Contenido
L’arte della rovina
Ruina y renacimiento artístico en Palermo
En febrero del año pasado, en un día como este, cambiaba de tren de camino a Palermo desde Catania. Sicilia es una isla pequeña, pero recorrer 200 kilómetros puede llevarte ocho horas y dos trenes. Llovía a mares, las calles desiertas. Anduve bajo la lluvia hasta encontrar un pequeño café, donde el propietario amablemente añadió a lo que podría ser su única venta del día (de dos euros) una doble ración, un café, un dulce, un periódico, conversación amena y un baño. Nos encontrábamos en Caltanissetta, y parece que sólo estábamos nosotros. “Todas las personas que conozco se han ido. Se van. Aquí no hay nada que hacer.” El camino de vuelta fue aún más largo.
Palermo es una gran ruina bella. Está llena de cultura, es cultura. No hay esquina que no guarde un secreto oculto a una segunda y tercera mirada. Las esculturas gesticulan emociones fuera de lo común, aguardan calaveras en las bóvedas de las iglesias, pasadizos ocultos comunican la ciudad. Pero es una ruina también en el sentido peyorativo. Todas las maravillas que contiene se caen a pedazos, se esconden tras años de descuido y polución, de terror, de corrupción. El arte, la técnica, la historia de tantas civilizaciones, culturas diversas, marinos y piratas, de revolucionarios y grandes escultores o arquitectos esperan, en silencio, una mano de luz. El miedo no se agarra sólo a los corazones orgánicos; mientras el mismo sol del mediterráneo que despertó a Empédocles o a Arquímedes se asoma entre las agrietadas paredes de palacios renacentistas, un monasterio derruido y un ayuntamiento del diecinueve, en la Piazza Pretoria un viandante local grita y cuelga una cuerda a uno de los barrotes que rodean la fuente central, conocida como la Fontana della Vergogna. La escena reúne también extras: turistas con chanclas, carretillas de caballos decorados con cubreorejas de terciopelo y cascabeles ambientando con música napolitana, gaviotas, y unos coches de carabinieri con algunos de ellos observando indiferentes. El intento de suicidio es real, aunque su desesperación no puede aspirar a realizarse más que a modo de desgarradora e infructuosa interpretación, de performance no planificada, sin público escogido, pero con mucha intención, a la que sólo atienden las gárgolas de la iglesia. El conjunto parece un collage hecho por un esquizofrénico. Las estatuas tienen expresión de tristeza, de desconcierto, más que de vergüenza. Todas miran hacia otro lado, como los funcionarios, los turistas, y los paseantes. ¿Dónde se han ido todos aquellos de los que hablaba el hostelero? ¿Acaso no queda mucho por hacer?
En una ciudad tan rica en cultura e historia, el dinero y la educación han quedado ensombrecidos por la ponzoña de la corrupción. El territorio cada vez abarca más espacio en el que repartir la pobreza. El turista es el cordero jugoso y el buen tiempo, su billete. Los estudiantes sueñan con volar. Una tierra preciosa, intensa y fervorosa, ardiente, que ha admirado a grandes mentes humanas, queda vacía y desgarrada, abierta sólo al caos. Si alguien quiere cambiar algo deberá enfrentarse a una situación que bien ilustra metafóricamente la del suicida en la plaza Pretoria; gritos entre piedras y miradas hacia otro lado. Aunque no todo está perdido. En el ajetreo de la ciudad, los gatos aprovechan todos los recursos. Y es que a pesar de que la fuga de cerebros sea un hecho, como lo son la corrupción estatal o la ilegalidad regulada, también lo es que dentro de la maleza están creciendo brotes de potentes flores. Los artistas. Las calles de Palermo se inundan de color, colectivos de jóvenes fundan centros autogestionados para fomentar la cultura y la creatividad como forma de vida y motor de cambio social, las plazas se llenan de música, bailes y artificios, viejos monasterios resuenan al sonido de trompetas y contrabajos, de gatos y caracoles cantarines, de silencios embarrados. Se protesta bañándose en sangre, esculturas con huesos de animales denuncian la crueldad… El poeta resurge en tiempos de penumbra, y Sicilia es uno de los ejemplos más representativos de la oscuridad —ha provocado que más de uno la califique como “tercermundista”— que hace estallar a borbotones la luz. Los movimientos de ayuda y cooperación, las ráfagas de voluntarios que vienen del exterior en colaboración con los colectivos de residentes locales, los artesanos-seres multitarea, los proyectos artísticos alejados de las convenciones del género de las Bienales, tratan de hacer de sus ciudades lugares mejores en los que vivir.
