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Llueve: toma tinta y moja

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De repente los rincones de la habitación, siempre tan activos, se han paralizado. No de golpe, gota a gota. En su oscuro ánimo no está todavía el de ensombrecer más el mío. Si la lisa pared amorosamente lijada y pintada en un blanco merengue ¿bailable? es ahora, desde sus escondrijos, un sedicioso gotelé, de ésos en los que puedes colgar el paraguas, es una circunstancia no tan remota que me niego a comprobar: ¡allá ellos!

¿Qué ha sucedido? Es la lluvia de madrugada golpeando en las ventanas, compinche de los sueños evaporados y benefactora de los impávidos visillos, la que manda aquí, a raudales. Ahora que lo pienso, los visillos, tan inobjetables, deberían ser, o bien fulminados, o bien esculpidos, aunque a veces se presten a mediocres juegos de manos, a correrías mojigatas; arrancadlos o petrificadlos, porque, aunque ellos insistan en crear una leal inquietud doméstica, una distancia servil entre lo de adentro y lo de afuera —esa privacidad que se reclama con la boca seca y el corazón chorreando—, la lluvia siempre acaba por revelar nuestro verdadero carácter: es como un dragón. Sólo Dios puede (tal cual se demuestra en un dibujo que preside la barra de El Puntal en Villarube, viejo almacén de contrabandistas gallegos y ahora reconfortante bar, ¡sin televisor!, regentado por un dragón apaciguado; al fin y al cabo, Pepe Beceiro, antes de estas faenas festivas, era profesor de matemáticas) asomarse entre nubes plomizas, aquilatar esa “pancia di asino” (que dicen en Italia) y apaciguar los ánimos con su sagrado laconismo: “Parece que va a abrir”. Y algún día cae la breva, pero nadie en el lugar lo recuerda: ayer, antes de ayer…, mejor acudir a Borges. En su poema “La lluvia” hace este descubrimiento digno de un augur: “Bruscamente la tarde se ha aclarado/ Porque ya cae la lluvia minuciosa./ Cae o cayó. La lluvia es una cosa/ que sin duda sucede en el pasado”.

Qué razón lleva Borges, ni ese dios borrachuzo se la podría quitar.

El pasado de la lluvia, nuestro pasado, lo encontré yo un día bajo el óculo cenital (unos 9 metros de diámetro) del Pantheon dedicado al emperador Agripa en Roma. La lluvia resbala por ese ojo amigable y recorre, con las mil voces del pasado, el pavimento ligeramente convexo, levantado unos 30 centímetros justo en el centro para que el agua circule y no inunde el recinto, fluyendo hasta el canal que dibuja su perímetro. En algún nicho está enterrado el pintor de Urbino, Rafael Sanzio, que murió a los veintisiete años. A veces quedan pegados a su mármol pequeños pétalos de rosas rojas, como besos de mujer (esa querencia del color rojo por la palidez de los pintores muertos casi niños), de las que se derraman el día de Pentecostés desde la linterna de la cúpula, recordando la venida del Espíritu Santo, en forma de lenguas de fuego, sobre la cabeza de los apóstoles. Éste es un lugar en donde lluvia, luz y espacio se tratan de igual a igual; llegan a acuerdos secretos en las mismísimas barbas del mánager (no diré su nombre), un poco como el llorado El Trío Calaveras, de efímero compadreo.

La lluvia me gusta siempre. Cuando desborda el plato de leche del gato olvidado en el patio y se vuelve agua que no has de beber… déjala correr. Estaba precisamente el sábado pasado, ¡siempre el pasado, hay que ver!, trotando alegremente entre los objetos de Marcel Broodthaers (1924-1976), un hombre muy guapo, poeta, fotógrafo y artista ¿conceptual, visual? del que se hace una monumental exposición en el Museo Reina Sofía de Madrid en colaboración con el MoMA. ¡Un artista de referencia! Bla, bla, bla. Tantas “M” le hubieran dado para muchas bromas a este “despejado cielo”, como lo llamaban algunas de sus rendidas admiradoras hace años (lo cursi no quita lo valiente, aunque sea apócrifo), porque hay una gran cantidad de dibujos en los que solamente con su caligrafía pulcra y obsesiva y sus iniciales alineadas en plan soldaditos de plomo, “mb, mb, mb”, rinde la voluntad del más adusto experto. Me detuve ante un video de fabricación casera en blanco y negro. Sin música, sin montaje, a las bravas. Marcel estaba sentado delante de una mesita de tablones en su patio, o tal vez era un jardín, con un tintero, una pluma y un cuaderno de esos apaisados y finitos que le gustaba emborronar. Sí, emborronar. Y sucedió, porque los auténticos artistas “lo hacen”, no me preguntéis el qué. Del cómo ya hablaremos una tarde de agua---cero. ¡Todos somos modernos!

Broodthaers mojaba la plumilla en la tinta y escribía o hacía monigotes. La cosa no quedaba clara porque enseguida una nube se le puso encima y empezó a colaborar. Caían pequeñas gotas insignificantes a las que les sacó partido. Luego empezó a llover de verdad. Empapado y “al descubierto” (eso forma parte esencial del asunto), su pelo oscuro tomaba formas distintas. Enseguida el tintero, a pesar de que él se apresuraba un poco, ya era más agua que tinta. Siguió todavía un rato. Luego firmo sobre el papel, incluso escribió alguna consigna, o una clave para Apollinaire, pero la lluvia la borró con impaciencia jovial.

Y ya está. “Llueve la mar”, ¡qué expresión tan ridícula!, tan propia de un paraguas, el artefacto más despechado del mundo; parece una pasión tormentosa que nunca escampa en algún libreto de Arrigo Boito. Tendemos a ignorar que la lluvia no es un hecho particular y lo moja todo, especialmente lo intangible, lo “nuestro”, como los pasadizos del dolor, la risa con la que te comes una gamba, y el amor imposible. Menos al mar, al que las borrascas transforman en algo aun superior: un lomo de ballena prodigiosamente picoteada por las avispas, y aguantando el temporal. Sí, me gusta la inevitabilidad de la lluvia; su majestad. Eso lo expresa muy bien esta canción infantil: “El patio de mi casa es particular,/ cuando llueve se moja,/ como los demás”.

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Nota bene

1. Una vez, en Galicia, un paisano de Corrubedo le dijo al arquitecto Tanis Pérez Pita, cuando reflexionaba sobre el modo de evitar que el agua no entrase en uno de sus edificios, cerca del mar: “Si lo que hay que conseguir no es que no entre, sino ver la manera de que salga”.

2. La ventaja de envejecer es que todos empezamos a largar. De las particularidades sexuales cada vez se sabe más. Tengo un amigo de cierta edad que vive en París. Un día me contó que sólo llegaba al placer total de esta manera. Recogía a alguna muchacha joven, fijándose particularmente en sus pies; eso era esencial. También que el cielo estuviese cubierto, a punto de llover. La introducía en su coche y, cuando estallaba la tormenta, se detenía y la llevaba a pasear al Bois de Boulogne. Ella debía salir y danzar descalza de charco en charco. Él miraba agarrado al volante. Unos segundos nada más. Luego la rescataba, y en el mismo coche le secaba los pies mientras le decía: “Oh, mi pobre pequeña, seguro que habrás cogido frío”.

A la pregunta de si me sigo hablando con él, otra tarde me explayo.

Dibujo de Fátima de Burnay.

María Vela Zanetti y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.