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Keiko Fujimori, o qué es el fujimorismo

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El 7 de abril de 2009 Alberto Fujimori fue condenado a 25 años de prisión. Según la sala penal que lo juzgó, al expresidente del Perú se le encontró responsabilidad «más allá de toda duda razonable» en la masacre de quince personas (entre ellas un niño de ocho años) durante una fiesta popular celebrada en una quinta de los Barrios Altos de Lima, en el asesinato de nueve estudiantes y un profesor de la Universidad Enrique Guzmán y Valle ‘La Cantuta’, y en los secuestros del periodista Gustavo Gorriti y del empresario Samuel Dyer ocurridos la noche del «autogolpe» de Estado del 5 de abril de 1992, cuando Fujimori cerró el Congreso, interrumpió las actividades del Poder Judicial y dejó en suspenso la Constitución.

Las matanzas fueron perpetradas por el Grupo Colina, un comando paramilitar diseñado como parte de la estrategia para enfrentar a Sendero Luminoso y al Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), organizaciones terroristas que durante más de una década esparcieron la muerte y la destrucción por todo el país. El Grupo Colina dependía del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) operado por Vladimiro Montesinos, el hombre que enarbolando el sencillo título de «asesor» se repartía el poder y las funciones de gobierno con el presidente Fujimori.

Montesinos apostaba por la discreción y el misterio, pero su imagen se volvió bastante conocida a partir del 14 de setiembre de 2000, poco después de la tercera elección consecutiva de Fujimori. Ese día, un partido de oposición difundió un video donde se lo veía en su oficina del SIN entregando 15 mil dólares al congresista Alberto Kouri, a quien quería reclutar para las filas del oficialismo. Montesinos tenía la costumbre de registrar sus entrevistas con cámaras escondidas, y aunque se dice que una parte sustancial de su videoteca desapareció cuando Fujimori allanó la vivienda de su exesposa, las grabaciones que se publicaron dieron una idea bastante nítida de los mecanismos que por más de diez años fueron empleados para pervertir al país. En las imágenes, el asesor aparecía reunido con políticos, militares, magistrados, industriales y dueños de los medios de comunicación para absolver juicios, agilizar negocios o conspirar contra sus rivales repartiendo montañas de dinero en sobornos.

El primer «vladivideo» —así bautizó la inventiva popular a aquellas filmaciones históricas— precipitó el derrumbe del régimen. Dos días después de su difusión, Fujimori se vio forzado a anunciar la desactivación del SIN y la convocatoria a nuevas elecciones. Montesinos pareció acorralado y fugó por mar a Panamá. Pero volvió por sorpresa en octubre, quizá con la esperanza de reconstruir su poder y vengarse de su antiguo socio.

La reacción de Fujimori sorprendió por su extravagancia. Emprendió una persecución que parecía salida de un spaghetti western, y al frente de una caravana de todoterrenos recorrió las montañas de Lima y los cuarteles militares donde Montesinos mantenía su predicamento. Pronto se especuló que aquella maniobra era una pura distracción para tener tiempo de buscarle un país de acogida al exasesor caído en desgracia, quien había de aparecer unos meses después en la Venezuela de Hugo Chávez. Luego se supo que, nada más comenzado el escándalo de los vladivideos, Fujimori había pagado a Montesinos una recompensa de 15 millones de dólares por los servicios prestados. Extraditado y condenado por varios delitos —contra los derechos humanos, por enriquecimiento ilícito o tráfico de armas a las FARC—, el antiguo hombre fuerte del SIN permanece recluido en el penal especial de la Base Naval del puerto del Callao.

El destino de Fujimori fue igual de accidentado. Advirtiendo que su supervivencia política peligraba, que pronto iba a ser sometido a juicios e investigaciones, que las evidencias en su contra era demoledoras, decidió aprovechar un viaje a la cumbre del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico en el sultanato de Brunéi para viajar al Japón, donde renunció a la presidencia por fax. Amparado por su doble nacionalidad se instaló en Tokio, a salvo de una extradición al Perú. Además de alentar el resurgimiento de su partido, se dedicó a afirmar que las denuncias en su contra formaban parte de una venganza política y se postuló para el Senado japonés por el partido conservador-nacionalista Kokumin Shintō.

