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La vida simple
Javi López ha decidido dedicar su vida a viajar. Hace unos meses recorrió Europa en bici para echar una mano a los refugiados de Atenas
Javi sonríe. El marroquí, unos treinta y cinco años, se ha acercado a darle la enhorabuena. Ha dicho: “¡Vaya par de huevos, de aquí a Grecia en bici!”. Javi contesta: “Qué va, un paseo de nada”. Los tres reímos. Si no le conociera, pensaría que es falsa modestia. Cae una lluvia fina sobre Mula. De pronto, siento nostalgia en los gemelos. Esa tirantez en los músculos de las piernas es adolescencia pura. Mi adolescencia. Estos pueblos del noroeste murciano que ascienden por calles adoquinadas hasta sus castillos como si no pudieran hacer otra cosa, como si la vida fuera de eso. En concreto, los adoquines empinados de Mula me huelen a libros, a exámenes y a primeras veces: borracheras, amores. También me acuerdo de aquel profesor calvo de Filosofía que nos dijo, creo que parafraseando a alguien, que uno es de donde hace el bachillerato. No le digo nada a Javi, porque torcería el morro. Siempre ha sido más de hacer que de decir.
Me lleva a su casa. Dice que le para bastante gente por el pueblo y que al principio no sabía qué decir. Ahora suelta ese “qué va, un paseo de nada” de forma automática. Y entonces me escupe la primera: “Es que en realidad creo que no he hecho nada. Te paras a pensar un poco cómo vivimos y te das cuenta de por qué algo como lo que yo he hecho resulta extraordinario, pero no lo es. Es más fácil de lo que parece”. Y quizá tenga razón, pero los datos me intimidan: España, Francia, Mónaco, Italia, Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro, Albania, Kosovo, Macedonia, Grecia, Bulgaria, Rumanía, Serbia, Hungría, Eslovaquia, Austria, Alemania y Suiza. 94 días de viaje. 6.243 km en bicicleta. ¿El objetivo? Ayudar. Javi quería echar una mano a los miles de refugiados que llegaron a Atenas a mediados de año, procedentes, principalmente, de Siria y Afganistán. Cuando le pregunto si no hubiera sido más fácil coger un avión Alicante-Atenas, levanta la ceja izquierda y ríe. “Ya, pero el tema era llevar ese mensaje conmigo durante tres meses y, aunque suene grandilocuente, intentar inculcárselo a quien me encontrase”. Pero no suena rimbombante. Tiene la capacidad de soltar frases que le podrías adjudicar a cualquier gritón de teletienda y que suenen creíbles.
Le noto cambiado. No físicamente: siempre ha estado en forma, y estoy seguro de que, ocho años después, Javi seguiría siendo el más bajo de todos los miembros de aquel 3ºC del Ribera de los Molinos. Allí le conocí. Yo era ese crío-que-se-creía-alguien-por-haber-escuchado-a-Leonard-Cohen. Él, todo carisma y desparpajo. Hablaba poco, pero te sentabas a su lado y de su cabeza emanaba un calor asfixiante. Desbordaba inteligencia, esa inteligencia despreocupada del que sabe que, a la hora de la verdad, podrá sacar las castañas del fuego. Y luego estaba lo del fútbol. Aún hoy me descubro a mí mismo soltando a horas indecentes: “¿Iniesta? No habéis visto jugar a mi colega Javi. Eso sí que es jugar al fútbol, ninguno tenéis ni idea”. Qué forma de jugar. Era rápido, ágil, chutaba bien, regateaba como nadie, tenía visión de juego y, por si fuera poco, era el más listo. Era capaz de dominar un partido sin tocar el balón. En la pista pasaba lo que él quería. Joder, en Educación Física nunca le dejábamos jugar. Se cargaba los partidos. Era ver un balón rodar y alguien con las piernas temblorosas escupía: “¡Dadle al Pavo un balón de baloncesto, que no se dé cuenta!”.