Un ejemplo significativo con el que me topé gracias a una joven artista new media procedente del País Vasco, es el proyecto llevado a cabo en Favara durante el año pasado. Iniciativa de una pareja de sicilianos concienciados con la importancia de la educación y la capacidad del arte para mejorar el mundo, financiados por particulares, consiguieron reconstruir un pueblo destruido y abandonado al mismo tiempo que hacían de él un espectáculo interactivo. Se restauraron completamente los edificios para que el turismo también llegara hasta sus casas y ayudara a mantener un equilibrio social. Y es que si las islas fueron lugares importantes para el comercio, centros de encuentro de culturas y tradiciones, hoy parece que están abocadas a ser fragmentos de tierra destinados únicamente al turismo estivo. Las masificaciones de grandes ciudades del continente hacen de ellas cada vez más alejados lugares de retiro, cuando su riqueza, que es otro tipo de riqueza, debería ser aprovechable para todo aquel que quisiera habitarlas.
En la plaza de Garraffello, en el mercado de la Vucciria de Palermo, encontré muestras de uno de los artistas más concienciados con el abandono y deterioro de las calles de esta mágica ciudad, Uwe Jaentsch, que con su arte provocativo y de denuncia ha conseguido llamar la atención a la vez que elaborar tareas de restauración, aprovechando la comunicación cercana que permite un barrio que es al tiempo mercado y zona de ocio céntrica, donde la música, el comercio y la vida local se mezclan con turistas y perros callejeros. Las casas se derrumban y aunque hayan tachado de vandalismo sus obras, hizo falta que construyera una “catedral de la basura” para que alguien estuviera dispuesto a aceptar que, de hecho, hay basura, y hay que limpiarla.
De menos renombre pero igual impacto, los alumnos de la escuela de bellas artes han creado el espacio Dadá art, donde se fomenta el impulso creativo y la actitud cívica, tarea imprescindible para una generación activa que no abandona la isla, sino que trata de mejorarla haciendo reuniones en la misma plaza de Garraffello abiertas al público, realizando performances reivindicativas o reutilizando espacios inutilizados para diversos proyectos. El Teatro Mediterráneo Ocupado es otra de las instalaciones artísticas autogestionadas que llaman la atención. Un enorme grupo de jóvenes tomó un espacio destinado a la realización de una feria que el ayuntamiento había abandonado y lo transformó en un espacio público destinado al arte, demostrando una mejor capacidad de organización y gestión, así como un verdadero ímpetu por un cambio real. Llevan a cabo conciertos, conferencias, obras de teatro, exposiciones y charlas, pero sobretodo promueven la idea de que una labor autónoma es posible cuando un grupo de personas deciden aprovechar su vitalidad y su creatividad para mejorar una ciudad que se arruina gracias a su propio gobierno.
La ciudad está llena de obras de arte, en las paredes, en las esquinas, en todo rincón. Entre la basura y las plantas, la brisa del mar remueve las ganas de movimiento, la actitud cooperativa. Quizá deberíamos tomar más en cuenta los ejemplos de los vientos que llevaron a Homero a comenzar su viaje, volvernos hacia lo que a muchos parece un “deshecho” de Europa. La magna Grecia resurge y nos enseña que las quejas no llevan a ninguna parte, que el que grita ante el ayuntamiento sólo capta miradas indiferentes, que el ser humano es acción, y ante la decadencia sólo podemos sacar de nosotros la condición que nos es más propia: la creatividad. No reclamemos más autonomía a un organismo que nos degrada y nos tira la basura encima. El espectáculo es de todos, pero nadie nace destinado a ser espectador, aunque se encuentre las butacas numeradas.
