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La sublevación banal

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Empiezo a escribir esta crónica en el momento en que termina lo que para algunos es el principio del resto de sus vidas. Son más de las diez y media de la noche. Artur Mas acaba de comparecer, solemne y triunfalista, para valorar la participación. Puntualísimamente, la rebelión se ha consumado. La sublevación. Porque más de dos millones doscientas mil personas han desacatado la suspensión cautelar del discutido Tribunal Constitucional. Porque el Govern de la Generalitat también lo ha hecho, así como ha desoído las advertencias de la fiscalía acerca de la utilización de locales públicos para tal celebración. Se ha llegado al ya célebre punto de no retorno, esa disrupción física que habrá de condenar la sociedad catalana a vagar por el espacio, como vaticinó el ministro García-Margallo. Si hasta este señaladísimo 9N el punto de no retorno era solamente una metáfora, adorno retórico de quienes se empeñaban y se empeñan en describir la deriva secesionista de Catalunya como una escalada paulatina del seny a la rauxa, de la moderación pactista al rupturismo encabronado, la consulta ha escenificado la irreversibilidad del desencuentro.

 "¿Cómo hablar de poder popular sometidos a un Estado políticamente fosilizado, funcionalmente corrupto y al servicio de los grandes mercados?"

El 9N es ya la gran cesura. Un 9N que no ha comenzado hoy a las nueve de la mañana, con la constitución de las mesas, ni a las ocho, hora en que oficiosamente se había convocado a simpatizantes no voluntarios para velar las urnas. El 9N empezó el 8N al mediodía, sobre la una, con la amenazadora advertencia de la fiscalía: si Artur Mas y su equipo de gobierno no dejaban el proceso participativo en manos de la ANC, se verían obligados a tomar medidas. La línea roja la marcaron en la comunicación de los datos de participación oficiales. Pero el Govern demostró ser ducho en la pugilística mediática y apenas una hora más tarde, el telenoticias de TV3 abría con un reportaje torpemente grabado, peor montado y sin apenas trabajo de edición: una entrevista de Ramon Pellicer al President digna de los mejores momentos del Dogma 95, con un Artur Mas respondiendo punto por punto las advertencias de la fiscalía.

Engrandecido por su papel de mesías secular, Mas no se amedrentaba, como tampoco lo hacía la sociedad civil catalana, que también pasaba por lo suyo: amenazas de muerte en las redes sociales por parte de grupos fascistas, ataques informáticos supuestamente orquestados por instancias superiores e intentos vagos de asustar a funcionarios. Sin embargo, nada de ello fue óbice para que nadie dejara de poner el despertador a lo que en cualquier otro domingo se consideraría una hora intempestiva. Se daba por terminado el 9N antes del 9N y empezaba, ahora sí, ese 9N que era en realidad «el nuevo 9N».

¿Y qué significa «el nuevo 9N»? ¿Qué valor tiene? Esta es la  pregunta que la ciudadanía lleva haciéndose desde que el Tribunal Constitucional suspendió cautelarmente la convocatoria oficial de la consulta y CiU decidió virar unilateralmente el timón hacia una propuesta alternativa, haciendo volar por los aires los pactos nacionales con el resto de partidos. Y era la pregunta que esta mañana rondaba por la cabeza de los voluntarios y no voluntarios que, desde las 8 de la mañana, preparaban la mesa electoral de Sant Miquel de Fluvià, un pequeño pueblo del Alt Empordà. La decena de personas allí congregadas se debatía sobre la posibilidad, contemplada con buenos ojos, de que la Guardia Civil requisara las urnas. Todo el mundo era más o menos consciente del valor simplemente simbólico que tenía la consulta. El único debate posible radicaba en si la portada del New York Times luciría más y mejor con la imagen de las colas para votar o bien era preferible la de la benemérita forcejeando con los ciudadanos para arrebatarles las urnas.