Porque en Mula, Javi es El Pavo. Cosa de pueblos, el mote le viene de Antonio, su padre. Encarna, la abuela, siempre mandaba a Antonio a comprar boletos para el sorteo del pavo. Por lo visto, también cosa de pueblos, alguien dijo un día: ¡Ahí va El Pavo! Hasta hoy.
Terminamos el instituto en 2010. Universidad, nueva ciudad (Murcia), nuevos círculos. Nos distanciamos. Él se matriculó en el Grado en Educación Primaria. “Lo hice por mis padres —explica—. Me dijeron que tenía que hacer una carrera y me matriculé en la que veía más asequible. Ni siquiera me gustaba. Sin darte cuenta, vas siguiendo una inercia totalmente absurda”. Javi habla con seguridad. Tiene las ideas muy claras. Mira a su yo pasado con cariño, como si fuera casi su hijo. Se le escapa una sonrisa cuando dice: “Los dos primeros años apenas iba a clase. Iba al Hot Dogs, un bar que hay en Espinardo [barrio de Murcia donde está el campus universitario], a beber cerveza y poco más. La carrera no me motivaba en absoluto”. Hace dos años me lo encontré en las fiestas de Mula. Era de noche. Nos pusimos al día. Le pregunté si pensaba estudiar una oposición. Con gesto serio, me contestó: “Ni de coña, tío, no quiero estar toda la vida haciendo lo mismo. Quiero viajar: prefiero ser un vagabundo libre que un esclavo con dinero”. Se lo recuerdo y vuelve a reír. “Me habría pasado con las drogas”, dice, quitándose hierro a sí mismo.
El caso es que aquella noche supe que mi amigo ya no era (sólo) el tipo listo que había nacido para jugar al fútbol. Dice que todo empezó en tercero de carrera: “Ese año vi más de 100 documentales. Empecé a preocuparme de lo que pasaba en el mundo. Me miré al espejo y vi que había muchas cosas de mí que no me gustaban. Me dije que tenía que cambiar”. Lo primero fue apuntar sus metas en una libreta. “Eso lo cambió todo”, asume. Cuando le pregunto qué apuntaba, se le escapa otra risa. “Pues barbaridades, no tienen nada que ver con lo que escribo hoy”. Le insisto. Concede: “Quería desarrollar mi moral, que era algo en lo que jamás había pensado. Fue una época muy introspectiva. En aquel momento consideré que tenía ciertos dejes racistas. Imagina hasta qué punto. Lo que empecé a tener claro desde ese momento es que no podía perder el tiempo: tenía que vivir la vida al máximo”. Y se puso manos a la obra.
Javi se pasó el verano de 2015 dando vueltas por Reino Unido. “El plan era ir sin plan. Queríamos [fue con un amigo] ir allí y decidir sobre la marcha. Montábamos la tienda de campaña donde podíamos y nos desplazábamos mediante autoestop”. El viaje fue un círculo: Londres, Cambridge, Oxford, Cardiff, Manchester, Liverpool, Escocia y de nuevo Londres. “Allí aprendí a no valorar tanto lo material. Tenía que ir lo más ligero posible para moverme bien, y poco a poco fui adoptando una mentalidad minimalista. Empecé a deshacerme de cosas”, reflexiona. Javi volvió a Mula y vendió el coche. Sus padres pensaron que se le había ido la cabeza. “Con cada cambio que hago siempre reaccionan así: cuando decidí irme con la tienda de campaña, igual; cuando me deshice de mucha ropa, igual; cuando me hice vegano, lo mismo. Al cabo de un mes, todo se normaliza. Supongo que tienen miedo de que me pase algo”. Noto a Javi sabio. Ahí está el cambio. Respira paz. Habla como si se jugara demasiado con lo que dice.