L’arte della rovina
En febrero del año pasado, en un día como este, cambiaba de tren de camino a Palermo desde Catania. Sicilia es una isla pequeña, pero recorrer 200 kilómetros puede llevarte ocho horas y dos trenes. Llovía a mares, las calles desiertas. Anduve bajo la lluvia hasta encontrar un pequeño café, donde el propietario amablemente añadió a lo que podría ser su única venta del día (de dos euros) una doble ración, un café, un dulce, un periódico, conversación amena y un baño. Nos encontrábamos en Caltanissetta, y parece que sólo estábamos nosotros. “Todas las personas que conozco se han ido. Se van. Aquí no hay nada que hacer.” El camino de vuelta fue aún más largo.
Palermo es una gran ruina bella. Está llena de cultura, es cultura. No hay esquina que no guarde un secreto oculto a una segunda y tercera mirada. Las esculturas gesticulan emociones fuera de lo común, aguardan calaveras en las bóvedas de las iglesias, pasadizos ocultos comunican la ciudad. Pero es una ruina también en el sentido peyorativo. Todas las maravillas que contiene se caen a pedazos, se esconden tras años de descuido y polución, de terror, de corrupción. El arte, la técnica, la historia de tantas civilizaciones, culturas diversas, marinos y piratas, de revolucionarios y grandes escultores o arquitectos esperan, en silencio, una mano de luz. El miedo no se agarra sólo a los corazones orgánicos; mientras el mismo sol del mediterráneo que despertó a Empédocles o a Arquímedes se asoma entre las agrietadas paredes de palacios renacentistas, un monasterio derruido y un ayuntamiento del diecinueve, en la Piazza Pretoria un viandante local grita y cuelga una cuerda a uno de los barrotes que rodean la fuente central, conocida como la Fontana della Vergogna. La escena reúne también extras: turistas con chanclas, carretillas de caballos decorados con cubreorejas de terciopelo y cascabeles ambientando con música napolitana, gaviotas, y unos coches de carabinieri con algunos de ellos observando indiferentes. El intento de suicidio es real, aunque su desesperación no puede aspirar a realizarse más que a modo de desgarradora e infructuosa interpretación, de performance no planificada, sin público escogido, pero con mucha intención, a la que sólo atienden las gárgolas de la iglesia. El conjunto parece un collage hecho por un esquizofrénico. Las estatuas tienen expresión de tristeza, de desconcierto, más que de vergüenza. Todas miran hacia otro lado, como los funcionarios, los turistas, y los paseantes. ¿Dónde se han ido todos aquellos de los que hablaba el hostelero? ¿Acaso no queda mucho por hacer?
En una ciudad tan rica en cultura e historia, el dinero y la educación han quedado ensombrecidos por la ponzoña de la corrupción. El territorio cada vez abarca más espacio en el que repartir la pobreza. El turista es el cordero jugoso y el buen tiempo, su billete. Los estudiantes sueñan con volar. Una tierra preciosa, intensa y fervorosa, ardiente, que ha admirado a grandes mentes humanas, queda vacía y desgarrada, abierta sólo al caos. Si alguien quiere cambiar algo deberá enfrentarse a una situación que bien ilustra metafóricamente la del suicida en la plaza Pretoria; gritos entre piedras y miradas hacia otro lado. Aunque no todo está perdido. En el ajetreo de la ciudad, los gatos aprovechan todos los recursos. Y es que a pesar de que la fuga de cerebros sea un hecho, como lo son la corrupción estatal o la ilegalidad regulada, también lo es que dentro de la maleza están creciendo brotes de potentes flores. Los artistas. Las calles de Palermo se inundan de color, colectivos de jóvenes fundan centros autogestionados para fomentar la cultura y la creatividad como forma de vida y motor de cambio social, las plazas se llenan de música, bailes y artificios, viejos monasterios resuenan al sonido de trompetas y contrabajos, de gatos y caracoles cantarines, de silencios embarrados. Se protesta bañándose en sangre, esculturas con huesos de animales denuncian la crueldad… El poeta resurge en tiempos de penumbra, y Sicilia es uno de los ejemplos más representativos de la oscuridad —ha provocado que más de uno la califique como “tercermundista”— que hace estallar a borbotones la luz. Los movimientos de ayuda y cooperación, las ráfagas de voluntarios que vienen del exterior en colaboración con los colectivos de residentes locales, los artesanos-seres multitarea, los proyectos artísticos alejados de las convenciones del género de las Bienales, tratan de hacer de sus ciudades lugares mejores en los que vivir.