Con Fujimori huido, el Perú vivió años de renovación democrática y de lucha contra la corrupción que había hecho metástasis en la estructura del Estado. Una estadística publicada en 2004 por Transparencia Internacional afirmó que Fujimori era el séptimo gobernante más corrupto de los últimos veinte años, con cerca de 600 millones de dólares robados —hay quienes sostienen que ésta es una cifra conservadora y calculan un desfalco diez veces mayor—. Quienes se habían reunido con Montesinos en su oficina del SIN eran una parte importante de la élite del poder económico y político del país, y no se rindieron sin plantar batalla. Pero las pruebas eran tan contundentes, y el sistema anticorrupción funcionó con tanta solidez e independencia, que uno tras otro terminaron en la cárcel. Aún hoy quedan cerca de 90 fujimoristas que se encuentran prófugos, incluidos ministros, financistas, ex ministros, así como tres hermanos, un cuñado y una sobrina de Fujimori. Algunos parecen haber vuelto a las andadas, como el antiguo canciller Augusto Blacker Miller, procesado en Albania por delito de fraude.

Alberto Fujimori sorprendió a todos cuando abandonó su refugio en Tokio y decidió viajar a Santiago de Chile, en 2005. Tenía planeado hacer política a poca distancia del Perú, quizá viajar a la frontera, para ejercer presión, despertar a sus seguidores, conseguir su vuelta al país y su resurgimiento político. Fue un mal cálculo y el inicio de la peor de sus pesadillas. Había llegado en plena campaña electoral chilena, y la misma noche que aterrizó fue uno de los temas del debate televisado entre los candidatos a la presidencia. Detenido al día siguiente, nunca recuperó su libertad. Dos años más tarde, la Corte Suprema de Chile aprobó el pedido de extradición al Perú.

Condenado por corrupción, crímenes de lesa humanidad e infracciones contra el orden democrático, Fujimori pasa sus días en una celda de diez mil metros cuadrados en el Fundo Barbadillo, propiedad de la Dirección de Operaciones Especiales de la Policía. Ahí invierte su tiempo practicando la jardinería y la pintura, escribiendo cartas que esporádicamente aparecen en los medios de comunicación, publicando mensajes en su cuenta de Twitter y recibiendo frecuentes visitas de familiares, partidarios, autoridades regionales, militares y empresarios —650 entre agosto y octubre de 2015, por ejemplo—. Con ellos diseña acuerdos y traza planes, con la idea de mantener su influjo y su vigencia política.

Con estos antecedentes, ¿cómo puede ser que el fujimorismo se ubique primero en las encuestas para las elecciones presidenciales peruanas de este año? ¿Qué circunstancias le permitieron llegar a la segunda vuelta en 2011, perderla por los pelos, y mantener un sólido 30% de intención de voto? ¿Cómo se reconstruyó este partido, que llegó a representar de la manera más grosera la corrupción, el menosprecio por los Derechos Humanos y el desdén por las formas de la democracia, con su líder máximo condenado por toda clase de delitos?

Las respuestas a estas preguntas tienen un nombre: Keiko Sofía Fujimori Higuchi. Hija mayor del matrimonio de Alberto Fujimori con Susana Higuchi, Keiko Fujimori es la principal heredera política de su padre. Con 40 años recién cumplidos, su imagen es de una persona de sonrisa fácil, maneras amables y verbo ordenado. Comenzó en política muy joven, forzada por sus circunstancias familiares. A los 19 años asumió el cargo de Primera Dama del Perú, que quedó vacante luego de la tormentosa separación de sus padres.

Alternándolos con su función pública, realizó estudios en la Universidad del Estado de Nueva York de Stony Brook y en la Boston University, que concluyó en 1997. En 2000 volvió a los EEUU para estudiar una maestría en negocios en la Universidad de Columbia, donde conoció a su esposo, el ítalo-norteamericano Mark Vito Villanella, con quien tiene dos hijas: Kyara Sofía y Kaori Marcela. La financiación de estos estudios estuvo largo tiempo bajo sospecha. Keiko Fujimori contó que su padre le entregaba sobres de dinero en efectivo en Palacio de Gobierno, producto de operaciones inmobiliarias familiares, que le servían para pagar su pensión y su estadía en EEUU. Pero su versión quedó en entredicho por Montesinos, quien declaró que los estudios de los cuatro hijos de Fujimori habían sido pagados con fondos del Estado. Luego de investigarla, el Poder Judicial y el Parlamento terminaron por desestimar la denuncia.

