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Hijos de Sodoma

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A mi sobrina, Julia

De un tiempo a esta parte, la cuestión de la paternidad me ronda como un fantasma no reconocible, ajeno. Paternidad o maternidad: yo hablo mucho en femenino, en ese femenino que es un idiolecto propio de maricas. Desde que tomé conciencia de mi diferencia sexual, posteriormente politizada y convertida en disidencia sexual, supe que no iba a ser padre. Entendí que “salir del armario” y llevar una vida marica (no pretendo que esto sea extensible a otros homosexuales, gais o lesbianas; es sencillamente mi punto de vista) era aceptar, de algún modo, que sería una persona “infértil”, un castrato. No porque estuviese biológicamente incapacitado sino porque no contribuiría a ese espejismo que Lee Edelman denomina “futurismo reproductivo”, que trata de encuadrar como realidad insoslayable una fantasía basada en la supervivencia de lo social bajo la forma garante del Niño. ¿Cómo matar al Niño, relevo vivo de la Historia?

Sin embargo, un día dejé de ser niño, y casi sin planteármelo, tomé asiento ante una representación sin hijos en el horizonte dramático, enmarcándome cómodamente en ese estereotipo cultural que son, en palabras de Vila-Matas, los “hijos sin hijos”. Ni siquiera se me ocurrió (se nos ocurrió) tener o adoptar hijos durante mi relación de siete años (la más larga de las que he tenido), época que coincidió con el “milagro español”, ese état de grâce en que todo era posible (comprarte una casa, realizar viajes transatlánticos, disponer de varias tarjetas de crédito con un depósito considerable).

Durante estos años cuesta abajo en que no he conseguido vislumbrar mi futuro más allá de mi mes de cobro, en que mi vida se ha precarizado y estoy a escasos milímetros de cumplir cuarenta (la mediana edad), muchos de mis amigos y amigas, también mi hermano, han ido teniendo hijos. Y de golpe, como cuando te vas a vivir frente a un colegio cuyo recreo lleno de gritos confusos y batir de pelotas te transporta casi involuntariamente a tu infancia, se ha instalado frente a mí el fantasma no invocado de la paternidad. Los niños de mi alrededor han roto parejas, han llenado vidas vacías, han colmado existencias ya plenas, han sacado a otros de las drogas y la nocturnidad, han vuelto a algunos hombres cabales en auténticos cafres y han redimido a machistas que creíamos incorregibles. A otra gente no la ha cambiado casi nada, porque han tratado de adaptar, en la medida de lo posible, los hijos a sus circunstancias, y no al contrario. También han reconvertido a feministas de la igualdad en feministas de la diferencia, hinchas de teorías maternalistas que, colocando al hombre en un “natural” segundo lugar, reifican el sistema sexo/género a través de un neobiologicismo que creíamos extinto.

Entre el lumpen pequeñoburgués al que pertenezco, la “paternidad” suele ser el corolario de una serie de rituales iniciáticos relacionados con la propiedad privada: primer trabajo, ascenso laboral, pisito alquilado, toma de pareja, estabilización de la misma en un piso más grande (ergo más caro) y ampliación del campo de batalla, es decir, de la familia. Y con esto, muchas veces, llegan las segundas oportunidades.

Porque si hay algo que caracteriza a esta generación específica (hay otros mundos en que la paternidad o la maternidad ni siquiera son un planteamiento, sino más bien un object trouvé, casi un fatum) es la de la realización personal a través de la paternidad o la maternidad sin tregua, sin tregua para los padres y sin tregua para el infante, que queda investido en un pequeño tirano, al que todo se le consulta, esconde, consiente y permite. Esta forma de entender la paternidad y la maternidad como un camino de perfección, casi como una mística, se ha convertido en una enfermedad contagiosa, que se transmiten unos a otros, y por cuyo mayor grado de gravedad y ensimismamiento, diría yo, se compite. Así que muchas veces, cuando me preguntan si me gustan los niños digo categóricamente, a modo de boutade: “los niños sí, los que no me gustan son sus padres”. Pero como con el resto de infecciones crónicas, imagino que el tiempo lo repara todo, o al menos lo suaviza; así ocurre con aquellos padres de mi generación que tuvieron hijos siendo veinteañeros, que están ahora mucho más relajados y se toman menos en serio esa faceta de sus vidas.

