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EL 12%

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Después de años hablando de la performatividad del lenguaje, citando a Walter Benjamin, a John Austin, a Jacques Derrida, a Judith Butler, experimento la "fuerza performativa" como una llama ardiendo que encuentra una piel. Desde que escribí la última crónica sobre la estadística y la ruptura, mi vida se ha convertido en un efecto performativo.

El día que se publica la crónica no soy ni siquiera capaz de abrir el periódico. Leo los titulares como si se dirigieran directamente a nosotros: "Israel-Hamas. ¿Podemos juzgar la guerra?". La tregua no ha sido respetada en Gaza. Los combates han vuelto a empezar, los dos bandos se acusan mutuamente de violación del derecho internacional. Ella me acusa de exhibicionismo, de querer exponer sobre la plaza pública una crisis de pareja. Nuestros amigos, los mismo que me habían dicho que una carta de amor haría volver a cualquiera, me escriben ahora para decirme que, esta vez, quizás he ido demasiado lejos. El artículo, traducido en varias lenguas por internautas anónimos, viaja por todas las terminales cibernéticas a la velocidad de la 4G. Aunque soy Faceless, en las redes sociales los comentarios se multiplican: "Ya era hora", "Se lo merecían".

Sufro del performativo. Me avergüenzo de amar. Me avergüenzo de no haber sabido hacerlo. Me avergüenzo de mi escritura. Me avergüenzo del ajuste entre mi vida y la escritura. Me avergüenzo de la distancia entre la vida y la escritura. Frente al lenguaje, soy vulnerable. Entiendo ahora que nuestras historias de amor no nos pertenecen. Pronuncié la palabra ruptura como un supersticioso saca un paraguas para conjurar la lluvia. Deseaba entonces que nuestra pareja formara parte del magnífico 12 %. Ese 12 % de parejas que logran superar una crisis. Pero una vez que la palabra ruptura había sido pronunciada, como en un ritual de chamanismo periodístico, la ruptura había tenido lugar.

La teoría queer, fórmula punk inventada por Teresa de Lauretis en 1990 (teoría de los anormales, saber de los desviados, algo así como decir: teoría de la locura hecha por los locos para denunciar el horror de la civilización de la salud), no sólo fue el resultado de la lectura feminista de la Historia de la sexualidad de Foucault, sino también de un “giro pragmatista” en la comprensión de la producción de las identidades de género. En 1954, el lingüista John Austin afirma que existe una diferencia entre los enunciados constatativos y los performativos. Los primeros describen la realidad. Los segundos buscan transformarla. Con los performativos el lenguaje se convierte en acción. “Hoy llueve” enuncia un hecho, “Os declaro marido y mujer” produce un cierto número de efectos en lo real.

Derrida desconfía de la buena conciencia de Austin y postula, leyendo Benjamin, que el éxito del performativo no depende de un poder trascendente del lenguaje (una suerte de voz divina que declara “Que se haga la luz”) sino de la simple repetición de un ritual social que, legitimado por el poder, esconde su historicidad. De un teatro en el que las palabras y los personajes están determinados por la convención. La fuerza del performativo resulta de la imposición violenta de una norma a la que hemos preferido llamar naturaleza para evitar confrontarnos con la reorganización de las relaciones sociales de poder que un cambio de convenciones implicaría. El debate acerca del matrimonio homosexual era en realidad una guerra por el control de la fuerza performativa. “Os declaro…”: ¿pero quién declara y para qué? ¿Quién tiene el poder de decidir a quién puede aplicarse este vigoroso performativo? ¿Cuál es la violencia que repetimos cuando aceptamos el “os declaro”? ¿Podemos distribuir esta fuerza de otro modo, limitar esta violencia? Butler va todavía más lejos al pensar los enunciados de identidad (de género, pero también sexuales, o raciales, “hombre”, “mujer”, “homosexual”, “negro”, etc.) como performativos que se hacen pasar por constatativos, palabras que producen lo que pretenden describir, interpelaciones que toman la forma de representaciones científicas, órdenes que se presentan como si se tratara de retratos etnográficos.

Para el subalterno, hablar no es simplemente resistir a la violencia del performativo hegemónico. Es sobre todo imaginar teatros disidentes en los que sea posible producir otra fuerza performativa. Inventar una nueva escena de la enunciación, diría Jacques Rancière. Des-identificarse para reconstruir una subjetividad que el performativo dominante ha herido. ¿Existe algo, un lugar, entre la pareja y su ruptura? ¿Es posible amar más allá de las convenciones? ¿Amar más allá de la crisis y fuera de la pareja? ¿Cómo crear contra-rituales? ¿Y quiénes seremos si corremos el riesgo de otro performativo?

 Imagen: © The University of Iowa, College of Liberal Arts and Sciences.