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El método Marx
En un tiempo en el que la psicología del éxito personal parece presentarse como el último grial del neoliberalismo frente al sombrío festival de violencias políticas, económicas y ecológicas en el que estamos implicados, la biografía del bisabuelo Karl Marx, escrita por el polémico periodista británico Francis Wheen, puede leerse como un antídoto contra planes de coaching para el éxito individual y programas de desarrollo personal. Siguiendo los alegres infortunios de Marx es posible destilar una suerte de anti-psicología del yo para usuarios de un mundo en descomposición.
Podríamos concluir siguiendo la tumultuosa y difícil vida de Marx que, contrariamente a lo que la psicología del yo y de la superación personal nos augura, la felicidad no depende del éxito en la carrera profesional, ni de la acumulación de propiedades o riquezas económicas. La felicidad entendida como éxito personal no es sino la extensión de la lógica del capital a la producción de la subjetividad. La felicidad no se consigue a través del “management” emocional, ni reside en el equilibrio psicológico entendido como gestión de recursos personales y control de afectos. Más difícil aún de creer, y por tanto probablemente cierto, la felicidad no depende de la salud, ni de la belleza. Ni coincide tampoco con la bondad.
Marx vivió la mayor parte de su vida entre la persecución política, la enfermedad, el hambre y la miseria. La carrera como escritor de Marx comienza con la censura y acaba con un fracaso editorial. Su primer ensayo periodístico, escrito con 26 años, fue una critica de las leyes de censura promulgadas por el rey Federico Guillermo IV. Como el propio autor hubiera podido intuir (pero sé por experiencia que al crítico se le olvida a menudo que él también está bajo las leyes que critica), el artículo fue inmediatamente censurado y el periódico Deutsche Jahrbücher cerrado por el parlamento federal alemán. Lo mismo sucederá con su primer artículo para la Rheinische Zeitung, considerado como una “irreverente y irrespetuosa crítica de las instituciones gubernamentales.” La censura será la gran editora de las obras de Marx, persiguiéndole de lengua en lengua y de país en país.
La mayor y más extensa de sus obras fue recibida con indiferencia por la crítica y el lectorado. La publicación del primer volumen de El Capital, al que dedicó más de cinco años de estudio solitario en la sala de lectura del Museo Británico de Londres, pasó casi completamente desapercibida y vendió, durante la vida del autor, unos pocos centenares de ejemplares. Demasiado lento en la escritura y enfermo, Marx no llegará a ver la publicación de los otros dos volúmenes.
Si Marx no encontró fortuna en la escritura, tampoco podemos decir que sus condiciones de vida fueron confortables. A partir de 1845 y durante más de 20 años, vivió como refugiado político en tres países diferentes, Francia, Bélgica y sobre todo Reino Unido, con su mujer Jenny y sus hijos. Durante su periplo como exiliado, Marx, que decía de sí mismo no tener condiciones físicas o psíquicas adecuadas para otro trabajo que el intelectual, se vio obligado a empeñar la totalidad de sus escasas pertenencias, incluidos los muebles o los abrigos. Dos de sus hijos morirían por enfermedades relacionadas con el hambre, la humedad y el frío. Él mismo sufría frecuentes cólicos de hígado, reumatismo, dolores de muelas y migrañas. Escribió buena parte de sus libros de pie porque el dolor que le producían las crisis de furúnculos infectados en sus nalgas no le permitían sentarse. Marx fue un hombre feo y no podríamos calificarlo de totalmente bueno. Compartía la mayoría de los prejuicios raciales y sexuales de su época, y aunque era de origen judío no dudaba en prodigar insultos antisemitas a sus contrincantes.
Wheen dibuja un Marx autoritario y fanfarrón, incapaz de aceptar ningún tipo de crítica, constantemente implicado en disputas con amigos, enemigos y adversarios a los que no duda en enviar cartas llenas de insultos y a los que dedica satíricos artículos en la prensa. En 1852, por ejemplo, consagra todo un año a redactar el voluminoso tratado Los grandes hombres en el exilio, una sátira destinada a los “más notables borricos” de la diáspora socialista. El libro no fue sólo un fracaso, sino que le condujo a juicios, cuando no a bufos desafíos de duelo con innumerables rivales.
Marx no tuvo ni éxito económico, ni popularidad y si hubiera vivido en la época de Facebook hubiera tenido más detractores que amigos. Si embargo puede decirse, contra toda expectativa, que Marx fue un hombre intensamente feliz.