Respecto a mí, mi “tiandad” me ha hecho desistir de una posible aspiración paternal, porque estoy dispuesto a otros sacrificios pero no a ese: soy impaciente con los niños, lo sería (y mucho) con los otros padres, y pretendería, como Susan Sontag, que sostenía descarnadamente que la infancia era enormemente larga y una tremenda pérdida de tiempo, que los años tiernos de mi hijo o mi hija se acortasen lo máximo posible. Me gustaban mucho las melancólicas adaptaciones dickensianas que emitían en la televisión española en mis años infantiles, pero no soporto a Dora, la exploradora. Y seguro que es menos machista, más positiva y educativa que aquellos dibujos británicos que parecían espectros sin vida. No lo dudo.

Mi sobrina y los niños de mi alrededor, casi todos hijos de la heterosexualidad o, si no, de lo heteronormativo, con muchos de los cuales coincido espaciadamente, cuando ya han crecido los centímetros que yo he decrecido frente al eterno ordenador que no se apaga nunca, me hacen pensar en mi relación con el futuro (tan cortoplacista, últimamente), en mis amigos maricas sin hijos y en mi relación con ellos. A algunos, que están en pareja, les gustaría tener hijos, pero como no acudan a una “hermana de alquiler” (fecunda el cuñado de ella, claro), como solía hacerse en la posguerra, de extranjis, cuando un hijo del hermano pobre pasaba a cargo de la hermana menos pobre, dudo que tengan la tozudez y el brío para someterse al extenuante papeleo de una adopción, al desembolso para ricos que supone una paternidad subrogada o a la intrincada búsqueda de una amiga, lesbiana o no, con la que inventar una familia libre de cargas “conyugales”…

Convendría preguntarse, sin prórroga, cómo se transmite la herencia (en un sentido amplio), cuestión importante a la hora de hablar de relaciones paterno/materno-filiales: sospecho que una parte importante de esta, quizás la más sentimental, la más personal, la más profunda,  se transmite verticalmente, dentro del núcleo de eso que hemos dado en llamar familia, origen histórico-celular del capitalismo. Ahora que hay muchos tipos de familia, la herencia se ha diversificado y no es únicamente la clásica del heteropatriarcado, aunque al final la familia y su herencia hegemónicas se imponen sobre el resto, asimilándolas. Por el contrario, Sodoma, esa nación cultural sin tierra (a la que a ratos pertenezco, porque siempre hay una parte de nosotros que en su unicidad, aunque construida, trata de escapar a toda identidad compacta), esa que en mi caso me transmitieron Wilde, Beardsley, Gide, Proust, Madonna, Djuna Barnes, Sontag o Almodóvar, se ha propalado de manera más horizontal, fuera del núcleo duro de la familia.

A veces, los domingos, mis amigos, hijos sin hijos, maricas relativamente felices pero sin pareja, pensamos en montar un convento: una especie de monasterio laico que nos acoja a todos de mayores… es una fantasía a medio camino entre la mítica serie Las chicas de oro y Entre tinieblas, la película más punkarra de Almodóvar. Entonces me viene a la cabeza una de las últimas entrevistas que le hicieron a Foucault, después de su paso por San Francisco, por Castro, por sus saunas y por el BDSM, cuando vivía obsesionado por la amistad como modo de vida: “Dos hombres de edad notablemente diferente, ¿qué código tendrían para comunicarse? Están uno frente a otro sin armas, sin palabras convenidas, sin nada que los asegure sobre el sentido del movimiento que los lleva a uno hacia el otro. Tienen que inventar desde la A a la Z una relación aún sin forma que es la amistad: es decir, la suma de todas las cosas a través de las cuáles uno y otro pueden darse placer”. Yo, que tantas veces le he dicho NO al futuro, vislumbro aquí algo de esperanza: una fraternidad entre “hombres” y “mujeres”, con o sin hijos, maricas, bolleras, bisexuales o todo lo contrario. El placer horizontal, desposeído y libertario de la amistad como ascética, como nueva forma de vida. 

 
Imágenes:
1. Disturbios de Stonewall, Nueva York, 1969.

2. Obra de Elmgreen & Dragset.