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Laxe y las formas humanas para un misterio ambulante

Un viaje místico a propósito de ‘Mimosas’
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La confianza en Dios, el abandonarse a su suerte, a la lucha de extremos que supone la fe, implica la renuncia al camino y, desde esa renuncia, camuflarse primero para disolverse después en él, en lo que escapa al ojo de lo que será. El sufí que parte en busca de ese tránsito se llama a sí mismo viajero; avanza, como bien apuntó Reynold A. Nicholson, a lo largo de un camino hacia la meta de la unión con la Realidad (fanâ fi´l Haqq). Las etapas son las predecibles de cualquier viaje que aspire al descubrimiento tranquilo: arrepentimiento, abstinencia, renuncia, pobreza, paciencia, confianza y satisfacción. Muchas de esas etapas, y todo este despojo, articula el cineasta Oliver Laxe en su última película, Mimosas, que se presenta en el Festival Márgenes de Madrid y que ya fue premiada en el Festival de Cine Europeo de Sevilla y en el Festival de Cine de El Cairo, trabajo que ha sido calificado de western sufí, pero que más allá de la seguridad que otorgan algunas etiquetas, supone aventura, emoción y profundidad. Todo lo inevitable que el cine necesario evoca.

Como los que van más allá de lo que proyectan, el director gallego no distingue entraña de intelecto, y eso lleva a todo lo que toca a un ritmo distinto, a algo que se cumple en concreción y que cobija un universo que esta vez sí tiene que ver con el cosmos sin renunciar a lo más cotidiano, con un lugar para lo sagrado que no rehúye de la soberanía ni de la emancipación vital. Mimosas es el resultado de un alunizaje de epifanía que aspira a lo sencillo, al entendimiento con el otro y con uno mismo, donde reúne lo que trasciende bajo una inercia comunitaria que recoge la armonía de todos sus contrastes, manteniendo esa contradicción entre la luminosidad de esparto y la oscuridad salvífica.

“EL PROBLEMA DE CIERTA ESPIRITUALIDAD CONTEMPORÁNEA ES QUE ES DEMASIADO TRASCENDENTE Y POCO INMANENTE”

Ya dijo antes Étienne Souriau que no está en manos de un alma el hacerse inmortal, pero sí el hacerse digna de ello, y esas corrientes de energía entre la permanencia del no-ser y ser resurrección anticipada es por donde, con más intuición comprehensiva que certeza, con más profecía casera que premeditación, pululan las imágenes que componen la película que aquí nos arrastra, donde el autor narra un viaje en caravana para concretar una última voluntad que más que un destino, insisto, busca disolverse en la naturaleza que moldea al destino en solidez de ahora mismo, en lo no dicho como premisa de unas piedras y unos ríos que dictan el camino desde un frío sinestésico conformado por las experiencias ascéticas de un chico joven (Laxe) que busca trasformar la heroicidad en facultad muy terrestre. Él lo reduce mejor con Bresson: nada en lo inesperado que no esperes secretamente.

La voluntad espiritual desde lo posmoderno (ya se sabe que el adjetivo huele a puchero de enfermo) que empuja la película hacia lo difuso no significa que el discurso del autor intente desorientarnos con malabares esotéricos y abstracciones peregrinas. Estamos ante una historia sencilla —que no simple— que parte de una nimiedad (un motor que acaba por funcionar; un camino que se cumple para llegar a lo desconocido desde el misterio y la amistad; la excéntrica cotidianidad del sabio) como arranca todo lo que acaba siendo universal o, en su defecto, canto, narración.

El cine al final no es otra cosa que unos rostros en unos espacios, comentaba Oliver Laxe en torno a su primera película, Todos vós sodes capitáns, trabajo que ya proyectaba las personalísimas señales de un migrante desbordado en arraigo, en el que conviven lo estético y lo salvaje; un cineasta —una película— que sólo aspira a identificar un espacio desde la ignorancia natural donde brotan las certezas, a desarrollar una mirada que pueda ver lo bueno del mundo mediante unas imágenes estructurales que corrijan su inadaptación, para así trascenderlas, para confundirlas con gratitud y ofrenda.

“CUANDO REZAS ES UN MOMENTO DE INDEFENSIÓN TOTAL Y SIN EMBARGO TE ABANDONAS. ES EL ÚNICO MOMENTO EN QUE EL CORAZÓN ESTÁ POR ENCIMA DE LA CABEZA”

Aunque sirva como aforismo, no está muy claro que la infancia sea la verdadera patria del hombre, pero ese pasado, esas imágenes poderosas de esa Galicia primigenia, de la inocencia campesina de su madre, de la sensibilidad levantada en memoria hoy presente en Marruecos, incendiaron el nervio y el cuerpo de un cineasta que acepta su oficio como un servicio comunitario, un ejercicio orgánico de verticalidad, emoción que implica altura y recogimiento, profundidad y elevación: los extremos entre lo visible y lo invisible que conforman esta plegaria en forma de película, esta travesía hacia un origen que dé sentido al amparo y serenidad a la extrañeza: el sentimiento hierático de la belleza que supone la libertad de moverse, de intuir un camino como se aprende un idioma pequeño.

En una época en la que impera el rendimiento, la rentabilidad y el cinismo de lo que ya no parece humano, Mimosas propone un ambicioso diálogo espiritual que parte de la tradición y que proyecta el futuro como un bien sereno, como una alegoría de principio. Celebremos la emoción de un artesano por su tarea, la de un escéptico radical que sólo busca que lo tranquilicen.

Fotografías cedidas por Ramiro Ledo (NUMAX).