Después del viaje por Reino Unido se dio cuenta de que viajar es lo que quiere hacer: “Ahora mismo, quiero que mi vida sea así. Quiero recorrer mundo, conocer un millón de sitios. Aquí en Mula no hago nada, sólo pierdo el tiempo”. Javi pronuncia la palabra tiempo unas noventa veces por minuto. Se lo comento y me mira extrañado. “Pues claro —reflexiona—, es lo único que tenemos, y veo a todo el mundo perdiéndolo. Tiempo para ganar dinero, para conseguir cosas que ni siquiera necesitas; tiempo para mantener esas cosas”. Le pregunto de dónde sacó todas esas ideas, qué le hizo despertar. Al momento, recuerdo que siempre fue más de hacer que de decir: “De mi propia experiencia. Estás por ahí con cuatro cosas, vuelves a casa y te encuentras con que la mayoría de cosas que tienes sobran”. Viste un pantalón corto de deporte negro, unas deportivas vans y una camiseta negra. En el pecho, letras blancas, la palabra VEGAN. Ahora mismo, Javi tiene en su armario un total de 27 prendas. Me explica que seguramente pueda reducirlo aun más, que está esperando al invierno.
Tras muchas vueltas, decidió bordear el mediterráneo en bici. Hizo una media de 70 km al día. Pedaleaba dos horas al amanecer y otras dos al atardecer. Cocinaba en su pequeño camping gas. Comió montones de arroz, pasta y fruta. El día de su cumpleaños decidió tirar a la basura medio paquete de jamón york y abrazar una práctica sobre la que llevaba tiempo meditado: el veganismo. Acampó en valles y conoció a mucha gente. Dice que en el centro de Europa el personal no entiende que aquí sea tan raro coger la bici y la mochila y recorrer el mundo. Conoció a un alemán que le dejó perplejo. Al preguntarle qué opinaba su familia sobre viajar en bici, el alemán le contestó: “Ni siquiera lo valoran, es lo normal. A mis padres les extrañaría que me quedara todas las tardes viendo la tele”. Además de una avería en la bici —se estrelló contra una señal de tráfico— y la visita inoportuna de un animal en un valle de Macedonia —no sabe determinar qué era, pero ese día había estado leyendo sobre la presencia de osos en la zona—, Javi no ha tenido ningún problema.
Y entonces llegó a Atenas. Mientras pedaleaba, el campo de refugiados de Idomeni —el más grande de Grecia, con más de 14.000 personas entre sus muros— fue evacuado. Javi lo intentó en otros campos. Apenas tuvo éxito. Dice que son zonas muy militarizadas, que el acceso es muy difícil. “Si no vas con una ONG es prácticamente imposible entrar, y todo ese papeleo a mí no me interesaba: yo quería llegar allí y ponerme a ayudar. Nada más.” Al cabo de dos días, le dejaron entrar durante una tarde con una ONG. Estuvo limpiando y tirando basura. Javi asume la culpa: “Fue mi culpa. Supongo que no me documenté lo suficiente, yo iba de máquina, pensaba que iba a cambiar el mundo yo solo”. Cuando le pregunto si tiene una espina clavada, se crea un silencio. Al poco, reconoce que sí.
Lo que más me intimida de su travesía es la cantidad de tiempo que tuvo que pasar consigo mismo. Pasaba más de cuatro días seguidos sin hablar con nadie. Me intimida su fuerza mental, su capacidad para impedir que esa soledad convirtiera sus piernas en palillos: “Tuve varios bajones. A veces me preguntaba: ‘¿Qué coño hago aquí?’ Sobre todo cuando llegué a Grecia y pensaba en la vuelta. Me di cuenta de que estaba muy lejos de casa. Intenté relativizarlo, siempre supe que era normal que el ánimo decayera a veces”. Volvió por el interior: Bulgaria, Rumanía, Serbia, Hungría, Eslovaquia, Austria, Alemania y Suiza. Allí cogió un avión. El verano terminaba y Javi quería pasar un par de semanas con su familia.
Cuando lo recogieron en Alicante, Manuela, su madre, le contó que en el pueblo le querían preparar una bienvenida. Javi se ruboriza. Ríe. “¡Pero es que no lo entiendo!”, remata. Al final, volvió en silencio. Le pregunto qué ha aprendido. Asiente en silencio. “He aprendido a estar conmigo mismo. Parece una tontería, pero cuando pasas tanto tiempo solo te das cuenta de todo lo que tienes que cambiar para soportarte a ti mismo. Es pura supervivencia”, reflexiona.