Los entrenadores del éxito personal podrían replicar que la clave de su felicidad se encontraba en su inmoderado optimismo. Cierto. Pero esta pasión nada tiene que ver con la estúpida invitación al “feel good” neoliberal. El de Marx era un optimismo dialéctico, revolucionario, casi apocalíptico. Un pesimismo optimista. Marx no aspira a que todo vaya mejor, sino a que las cosas empeoren para que puedan ser percibidas por la conciencia colectiva y sean sometidas a cambios. Es así como sueña, en sus incesantes conversaciones con Engels, con la subida de los precios y el colapso económico total, que, según sus equivocadas predicciones, llevarían inmediatamente a una revolución obrera.
Cuando con tan sólo 27 años le es retirado el pasaporte prusiano por acusaciones de deslealtad política, Marx acoge su estatuto de apátrida con una declaración que se opone a toda forma de victimismo: “el gobierno”, dice “me ha devuelto la libertad.” No pide ser reconocido como ciudadano, sino usar exponencialmente la libertad que el exilio le ofrece. En las reuniones de refugiados de todos los países madurará la idea de la Internacional como una fuerza transversal proletaria capaz de desafiar la organización Estado-Nación y los imperios.
La felicidad de Marx reside en su incorruptible sentido del humor (“Creo que nadie ha escrito tanto sobre el dinero”, decía, “cuando anda tan escaso de él”), en su pasión por leer cada tarde Shakespeare a sus hijos (cómo no ser feliz si cada uno de nosotros sintiera la historia de la literatura como una plaza pública), en las conversaciones (no siempre cordiales, pero siempre apasionadas) con Engels y en su infatigable deseo de entender la complejidad del mundo que le rodea.
Esto es lo que la vida adversa y luminosa de Marx nos enseña. La felicidad es una forma de emancipación política: la potencia de rechazar las convenciones morales de una época y con ellas el éxito, la propiedad, la belleza, la fama, el decoro… como únicos principios organizadores de la existencia. La felicidad reside en la capacidad de sentir la totalidad de las cosas como parte de nosotros mismos, propiedad de todos y de nadie. La felicidad reside en la convicción de que estar vivo significa ser testigo de una época, y por tanto en sentirse responsable, vital y apasionadamente responsable, del destino colectivo del planeta.
El método Marx
En un tiempo en el que la psicología del éxito personal parece presentarse como el último grial del neoliberalismo frente al sombrío festival de violencias políticas, económicas y ecológicas en el que estamos implicados, la biografía del bisabuelo Karl Marx, escrita por el polémico periodista británico Francis Wheen, puede leerse como un antídoto contra planes de coaching para el éxito individual y programas de desarrollo personal. Siguiendo los alegres infortunios de Marx es posible destilar una suerte de anti-psicología del yo para usuarios de un mundo en descomposición.
Podríamos concluir siguiendo la tumultuosa y difícil vida de Marx que, contrariamente a lo que la psicología del yo y de la superación personal nos augura, la felicidad no depende del éxito en la carrera profesional, ni de la acumulación de propiedades o riquezas económicas. La felicidad entendida como éxito personal no es sino la extensión de la lógica del capital a la producción de la subjetividad. La felicidad no se consigue a través del “management” emocional, ni reside en el equilibrio psicológico entendido como gestión de recursos personales y control de afectos. Más difícil aún de creer, y por tanto probablemente cierto, la felicidad no depende de la salud, ni de la belleza. Ni coincide tampoco con la bondad.
Marx vivió la mayor parte de su vida entre la persecución política, la enfermedad, el hambre y la miseria. La carrera como escritor de Marx comienza con la censura y acaba con un fracaso editorial. Su primer ensayo periodístico, escrito con 26 años, fue una critica de las leyes de censura promulgadas por el rey Federico Guillermo IV. Como el propio autor hubiera podido intuir (pero sé por experiencia que al crítico se le olvida a menudo que él también está bajo las leyes que critica), el artículo fue inmediatamente censurado y el periódico Deutsche Jahrbücher cerrado por el parlamento federal alemán. Lo mismo sucederá con su primer artículo para la Rheinische Zeitung, considerado como una “irreverente y irrespetuosa crítica de las instituciones gubernamentales.” La censura será la gran editora de las obras de Marx, persiguiéndole de lengua en lengua y de país en país.