La caída en desgracia de su padre forzó a Keiko Fujimori a asumir el liderazgo de su partido. En agosto de 2006 se postuló al Congreso, y fue elegida con la mayor votación nacional: casi 603 mil electores. Desde entonces no ha parado de sumar poder dentro del fujimorismo. Políticamente también ha progresado mucho, ganando soltura, seguridad y astucia. Sus críticos dicen que es un típico producto de la mercadotecnia, que no es natural, que todo es una impostura, que las formas y el fondo son aprendidas. Sus defensores creen que no tiene el ascendiente y la mística del fundador, aunque comunica bien, cae mejor y sabe estructurar sus propuestas. Pero, sobre todo, lleva el apellido de su padre y encarna un ideal: «El fujimorismo bueno».

La herencia de Alberto Fujimori polariza al Perú. Junto con sus trapacerías y excesos, en sus once años de gobierno hizo gala de un estilo pragmático, que se tradujo en varios logros tangibles. El gobierno aprista de Alan García dejaba un país al borde del abismo, constreñido por la violencia terrorista, los sombríos poderes del narcotráfico y el colapso de las finanzas públicas. Antes de hacerse cargo de esos problemas, Fujimori debió acometer una empresa que parecía imposible: ganarle las elecciones de 1990 al hoy Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, quien, enarbolando las banderas del liberalismo político y la economía de libre mercado, y contando con el apoyo de la clase empresarial, corría como amplio favorito. Con una campaña espartana y una ideología simplona (resumida en el lema «Honradez, tecnología y trabajo»), Fujimori salió del anonimato apenas dos semanas antes del día de las elecciones. Su repentina aparición había de consagrar la figura del «outsider»: el político venido de la nada, sin partido ni programa de gobierno, capaz de enfrentarse a los poderosos partidos del establishment.

Frente al «shock» de sinceramiento económico que anunciaba Vargas Llosa, Fujimori prometió unas reformas graduales, menos traumáticas para el bolsillo de los ciudadanos. Pero no había cumplido diez días como presidente cuando su ministro de Economía y Finanzas anunció la aplicación de esas mismas medidas que el fujimorismo había denostado. A la mayoría de peruanos no pareció importarle esa primera mentira del recién estrenado mandatario, que a partir de entonces copió buena parte del capítulo económico del programa de Vargas Llosa.

Desde entonces Fujimori vivió para los fines, sin preocuparse por los medios. Estabilizó la economía permitiendo el reingreso del Perú al sistema financiero internacional, fomentando las inversiones extranjeras y privatizando varios servicios estatales. Combatió a Sendero Luminoso y al MRTA con una estrategia que combinó el trabajo de inteligencia, la aparición de escuadrones paramilitares y el involucramiento de organizaciones civiles de autodefensa (conocidas como «Ronderos»). Para afianzar su popularidad emprendió una campaña de demonización de los «políticos tradicionales», aquellos que como Alan García provenían de partidos como el Apra, el Partido Popular Cristiano (PPC), Acción Popular (AP) o la Izquierda Unida (IU), a cuyas costumbres cortesanas, estrechez de miras y errores del pasado responsabilizó por la postración nacional.

Pero su gobierno no se entiende sin su medida más dramática, el «autogolpe» del 5 de abril de 1992. Ese día, mientras los tanques del ejército salían a patrullar las calles, algunos políticos opositores eran cazados y las garantías constitucionales quedaban en suspenso, Fujimori anunció una serie de disposiciones de excepción, como los mencionados cierre del Congreso y la «reorganización» del Poder Judicial. La medida contó con un amplio respaldo ciudadano, que creció aun más el 12 de setiembre del mismo año, cuando la Dirección Nacional Contra el Terrorismo capturó a Abimael Guzmán, el líder de Sendero Luminoso. El camino le quedaba así allanado para promulgar una Constitución a su medida que infringió las veces que le hizo falta y construir una organización criminal —bautizada luego como la «mafia fujimorista»— que se apoderó del Estado peruano.

Keiko Fujimori se ha esmerado en capitalizar la nostalgia y el buen recuerdo que sienten por aquel tiempo cerca del 30% de los peruanos. Con esta base como punto de partida, estuvo a punto de hacerse con la presidencia en 2011, pero no le alcanzó. Al final pesaron más los votos de quienes rechazan los pasivos del fujimorismo y prefirieron elegir a Ollanta Humala por un estrecho 51,5% a 48,5%.