Ahora se siente atrapado en Mula. Se le ha quedado pequeña. “Necesito cosas nuevas continuamente, la rutina del pueblo me mata. Pienso que, pudiendo estar dando vueltas al mundo (y gastando menos, porque viajando gastaba poco más de 3€ al día), ¿qué hago aquí metido? Tengo muchas ganas de volver a irme. Llevo dos meses aquí y me voy a quedar otros dos, y seguramente sea demasiado”. Javi se levanta a las 8:30 y coge la bici durante una hora o dos. Al volver a casa, desayuna y trabaja en sus proyectos —nuevos destinos, un ebook sobre viajar barato y La Vida Simple, su canal de YouTube—. Por la tarde ayuda a su madre, que acaba de montar una panadería. No se acuesta más tarde de las 12, apenas queda con sus amigos de siempre: “Al final, cada uno coge su camino. Yo he cambiado mis hábitos mucho y aplico el minimalismo también a las relaciones personales. Igual suena frío, pero no me relaciono con quien no me aporta nada. Si yo ya no bebo y ellos quedan para beber…, pues es normal que no salga con ellos”.
Dice que su objetivo es ganar 200 euros al mes y no parar de viajar. “Aquí no hago nada”, susurra, mirando hacia abajo. Su próximo destino es Chiang Mai, donde hay una comunidad muy grande de veganos y el cicloturismo está muy desarrollado. “Creo que es lo natural —explica—. Al final buscas a gente afín, y aquí no encuentro a nadie que se cuestione mínimamente cómo vivimos”. Le tiro de la lengua. Dice que seguramente no pueda cambiar el mundo, pero que tiene clarísimo que el cambio, como dijo Lennon, comienza en ti mismo: “La clave es que tu moral esté alineada con tus acciones. Casi todo el mundo está en contra del maltrato animal, pero casi todo el mundo come carne”. Levanta las cejas. Dice que sólo a partir de eso se podrá construir algo. Tiro de amistad y él se ríe. Se vuelve a quitar hierro. “No, en serio. Creo que dedicar nuestra vida a lo que nos gusta es un acto revolucionario, porque no estamos educados para eso, y nos pasamos la vida siguiendo inercias estúpidas”.
Por no aplaudirle, cambio de tema. Le pregunto por el fútbol. He visto a pocas personas vivir tan profundamente las victorias y derrotas del Madrid. “Nada, ha dejado de interesarme, es un negocio. A veces recupero algún viejo hábito y veo al Madrid, que creo que jugó el otro día…”. “Anoche”, le interrumpo. “Pues fíjate si estoy puesto —ríe—, es que es un negocio, no me interesa. Te pasas tres meses por ahí, desconectado, y vuelves y te das cuenta de que no te aporta nada”. Le tengo que repetir tres veces que el Manchester United pagó 120 millones por Pogba este verano. Cree que le tomo el pelo. A mí también me pasa eso, pero suena el himno de la Champions y se me pone la piel de gallina. Es una cuestión sentimental. Javi ha llegado a un punto en que es capaz de superar esa barrera. Él no lo ve tan trascendental: “Si es que es más fácil: te sales de la rueda, te das cuenta de que no te aporta nada, coges otros hábitos y ya no te subes a la rueda”.
Apago la grabadora. Hablamos de viejos compañeros. De recuerdos. Reímos otro rato. Me acompaña hasta la estación de autobuses de Mula. “Nos vemos, Pavo”, le digo. “Seguro”, me contesta. Y entonces hago como que entro en el edificio. Me giro y le observo. Camina como si fuese a dar la vuelta al mundo esta misma noche. Quién sabe si no lo hará.
