un televisor de tubo, varios objetos cuidadosamente colocados y una película proyectada. Junto a la pantalla una presencia, como un fantasma. Es otra vigilante, esta rondará los 80 años. Disimulo para que parezca que estoy observando las imágenes, pero no puedo apartarle la mirada. Repetidamente se lleva la mano a la cara, con un gesto crispado que en ocasiones le provoca una mueca de dolor. Después de descartar diferentes posibilidades acerca del objeto de esta acción obsesiva, por fin doy con la respuesta. Se está arrancando pelos del bigote, uno a uno.

El instinto es más fuerte, maravillado por la magia de la situación saco la cámara. Levanto la mano con cuidado mientras aprieto el botón de encendido. Pero ella es una verdadera profesional, la experiencia gana, y rápidamente se esconde detrás del telón. A duras penas consigo contener la risa. He perdido en este duelo, pero a cambio me llevo una experiencia inolvidable.

Última noche en Letonia y último disco, el que más pesa. Tanto que tengo que soltarlo rápido sobre la barra del bar donde estamos bebiendo. Un ejercicio de pura trivialidad que no puede esconder la trascendencia del momento Y entre cada trago nos mentimos al decir que por fin se ha terminado. Y es más falso aún decir que ya estábamos hartos. Porque de tanto dejar CDs en cualquier parte, resulta que son ellos los que nos han abandonado. Es difícil aceptar que esta obra sea ahora mucho más grande que nosotros dos juntos. Qué ingenuos al no pronosticar que ocurriría así. Claro que entiendo que es la liberación lo que da vida al arte, y las despedidas duelen.

Horas después amanece y llueve en Riga. Pienso que no podría ser de otra forma mejor. Desde la ventana veo a la gente caminando sobre los adoquines mojados. Viven aquí, dan sentido a esta ciudad y la ciudad les da sentido a ellos. Yo no soy más que un observador fugaz camino del aeropuerto. No me quiero ir.