Con las lecciones de aquella experiencia bien aprendidas, Keiko Fujimori se ha esforzado por ahondar sus diferencias con su padre, para capitalizar lo bueno y minimizar lo malo que tuvo su gobierno. Ahora es más cauta, calcula mejor sus reacciones, no permite que las emociones la traicionen tan fácilmente. Parece poco probable que se le vea un gesto tan estridente como el grito que lanzó frente a una multitud eufórica, con los resultados favorables de la primera vuelta de 2011 recién conocidos: «¡Que se escuche hasta la [cárcel de la] Diroes! [Dirección de Operaciones Especiales de la Policía]».

Al menos de cara al público, la campaña de Keiko Fujimori para estas elecciones comenzó en el Centro de Estudios Latinoamericanos David Rockefeller de la Universidad de Harvard, adonde fue invitada para una entrevista con los estudiantes como público. Contradiciendo el discurso histórico del fujimorismo, la candidata de Fuerza Popular —enésima denominación del fujimorismo— reveló su apoyo a la Unión Civil, al aborto terapéutico y al trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), que documentó la violencia política vivida entre 1980 y 2000 en el Perú. Meses después tomó una decisión todavía más drástica. Luego de un largo período de evaluación con encuestas y focus groups, comunicó que tres rostros históricos del partido no iban a formar parte de su lista de candidatos al Congreso.

De este modo espulgó a Martha Chávez, una de las representantes más preclaras de la prepotencia y el desprecio por la democracia que habitan en el fujimorismo. En sus casi 25 años de vida política, Chávez acumuló tantos exabruptos y despropósitos que resultan imposibles de resumir. Cuando comenzaron las denuncias por crímenes de lesa humanidad contra el régimen, en concreto el secuestro y la muerte de los nueve estudiantes y el profesor de la Universidad ‘La Cantuta’, dijo: «No sería raro que [los desaparecidos] estén engrosando ahora las filas de Sendero Luminoso». Sobre la reducción de penas de los comandos paramilitares del Grupo Colina, dijo: «Es un acto de justicia». Cuando Alberto Fujimori intentó separar al Perú de la Corte Internacional de Derechos Humanos (CIDH), dijo: «No se va a caer el mundo si el Perú se retira». Sobre la Comisión de la Verdad y Reconciliación, dijo: «Se debe hacer una comisión de la verdad para la CVR», «la CVR fue hecha a la medida de los intereses de Sendero Luminoso» y su informe «debe tirarse a la basura». También dijo: «Si la democracia es universidades y cárceles tomadas por el terrorismo (…), prefiero la dictadura y la represión que significan orden».

Tampoco es candidata al parlamento Luisa María Cuculiza, una mujer bronca, de modales cuartelarios y pocas sutilezas, exministra de la Mujer, que en uno de los vladivideos apareció lanzando incendios contra el congresista Carlos Ferrero —por entonces, el único díscolo dentro de la sólida mayoría fujimorista— y terminó sugiriéndole a Montesinos su destino: «A ese hijo de perra yo lo desaparecería ahorita. ¡Que le pase algo a ese hombre!».

El último integrante del trío de apartados es el exministro de Salud Alejandro Aguinaga, uno de los responsables del programa de esterilizaciones forzadas, que entre 1995 y 2000 practicó cientos de ligaduras de trompas entre mujeres de los caseríos más pobres del país, contra su voluntad o sin que supieran qué les estaban haciendo. La purga en el fujimorismo es muy puntual, y en su lista al Congreso sobreviven otras figuras emblemáticas que incluso enfrentan investigaciones por enriquecimiento ilícito. También parece ser un acto de cosmética, porque cuando se lo consultaron, Keiko Fujimori no descartó que Cuculiza y Aguinaga pudieran formar parte de su eventual gobierno, quizá como ministros de Estado. Si quedaban dudas, la lenguaraz Martha Chávez las disipó: «No hay que perder de vista el objetivo estratégico: lograr que Keiko Fujimori sea presidenta».

Entre los analistas peruanos existe consenso sobre la táctica electoral de Keiko Fujimori. Confiando en que sus votantes originales serán fieles y no la abandonarán en primera vuelta por más que cambie, la candidata de Fuerza Popular ha decidido llevar su discurso hacia el centro político. Así pretende reducir los recelos y las resistencias que genera en los sectores que definirán el resultado de la segunda vuelta, como en 2011.

Puestas así, las cosas parecen bastante sencillas. Pero la historia del fujimorismo es tan compleja y tiene tantos altibajos que hasta el milimétrico guión de Keiko Fujimori no está a salvo de contradicciones. Sus tropiezos ya no son tan garrafales como antes —en 2008 ofreció una entrevista televisada en la que explícitamente defendió la inocencia de su padre y de Montesinos: «A mí no me consta que el señor Montesinos cometió delitos»—, aunque deba mantenerse en la cuerda floja en asuntos tan dolorosos como la libertad de su padre.