Fotografías de Javi López:
1. Fruta y mermelada casera del huerto ecológico de una pareja de gente mayor, en Serbia.
2. Viajar en autostop vs viajar en bicicleta (reflexiones de un minimalista).
3. Entre Krems an der Donau y Altenwörth, en Austria.
4. Día 53, casi 4.000 km recorridos, delante del mar Egeo.
Y la quinta, aquí debajo, el plan inicial del viaje:
La vida simple
Javi sonríe. El marroquí, unos treinta y cinco años, se ha acercado a darle la enhorabuena. Ha dicho: “¡Vaya par de huevos, de aquí a Grecia en bici!”. Javi contesta: “Qué va, un paseo de nada”. Los tres reímos. Si no le conociera, pensaría que es falsa modestia. Cae una lluvia fina sobre Mula. De pronto, siento nostalgia en los gemelos. Esa tirantez en los músculos de las piernas es adolescencia pura. Mi adolescencia. Estos pueblos del noroeste murciano que ascienden por calles adoquinadas hasta sus castillos como si no pudieran hacer otra cosa, como si la vida fuera de eso. En concreto, los adoquines empinados de Mula me huelen a libros, a exámenes y a primeras veces: borracheras, amores. También me acuerdo de aquel profesor calvo de Filosofía que nos dijo, creo que parafraseando a alguien, que uno es de donde hace el bachillerato. No le digo nada a Javi, porque torcería el morro. Siempre ha sido más de hacer que de decir.
Me lleva a su casa. Dice que le para bastante gente por el pueblo y que al principio no sabía qué decir. Ahora suelta ese “qué va, un paseo de nada” de forma automática. Y entonces me escupe la primera: “Es que en realidad creo que no he hecho nada. Te paras a pensar un poco cómo vivimos y te das cuenta de por qué algo como lo que yo he hecho resulta extraordinario, pero no lo es. Es más fácil de lo que parece”. Y quizá tenga razón, pero los datos me intimidan: España, Francia, Mónaco, Italia, Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro, Albania, Kosovo, Macedonia, Grecia, Bulgaria, Rumanía, Serbia, Hungría, Eslovaquia, Austria, Alemania y Suiza. 94 días de viaje. 6.243 km en bicicleta. ¿El objetivo? Ayudar. Javi quería echar una mano a los miles de refugiados que llegaron a Atenas a mediados de año, procedentes, principalmente, de Siria y Afganistán. Cuando le pregunto si no hubiera sido más fácil coger un avión Alicante-Atenas, levanta la ceja izquierda y ríe. “Ya, pero el tema era llevar ese mensaje conmigo durante tres meses y, aunque suene grandilocuente, intentar inculcárselo a quien me encontrase”. Pero no suena rimbombante. Tiene la capacidad de soltar frases que le podrías adjudicar a cualquier gritón de teletienda y que suenen creíbles.
Le noto cambiado. No físicamente: siempre ha estado en forma, y estoy seguro de que, ocho años después, Javi seguiría siendo el más bajo de todos los miembros de aquel 3ºC del Ribera de los Molinos. Allí le conocí. Yo era ese crío-que-se-creía-alguien-por-haber-escuchado-a-Leonard-Cohen. Él, todo carisma y desparpajo. Hablaba poco, pero te sentabas a su lado y de su cabeza emanaba un calor asfixiante. Desbordaba inteligencia, esa inteligencia despreocupada del que sabe que, a la hora de la verdad, podrá sacar las castañas del fuego. Y luego estaba lo del fútbol. Aún hoy me descubro a mí mismo soltando a horas indecentes: “¿Iniesta? No habéis visto jugar a mi colega Javi. Eso sí que es jugar al fútbol, ninguno tenéis ni idea”. Qué forma de jugar. Era rápido, ágil, chutaba bien, regateaba como nadie, tenía visión de juego y, por si fuera poco, era el más listo. Era capaz de dominar un partido sin tocar el balón. En la pista pasaba lo que él quería. Joder, en Educación Física nunca le dejábamos jugar. Se cargaba los partidos. Era ver un balón rodar y alguien con las piernas temblorosas escupía: “¡Dadle al Pavo un balón de baloncesto, que no se dé cuenta!”.
Porque en Mula, Javi es El Pavo. Cosa de pueblos, el mote le viene de Antonio, su padre. Encarna, la abuela, siempre mandaba a Antonio a comprar boletos para el sorteo del pavo. Por lo visto, también cosa de pueblos, alguien dijo un día: ¡Ahí va El Pavo! Hasta hoy.