La mayor y más extensa de sus obras fue recibida con indiferencia por la crítica y el lectorado. La publicación del primer volumen de El Capital, al que dedicó más de cinco años de estudio solitario en la sala de lectura del Museo Británico de Londres, pasó casi completamente desapercibida y vendió, durante la vida del autor, unos pocos centenares de ejemplares. Demasiado lento en la escritura y enfermo, Marx no llegará a ver la publicación de los otros dos volúmenes.
Si Marx no encontró fortuna en la escritura, tampoco podemos decir que sus condiciones de vida fueron confortables. A partir de 1845 y durante más de 20 años, vivió como refugiado político en tres países diferentes, Francia, Bélgica y sobre todo Reino Unido, con su mujer Jenny y sus hijos. Durante su periplo como exiliado, Marx, que decía de sí mismo no tener condiciones físicas o psíquicas adecuadas para otro trabajo que el intelectual, se vio obligado a empeñar la totalidad de sus escasas pertenencias, incluidos los muebles o los abrigos. Dos de sus hijos morirían por enfermedades relacionadas con el hambre, la humedad y el frío. Él mismo sufría frecuentes cólicos de hígado, reumatismo, dolores de muelas y migrañas. Escribió buena parte de sus libros de pie porque el dolor que le producían las crisis de furúnculos infectados en sus nalgas no le permitían sentarse. Marx fue un hombre feo y no podríamos calificarlo de totalmente bueno. Compartía la mayoría de los prejuicios raciales y sexuales de su época, y aunque era de origen judío no dudaba en prodigar insultos antisemitas a sus contrincantes.
Wheen dibuja un Marx autoritario y fanfarrón, incapaz de aceptar ningún tipo de crítica, constantemente implicado en disputas con amigos, enemigos y adversarios a los que no duda en enviar cartas llenas de insultos y a los que dedica satíricos artículos en la prensa. En 1852, por ejemplo, consagra todo un año a redactar el voluminoso tratado Los grandes hombres en el exilio, una sátira destinada a los “más notables borricos” de la diáspora socialista. El libro no fue sólo un fracaso, sino que le condujo a juicios, cuando no a bufos desafíos de duelo con innumerables rivales.
Marx no tuvo ni éxito económico, ni popularidad y si hubiera vivido en la época de Facebook hubiera tenido más detractores que amigos. Si embargo puede decirse, contra toda expectativa, que Marx fue un hombre intensamente feliz.
Los entrenadores del éxito personal podrían replicar que la clave de su felicidad se encontraba en su inmoderado optimismo. Cierto. Pero esta pasión nada tiene que ver con la estúpida invitación al “feel good” neoliberal. El de Marx era un optimismo dialéctico, revolucionario, casi apocalíptico. Un pesimismo optimista. Marx no aspira a que todo vaya mejor, sino a que las cosas empeoren para que puedan ser percibidas por la conciencia colectiva y sean sometidas a cambios. Es así como sueña, en sus incesantes conversaciones con Engels, con la subida de los precios y el colapso económico total, que, según sus equivocadas predicciones, llevarían inmediatamente a una revolución obrera.
Cuando con tan sólo 27 años le es retirado el pasaporte prusiano por acusaciones de deslealtad política, Marx acoge su estatuto de apátrida con una declaración que se opone a toda forma de victimismo: “el gobierno”, dice “me ha devuelto la libertad.” No pide ser reconocido como ciudadano, sino usar exponencialmente la libertad que el exilio le ofrece. En las reuniones de refugiados de todos los países madurará la idea de la Internacional como una fuerza transversal proletaria capaz de desafiar la organización Estado-Nación y los imperios.
La felicidad de Marx reside en su incorruptible sentido del humor (“Creo que nadie ha escrito tanto sobre el dinero”, decía, “cuando anda tan escaso de él”), en su pasión por leer cada tarde Shakespeare a sus hijos (cómo no ser feliz si cada uno de nosotros sintiera la historia de la literatura como una plaza pública), en las conversaciones (no siempre cordiales, pero siempre apasionadas) con Engels y en su infatigable deseo de entender la complejidad del mundo que le rodea.
Esto es lo que la vida adversa y luminosa de Marx nos enseña. La felicidad es una forma de emancipación política: la potencia de rechazar las convenciones morales de una época y con ellas el éxito, la propiedad, la belleza, la fama, el decoro… como únicos principios organizadores de la existencia. La felicidad reside en la capacidad de sentir la totalidad de las cosas como parte de nosotros mismos, propiedad de todos y de nadie. La felicidad reside en la convicción de que estar vivo significa ser testigo de una época, y por tanto en sentirse responsable, vital y apasionadamente responsable, del destino colectivo del planeta.