Parte del debate público peruano de los últimos tiempos se ha centrado en la eventual salida de Alberto Fujimori de la cárcel. A sus 78 años sufre un cáncer a la lengua, que aunque está bajo control lo obliga a operarse con cierta frecuencia. Desde que fue declarado culpable y fue enviado a prisión, los fujimoristas han maniobrado a todo nivel para obtener su excarcelación. Su defensa ha estado en los juzgados, pero también en la política, repitiendo hasta el cansancio que el encierro de su líder es una injusticia sin nombre, que el Perú demuestra una proverbial ingratitud con la persona que acabó con el terrorismo y estabilizó la economía, que «el mejor presidente de la historia» no puede pasar el resto de sus días tras las rejas.

Además de mostrarlo como víctima de una persecución, sus partidarios han intentado capitalizar la situación judicial de su líder. Por largo tiempo el Perú ha vivido un tenso debate sobre la pertinencia de un indulto humanitario para Alberto Fujimori. Él mismo intentó abonar el terreno para su liberación. Primero autorizó la difusión de una fotografía en la que aparece con un rictus de dolor bastante logrado, y luego pintó uno de sus autorretratos de trazos infantiles que remató con la frase: «Perdón por lo que no llegué a hacer y por lo que no pude evitar». La maniobra fue tan grosera que, tras soportar unos días de burlas en los diarios y las redes sociales, Keiko Fujimori salió a decir que la foto había sido robada y que el autorretrato no debería sorprender a nadie, porque no era la primera vez que su padre pedía perdón.

A pesar de este retroceso, la campaña para indultar a Alberto Fujimori nunca se detuvo. La ocasión para lanzar una ofensiva definitiva le llegó al fujimorismo gracias a un desliz político del presidente Humala. Una de las tantas veces que se le consultó por el tema, contestó: «No hay nada escrito, no hemos recibido nada, por lo tanto [el indulto] no está en la agenda del Gobierno en estos momentos». Ni corta ni perezosa, Keiko Fujimori aprovechó la bisagra y la presentó como una invitación tácita del gobierno: «Por pedido de sus cuatro hijos, y a pedido de muchísimas personas, incluso que van más allá del fujimorismo, se ha tomado la decisión de que en los próximos días se presentará el pedido de indulto por razones humanitarias para mi padre».

Acompañada por sus tres hermanos, la candidata de Fuerza Popular remitió un aparatoso expediente al Ministerio de Justicia donde se explicaban las razones médicas y jurídicas por las que Alberto Fujimori debía ser indultado. Comenzaron unas semanas marcadas por la especulación, en las que toda la maquinaria publicitaria fujimorista —incluido el ultraconservador cardenal Juan Luis Cipriani— se echó a rodar para ejercer presión sobre la opinión pública. No dio resultado, porque al final Humala le denegó la gracia a Fujimori, dado que «no tiene una enfermedad terminal, no tiene un trastorno mental incurable, no tiene una enfermedad incurable ni degenerativa y las instalaciones (penitenciarias) tampoco coadyuvan en su perjuicio».

La respuesta despertó las iras del fujimorismo. Sus alfiles la calificaron de «burla» y «venganza política». Keiko Fujimori acusó a Humala de «orquestar un plan malévolo» para debilitar a su partido. «No podemos creer que el presidente tenga un trato tan inhumano en el fondo como en la forma». César Nakasaki, por entonces abogado defensor de Fujimori, dijo que sería «mejor que Humala vaya y [lo] apuñale en la cárcel». Que la idea era victimizar al expresidente, mostrarlo como un perseguido político —blanco de progresistas, organismos de Derechos Humanos y el gobierno de turno—, con la idea de exprimirle un provecho político a su situación, quedó claro un par de años más tarde. Entonces la estrategia del fujimorismo dejó sus costuras al aire.

A mediados de 2015, el abogado William Castillo —reemplazo de Nakasaki en el banquillo de la defensa— interpuso un recurso de Hábeas Corpus en favor de Alberto Fujimori por irregularidades en el juicio que resultó en su condena a 25 años. Estaba previsto que lo perdiera y así fue, pero lo extraño vino luego. Durante una entrevista por radio para explicar los alcances de la decisión judicial, una periodista le planteó a Castillo la posibilidad de que el Congreso debatiera la figura del arresto domiciliario para presos mayores de 75 u 80 años sin peligrosidad social. Con los votos combinados del fujimorismo y de otras agrupaciones que se habían manifestado a favor de la excarcelación del expresidente, la medida se habría podido aprobar sin problemas.