Terminamos el instituto en 2010. Universidad, nueva ciudad (Murcia), nuevos círculos. Nos distanciamos. Él se matriculó en el Grado en Educación Primaria. “Lo hice por mis padres —explica—. Me dijeron que tenía que hacer una carrera y me matriculé en la que veía más asequible. Ni siquiera me gustaba. Sin darte cuenta, vas siguiendo una inercia totalmente absurda”. Javi habla con seguridad. Tiene las ideas muy claras. Mira a su yo pasado con cariño, como si fuera casi su hijo. Se le escapa una sonrisa cuando dice: “Los dos primeros años apenas iba a clase. Iba al Hot Dogs, un bar que hay en Espinardo [barrio de Murcia donde está el campus universitario], a beber cerveza y poco más. La carrera no me motivaba en absoluto”. Hace dos años me lo encontré en las fiestas de Mula. Era de noche. Nos pusimos al día. Le pregunté si pensaba estudiar una oposición. Con gesto serio, me contestó: “Ni de coña, tío, no quiero estar toda la vida haciendo lo mismo. Quiero viajar: prefiero ser un vagabundo libre que un esclavo con dinero”. Se lo recuerdo y vuelve a reír. “Me habría pasado con las drogas”, dice, quitándose hierro a sí mismo.
El caso es que aquella noche supe que mi amigo ya no era (sólo) el tipo listo que había nacido para jugar al fútbol. Dice que todo empezó en tercero de carrera: “Ese año vi más de 100 documentales. Empecé a preocuparme de lo que pasaba en el mundo. Me miré al espejo y vi que había muchas cosas de mí que no me gustaban. Me dije que tenía que cambiar”. Lo primero fue apuntar sus metas en una libreta. “Eso lo cambió todo”, asume. Cuando le pregunto qué apuntaba, se le escapa otra risa. “Pues barbaridades, no tienen nada que ver con lo que escribo hoy”. Le insisto. Concede: “Quería desarrollar mi moral, que era algo en lo que jamás había pensado. Fue una época muy introspectiva. En aquel momento consideré que tenía ciertos dejes racistas. Imagina hasta qué punto. Lo que empecé a tener claro desde ese momento es que no podía perder el tiempo: tenía que vivir la vida al máximo”. Y se puso manos a la obra.
Javi se pasó el verano de 2015 dando vueltas por Reino Unido. “El plan era ir sin plan. Queríamos [fue con un amigo] ir allí y decidir sobre la marcha. Montábamos la tienda de campaña donde podíamos y nos desplazábamos mediante autoestop”. El viaje fue un círculo: Londres, Cambridge, Oxford, Cardiff, Manchester, Liverpool, Escocia y de nuevo Londres. “Allí aprendí a no valorar tanto lo material. Tenía que ir lo más ligero posible para moverme bien, y poco a poco fui adoptando una mentalidad minimalista. Empecé a deshacerme de cosas”, reflexiona. Javi volvió a Mula y vendió el coche. Sus padres pensaron que se le había ido la cabeza. “Con cada cambio que hago siempre reaccionan así: cuando decidí irme con la tienda de campaña, igual; cuando me deshice de mucha ropa, igual; cuando me hice vegano, lo mismo. Al cabo de un mes, todo se normaliza. Supongo que tienen miedo de que me pase algo”. Noto a Javi sabio. Ahí está el cambio. Respira paz. Habla como si se jugara demasiado con lo que dice.