Por eso no resultaba extraño el instinto pynchonesco que sumía a los participantes en una paranoia colectiva que nos llevaba —también a mí— a supervisar los alrededores del centro en búsqueda de extraños. Las suspicacias respecto a un Renault blanco aparcado cerca de allí, por ejemplo, iban creciendo exponencialmente en la medida que sus dos pasajeros no abandonaban el vehículo y, para más inri, se dedicaban a tomar notas. Bien podrían haber sido representantes de la ANC, asegurándose de que la jornada fuera viento en popa, es cierto. Pero el miedo no era del todo infundado, pues no sólo se esperaba a la Guardia Civil sino que las amenazas fascistas no habían quedado en aguas de borrajas. Se sabía que varios centros de votación habían amanecido con silicona en los paños y pintadas en las paredes. Además, Sant Miquel es un pueblo que se caracteriza por la presencia de algunos españolistas radicales, militantes en las juventudes de Plataforma per Catalunya (PxC), un partido xenófobo y neofascista.

Más festivo parecía todo en Figueres y en los diversos colegios de Barcelona. La plaza Sant Jaume, con el Palau de la Generalitat como escenario, parecía congregar un bestiario internacional de independentistas. Era realmente difícil reconocer todas las banderas que se ondeaban: Venecia, Gales, Quebec, Escocia… Cada vez que salía un coche oficial algunos coreaban «¡President! ¡President!» mientras que de fondo sonaba L'Estaca entonada con una gralla. La fiesta de la democracia, como algunos la habían denominado, resultaba ser simplemente la fiesta de los partidarios del Sí-Sí. Los escrutinios así lo demuestran: un 80,72% de los participantes ha votado esta opción.

Sin embargo, eran precisamente los partidarios del Sí-Sí quienes más lamentaban la desmovilización de los partidarios del «no». La hiperconsciencia del valor simbólico de la jornada tornaba deseable que los escrutinios demostrasen que el «no» había sido una opción minoritaria, pero cabalmente representada. Por el contrario, lo que no podían asumir era la propuesta de la Plataforma pel No-Sí, una iniciativa libertaria y anarquista que tenía por objetivo dinamitar las bases intocables y los presupuestos incontestables del Pacto Nacional por el derecho a decidir. La suya era una opción de rechazo a un proceso político liderado por las oligarquías políticas habituales, expresada de forma incomparable en el vídeo respuesta «No votaré per tu». Paradójicamente, los libertarios coincidían con la fiscalía en lo intolerable de que los datos de participación los diera el gobierno, y no la ciudadanía.

Pero volvamos al comedor de casa, donde empezaba y ahora termina la crónica de lo que para algunos es el principio del resto de sus vidas. Ya son más de las doce de la noche y las reacciones a la jornada no son sino el reflejo de las dinámicas que se han generado a lo largo de este largo 9N que, como vimos, empezó antes del 9N. La propuesta del No-Sí, ignorada mediáticamente, no hacía sino resaltar el carácter falaz de la reclamación de soberanía. ¿Cómo hablar de poder popular sometidos a un Estado políticamente fosilizado y funcionalmente corrupto, convertido, además, en poder fáctico de los grandes mercados? El gobierno de los recortes y los desahucios ha encabezado un proceso que debería haber sido de desobediencia civil y cívica. Con todo, el 9N sigue suponiendo una cesura. Pese a los avales del Govern, la connivencia de los principales medios de comunicación catalanes, públicos y privados, y el carácter etéreo de la convocatoria, el 9N también ha sido un acto de desobediencia civil y cívica. En otras palabras: la sublevación se ha consumado pero la rebelión no se ha producido.

¿Es posible una sublevación sin rebelión? ¿Obedecer y desobedecer al mismo tiempo? ¿Hacer el juego al régimen y romper con el régimen? ¿Cómo debemos interpretar esta sarta de contradicciones? Richard Rorty decía que los mayores logros políticos están plagados de banalidades y pequeñeces. Y desde luego lo que ha pasado hoy en Cataluña estaba lejos de ser el mejor de los escenarios posibles. El tono triunfalista desentona sin remedio. La sublevación ha sido banal, imperfecta e inútil. Pero precisamente por ello tan importante.