Un ejemplo significativo con el que me topé gracias a una joven artista new media procedente del País Vasco, es el proyecto llevado a cabo en Favara durante el año pasado. Iniciativa de una pareja de sicilianos concienciados con la importancia de la educación y la capacidad del arte para mejorar el mundo, financiados por particulares, consiguieron reconstruir un pueblo destruido y abandonado al mismo tiempo que hacían de él un espectáculo interactivo. Se restauraron completamente los edificios para que el turismo también llegara hasta sus casas y ayudara a mantener un equilibrio social. Y es que si las islas fueron lugares importantes para el comercio, centros de encuentro de culturas y tradiciones, hoy parece que están abocadas a ser fragmentos de tierra destinados únicamente al turismo estivo. Las masificaciones de grandes ciudades del continente hacen de ellas cada vez más alejados lugares de retiro, cuando su riqueza, que es otro tipo de riqueza, debería ser aprovechable para todo aquel que quisiera habitarlas.
En la plaza de Garraffello, en el mercado de la Vucciria de Palermo, encontré muestras de uno de los artistas más concienciados con el abandono y deterioro de las calles de esta mágica ciudad, Uwe Jaentsch, que con su arte provocativo y de denuncia ha conseguido llamar la atención a la vez que elaborar tareas de restauración, aprovechando la comunicación cercana que permite un barrio que es al tiempo mercado y zona de ocio céntrica, donde la música, el comercio y la vida local se mezclan con turistas y perros callejeros. Las casas se derrumban y aunque hayan tachado de vandalismo sus obras, hizo falta que construyera una “catedral de la basura” para que alguien estuviera dispuesto a aceptar que, de hecho, hay basura, y hay que limpiarla.
De menos renombre pero igual impacto, los alumnos de la escuela de bellas artes han creado el espacio Dadá art, donde se fomenta el impulso creativo y la actitud cívica, tarea imprescindible para una generación activa que no abandona la isla, sino que trata de mejorarla haciendo reuniones en la misma plaza de Garraffello abiertas al público, realizando performances reivindicativas o reutilizando espacios inutilizados para diversos proyectos. El Teatro Mediterráneo Ocupado es otra de las instalaciones artísticas autogestionadas que llaman la atención. Un enorme grupo de jóvenes tomó un espacio destinado a la realización de una feria que el ayuntamiento había abandonado y lo transformó en un espacio público destinado al arte, demostrando una mejor capacidad de organización y gestión, así como un verdadero ímpetu por un cambio real. Llevan a cabo conciertos, conferencias, obras de teatro, exposiciones y charlas, pero sobretodo promueven la idea de que una labor autónoma es posible cuando un grupo de personas deciden aprovechar su vitalidad y su creatividad para mejorar una ciudad que se arruina gracias a su propio gobierno.
La ciudad está llena de obras de arte, en las paredes, en las esquinas, en todo rincón. Entre la basura y las plantas, la brisa del mar remueve las ganas de movimiento, la actitud cooperativa. Quizá deberíamos tomar más en cuenta los ejemplos de los vientos que llevaron a Homero a comenzar su viaje, volvernos hacia lo que a muchos parece un “deshecho” de Europa. La magna Grecia resurge y nos enseña que las quejas no llevan a ninguna parte, que el que grita ante el ayuntamiento sólo capta miradas indiferentes, que el ser humano es acción, y ante la decadencia sólo podemos sacar de nosotros la condición que nos es más propia: la creatividad. No reclamemos más autonomía a un organismo que nos degrada y nos tira la basura encima. El espectáculo es de todos, pero nadie nace destinado a ser espectador, aunque se encuentre las butacas numeradas.