Después del viaje por Reino Unido se dio cuenta de que viajar es lo que quiere hacer: “Ahora mismo, quiero que mi vida sea así. Quiero recorrer mundo, conocer un millón de sitios. Aquí en Mula no hago nada, sólo pierdo el tiempo”. Javi pronuncia la palabra tiempo unas noventa veces por minuto. Se lo comento y me mira extrañado. “Pues claro —reflexiona—, es lo único que tenemos, y veo a todo el mundo perdiéndolo. Tiempo para ganar dinero, para conseguir cosas que ni siquiera necesitas; tiempo para mantener esas cosas”. Le pregunto de dónde sacó todas esas ideas, qué le hizo despertar. Al momento, recuerdo que siempre fue más de hacer que de decir: “De mi propia experiencia. Estás por ahí con cuatro cosas, vuelves a casa y te encuentras con que la mayoría de cosas que tienes sobran”. Viste un pantalón corto de deporte negro, unas deportivas vans y una camiseta negra. En el pecho, letras blancas, la palabra VEGAN. Ahora mismo, Javi tiene en su armario un total de 27 prendas. Me explica que seguramente pueda reducirlo aun más, que está esperando al invierno.
Tras muchas vueltas, decidió bordear el mediterráneo en bici. Hizo una media de 70 km al día. Pedaleaba dos horas al amanecer y otras dos al atardecer. Cocinaba en su pequeño camping gas. Comió montones de arroz, pasta y fruta. El día de su cumpleaños decidió tirar a la basura medio paquete de jamón york y abrazar una práctica sobre la que llevaba tiempo meditado: el veganismo. Acampó en valles y conoció a mucha gente. Dice que en el centro de Europa el personal no entiende que aquí sea tan raro coger la bici y la mochila y recorrer el mundo. Conoció a un alemán que le dejó perplejo. Al preguntarle qué opinaba su familia sobre viajar en bici, el alemán le contestó: “Ni siquiera lo valoran, es lo normal. A mis padres les extrañaría que me quedara todas las tardes viendo la tele”. Además de una avería en la bici —se estrelló contra una señal de tráfico— y la visita inoportuna de un animal en un valle de Macedonia —no sabe determinar qué era, pero ese día había estado leyendo sobre la presencia de osos en la zona—, Javi no ha tenido ningún problema.
Y entonces llegó a Atenas. Mientras pedaleaba, el campo de refugiados de Idomeni —el más grande de Grecia, con más de 14.000 personas entre sus muros— fue evacuado. Javi lo intentó en otros campos. Apenas tuvo éxito. Dice que son zonas muy militarizadas, que el acceso es muy difícil. “Si no vas con una ONG es prácticamente imposible entrar, y todo ese papeleo a mí no me interesaba: yo quería llegar allí y ponerme a ayudar. Nada más.” Al cabo de dos días, le dejaron entrar durante una tarde con una ONG. Estuvo limpiando y tirando basura. Javi asume la culpa: “Fue mi culpa. Supongo que no me documenté lo suficiente, yo iba de máquina, pensaba que iba a cambiar el mundo yo solo”. Cuando le pregunto si tiene una espina clavada, se crea un silencio. Al poco, reconoce que sí.
Lo que más me intimida de su travesía es la cantidad de tiempo que tuvo que pasar consigo mismo. Pasaba más de cuatro días seguidos sin hablar con nadie. Me intimida su fuerza mental, su capacidad para impedir que esa soledad convirtiera sus piernas en palillos: “Tuve varios bajones. A veces me preguntaba: ‘¿Qué coño hago aquí?’ Sobre todo cuando llegué a Grecia y pensaba en la vuelta. Me di cuenta de que estaba muy lejos de casa. Intenté relativizarlo, siempre supe que era normal que el ánimo decayera a veces”. Volvió por el interior: Bulgaria, Rumanía, Serbia, Hungría, Eslovaquia, Austria, Alemania y Suiza. Allí cogió un avión. El verano terminaba y Javi quería pasar un par de semanas con su familia.
Cuando lo recogieron en Alicante, Manuela, su madre, le contó que en el pueblo le querían preparar una bienvenida. Javi se ruboriza. Ríe. “¡Pero es que no lo entiendo!”, remata. Al final, volvió en silencio. Le pregunto qué ha aprendido. Asiente en silencio. “He aprendido a estar conmigo mismo. Parece una tontería, pero cuando pasas tanto tiempo solo te das cuenta de todo lo que tienes que cambiar para soportarte a ti mismo. Es pura supervivencia”, reflexiona.
