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III

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Jocotepec, en la región ciénaga del estado de Jalisco, esta misma mañana.

De repente, el domingo, que decía Truffaut. ¿Somos o no somos mercancía en transito? Este lado para arriba, frágil, manéjese con cuidado.

La prepa de Jocotepec (escuela preparatoria). ¿Preparatoria para qué? El profesor me confiesa, a escondidas de sus entusiastas alumnos, que no está muy seguro del futuro que vende. Tal vez, me dice, a estos chavos no les quede otra que entrar en el narco para conseguir los pesos que les sacarán los coyotes por cruzarles a los Estados Unidos.

Y sin embargo se les ve tan fuertes, tan sonrientes, tan enteros.

México, a pesar de todo, avanza. ¿O es una vez más el espejismo que empaña las gafas del extranjero?

Por un segundo, entre estos críos contagiosamente vivos, con sus mil millones de fotos, me siento como Ricky Martin, o como imagino que se debe sentir Ricky Martin, que no es lo mismo. En cualquier caso, no tengo ya edad para esto. Puede que Ricky Martin tampoco.

Gracias, Jocotepec, por las frambuesas, el cariño y el ridículo. El ridículo, ni que decir tiene, lo hago sólo yo.

Se hace muy raro ser un escritor que habla, en lugar de un escritor que escribe. En fin, no le demos más vueltas.

Antes aquí se pescaban carpas; el lago Chapala es el más grande de México, desde una orilla no se ve la otra; ahora la población se nutre apenas del cultivo de frambuesas.

De vuelta a la Feria de Guadalajara, más charlas. ¿Sobre qué? Sobre el mero asunto de charlar, supongo. Cállate ya, charlatán. Así me maltrato frente a la insensata euforia que despierta este entorno mexicano. Y conste que no es el tequila; sólo bebo Tecate, un no sé qué muy alegre que no viene al caso y que aun así me siento incapaz de reprimir. ¿Debería?

Ningún buen acto queda sin castigo, dicen los irlandeses. Ninguna alegría escapa a su merecida expiación.

Sufrir es tomarse demasiado en serio. De vuelta al ridículo.

No hacía falta cruzar el océano para hacer el imbécil. Eso se puede hacer en casa la mar de bien, pero qué gusto da viajar.

En el teatro siempre hay una euforia inicial con cada cambio de escenario. Lo agradecen al tiempo actores y espectadores. También cuando cae el telón se siente uno aliviado.

En las películas ya no ponen “The End”. Se podría llegar a pensar que continúan todavía.

De niño, koniec era mi palabra favorita. Hace mucho tiempo viajé en un tren hasta Polonia. No di con la conversación adecuada para decir koniec, pero lo pensaba, y tanto que lo pensaba.

Hablando de trenes, recorriendo Baviera me comí un Stroganoff, frente al castillo de Ludwig II, Neuschwanstein, el cisne de piedra. La mesa tenía mantel rojo, la cubertería no era de plástico, había una lamparita en cada mesa del vagón restaurante, la ventana del tren se abría, no sólo se podía fumar, sino que quedaba fuera de lugar no hacerlo. Qué tiempos aquellos.

Imagino que recorrer el Danubio ya no es lo que era.

Me saca del Danubio una canción de Santiago Tuxtla. Un villancico la mar de salado.

Estoy en el Salón Madrid, en la plaza de Santo Domingo, México DF. 

Hay un jukebox.

Finalmente algo interesante: un anciano me habla de dos asesinos de Chihuahua, uno es narco y el otro policía. Son hermanos. Prometo indagar este tema. Una buena historia nunca hay que dejarla correr. El anciano da nombres y apellidos, tanto de los asesinos como de los muertos. Fechas exactas, tumbas concretas. Continuará…

De vuelta a España:

¿Qué clase de revolución necesita una pequeña sociedad de servicios en el siglo XXI? Seguramente no la de 1910, ni la de Octubre de 1917. Habrá que ir poniendo en hora los relojes.

La fe mueve montañas, lo que está por ver es que mover montañas sea un asunto interesante. Ojalá. Nada me gustaría más que equivocarme.

Un escéptico es un malvado muy tímido. Es decir, soy un malvado muy tímido. Odio ser así. También quisiera ser más alto, pero qué le vamos a hacer.

Los que hablan de sí mismos no tienen nada que contar. Es decir, no tengo nada que contar.

Esto del amor es la cosa más rara del mundo. Cada uno piensa que el otro construye y destruye, los árboles en cambio ni se miran.

Me informa José Lezama Lima de una pregunta de Stendhal que me parece de pronto de lo más apropiada:

Dios, ¿será mesa o palangana?

¿Por qué el extranjero se siente fuerte, casi invulnerable, mientras que la vecindad empequeñece? Es el efecto kryptonita. El vuelo de regreso siempre es más triste.

¿Acaso no es lícito soñarse desalojado? Frente al espejo uno siempre sueña con ver a otro.

De vuelta al amor. Tu tristeza es mi tristeza y tu alegría, mi alegría. Tonta ella y tonto él, que dicen en Teruel.

En la terminal uno. ¿Por qué esa insensata emoción cuando tu maleta sale de las primeras en la cinta mecánica? De pronto es como si tuviéramos prisa. O algo que hacer.

Tras la muerte de Mark Strand, recomendar encarecidamente Tormenta de uno o Sin prisa o este verso de su poema “El final”:

“No todo hombre conoce lo que le espera,

Ni qué cantará.”

Cuando uno observa a los demás, ¿no espera secretamente encontrar rasgos de sí mismo?

Ajustarse la corbata, ¿a qué conduce?

Enfadarse es presumir de que la mera presencia de uno tiene alguna importancia y eso, a todas luces, es demasiado presumir.

Deberíamos crecer por dentro en una larga sucesión de círculos concéntricos, como los árboles. Crecer hacia fuera en forma de anillos visibles, contables. Así el tiempo tendría sentido.

¿No se corregía un individuo el sombrero frente a un espejo invisible? Esto, mal citado, es de Proust. Con eso también bastaría.

Me gustaría poder decir te quiero pensando en algo concreto y no en un manojo de gestos o visiones más o menos agradables; en cualquier caso, ése es mi problema, cabría decir que mi enfermedad, no la tuya.

Mientras tanto los árboles crecen y ni se miran.