Todo parecía muy lógico y elemental. Pero entonces Keiko Fujimori y su hermano Kenyi asumieron la posición menos pensada. Alegando argumentos bastante estrambóticos, como que la iniciativa debía provenir de «otros partidos», ordenaron que no se siguiera por ese camino, hurtándole a su padre la oportunidad más clara de salir de prisión. Aunque fue acatada por la disciplinada bancada fujimorista, la decisión causó bastante malestar. Alberto Fujimori era ahora una moneda de cambio. ¿Cuándo había dejado de importar su libertad?

La confusión se agrava incluso más cuando Keiko Fujimori se sale del libreto, abandona la frialdad de la pura política, es traicionada por su subconsciente y se deja llevar por su cariño como hija. Algo así le ocurrió en una entrevista reciente, al afirmar algo que viene sosteniendo con insistencia: que durante su gobierno su padre cometió «errores», nunca «delitos». Para su hija, Alberto Fujimori está preso por los crímenes de Barrios Altos y ‘La Cantuta’, «en la que no tuvo un tribunal imparcial». A partir de entonces, considerando que las nuevas condenas no pueden incrementar su estadía en prisión, prefirió allanarse en procesos de corrupción como la entrega de los 15 millones de dólares a Montesinos. Por estas razones, ignorando adrede que el allanamiento supone un reconocimiento de culpa, Keiko Fujimori defiende la inocencia de su padre, aunque últimamente haya jurado que no lo indultará y hasta esté pensando garantizarlo por escrito.

Por su historia personal, por sus antecedentes políticos, por la supervivencia de su partido, por postular a la presidencia, Keiko Fujimori ha tenido que aprender a maniobrar sobre la cuerda floja, para incorporar a nuevos seguidores sin traicionar a los antiguos. La ha ayudado el proceso de transformación vivido por la sociedad peruana desde que el régimen de su padre y de Montesinos se desmoronó en el 2000. A partir de la crisis inicial, el credo fujimorista ha permeado en la sociedad peruana.

El Perú lleva la mayor racha de crecimiento económico de su historia, que no ha encontrado un correlato institucional. Aunque se han sucedido tres gobiernos elegidos libremente en las urnas (Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala), y no parece que esta continuidad vaya a interrumpirse, muchos peruanos —incluidos no pocos empresarios— admiten que no dudarían en interrumpir la democracia a cambio de un mayor progreso y un orden público más palpable. En las últimas elecciones municipales, el índice de ciudadanos que declaraba que votaría por una candidato si «robaba pero hacía obra» llegó al 41%. Si se habla de frenar la delincuencia, las medidas más populares son la implantación de la pena de muerte y la militarización de las ciudades. Muchos periodistas que vendieron su independencia al fujimorismo han recuperado su espacio en radios, televisoras y diarios. Algunos nuevos han impuesto un estilo matonesco, chabacano y macartista, cuyo tono recuerda a las violencias de la prensa articulada desde el SIN por Montesinos.

¿Qué es el fujimorismo? ¿En qué se ha convertido el partido político que gobernó en los 90 y que cayó entre acusaciones de autoritarismo, corrupción y homicidio? ¿Hacia dónde lo está conduciendo Keiko Fujimori? Con tantas idas y venidas, Fuerza Popular ha conseguido sembrar la duda, la incertidumbre, la ambigüedad. Esta confusión ya es un gran triunfo para la hija de Alberto Fujimori y sus lugartenientes, que navegan tranquilos sobre un tercio de la intención de voto. Ojalá no haya que esperar a que sea elegida para conocer la terrible verdad.

 
De arriba abajo: Keiko Fujimori con su padre, Alberto, cuando éste era presidente del Perú y ella, Primera Dama. © lamula.pe / Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, juntos, en una entrevista concedida a un canal de TV por entonces «amigo» del régimen. Al lado, captura de un «vladivideo» con Montesinos entregando cientos de miles de dólares. / La familia Fujimori Higuchi en una foto de 1990, cuando el padre fue elegido presidente del Perú por primera vez. / Keiko Fujimori en sus primeras apariciones como Primera Dama, circa 1994-1995. © Caretas vía peru.com / Keiko Fujimori en foto reciente de campaña, vía @KeikoFujimori.