Ahora se siente atrapado en Mula. Se le ha quedado pequeña. “Necesito cosas nuevas continuamente, la rutina del pueblo me mata. Pienso que, pudiendo estar dando vueltas al mundo (y gastando menos, porque viajando gastaba poco más de 3€ al día), ¿qué hago aquí metido? Tengo muchas ganas de volver a irme. Llevo dos meses aquí y me voy a quedar otros dos, y seguramente sea demasiado”. Javi se levanta a las 8:30 y coge la bici durante una hora o dos. Al volver a casa, desayuna y trabaja en sus proyectos —nuevos destinos, un ebook sobre viajar barato y La Vida Simple, su canal de YouTube—. Por la tarde ayuda a su madre, que acaba de montar una panadería. No se acuesta más tarde de las 12, apenas queda con sus amigos de siempre: “Al final, cada uno coge su camino. Yo he cambiado mis hábitos mucho y aplico el minimalismo también a las relaciones personales. Igual suena frío, pero no me relaciono con quien no me aporta nada. Si yo ya no bebo y ellos quedan para beber…, pues es normal que no salga con ellos”.
Dice que su objetivo es ganar 200 euros al mes y no parar de viajar. “Aquí no hago nada”, susurra, mirando hacia abajo. Su próximo destino es Chiang Mai, donde hay una comunidad muy grande de veganos y el cicloturismo está muy desarrollado. “Creo que es lo natural —explica—. Al final buscas a gente afín, y aquí no encuentro a nadie que se cuestione mínimamente cómo vivimos”. Le tiro de la lengua. Dice que seguramente no pueda cambiar el mundo, pero que tiene clarísimo que el cambio, como dijo Lennon, comienza en ti mismo: “La clave es que tu moral esté alineada con tus acciones. Casi todo el mundo está en contra del maltrato animal, pero casi todo el mundo come carne”. Levanta las cejas. Dice que sólo a partir de eso se podrá construir algo. Tiro de amistad y él se ríe. Se vuelve a quitar hierro. “No, en serio. Creo que dedicar nuestra vida a lo que nos gusta es un acto revolucionario, porque no estamos educados para eso, y nos pasamos la vida siguiendo inercias estúpidas”.
Por no aplaudirle, cambio de tema. Le pregunto por el fútbol. He visto a pocas personas vivir tan profundamente las victorias y derrotas del Madrid. “Nada, ha dejado de interesarme, es un negocio. A veces recupero algún viejo hábito y veo al Madrid, que creo que jugó el otro día…”. “Anoche”, le interrumpo. “Pues fíjate si estoy puesto —ríe—, es que es un negocio, no me interesa. Te pasas tres meses por ahí, desconectado, y vuelves y te das cuenta de que no te aporta nada”. Le tengo que repetir tres veces que el Manchester United pagó 120 millones por Pogba este verano. Cree que le tomo el pelo. A mí también me pasa eso, pero suena el himno de la Champions y se me pone la piel de gallina. Es una cuestión sentimental. Javi ha llegado a un punto en que es capaz de superar esa barrera. Él no lo ve tan trascendental: “Si es que es más fácil: te sales de la rueda, te das cuenta de que no te aporta nada, coges otros hábitos y ya no te subes a la rueda”.
Apago la grabadora. Hablamos de viejos compañeros. De recuerdos. Reímos otro rato. Me acompaña hasta la estación de autobuses de Mula. “Nos vemos, Pavo”, le digo. “Seguro”, me contesta. Y entonces hago como que entro en el edificio. Me giro y le observo. Camina como si fuese a dar la vuelta al mundo esta misma noche. Quién sabe si no lo hará.
Fotografías de Javi López:
1. Fruta y mermelada casera del huerto ecológico de una pareja de gente mayor, en Serbia.
2. Viajar en autostop vs viajar en bicicleta (reflexiones de un minimalista).
3. Entre Krems an der Donau y Altenwörth, en Austria.
4. Día 53, casi 4.000 km recorridos, delante del mar Egeo.
Y la quinta, aquí debajo, el plan inicial del viaje: