Contenido

Woody Allen: 40 años después de la crisis de los 40

Modo lectura

Suena Rhapsody in Blue y el Empire State Building parece estar amaneciendo mientras los neones de los parkings, años 70, brillan al ritmo del clarinete de George Gershwin. Isaac Davis intenta arrancar su novela por el capítulo uno pero no consigue encontrar las palabras adecuadas. En realidad, Isaac Davis, es decir, Allan Stewart Konigsberg, es decir, Woody Allen, no hace más que aburrirnos con sus inseguridades. Nada le parece demasiado bueno porque intenta contentar a demasiada gente y si tiene ese problema en la primera página, no me quiero imaginar por lo que va a pasar cuando llegue a la cincuenta.

Manhattan, por lo demás, parece viva: la ropa tendida en los patios interiores, los niños saliendo con sus corbatas del colegio, los malotes de palo estirando antes de jugar al baloncesto en Rucker Park. En una valla publicitaria, un actor sonríe con una lata en la mano y nos dedica un incomprensible “Si no tiene Schlitz no tiene el gusto”, así, en castellano, la lengua de los que compran y venden en establecimientos de segunda, los que alquilan “carros” ilegales para llevarte lo antes posible al JFK.

Luego, el lujo, la estética de spot en blanco y negro que presagia lo que está por venir: todas esas guías de viaje del siglo XXI en las que se acabará metiendo Allen: Visite Barcelona, Visite Roma, Visite Londres, Visite París… la voz de Davis desaparece por fin y queda desnuda la rapsodia en azul, la rapsodia triste de una ciudad vista desde el otro lado de Central Park, de nuevo la noche y los neones y Times Square vestida de puta, como se viste siempre de noche para gustar a todo el mundo, tan insegura como el propio Davis, carne de psicoanalista.

Un tren pasa por delante del abarrotado estadio de los Yankees. Los fuegos artificiales llenan el cielo en algo que podría ser la celebración del 4 de julio.

Son tres minutos y medio que están en la historia del cine y por mérito propio. A mí me molesta la voz en off de Allen porque su neurosis, en 2014, resulta ya agotadora. Puede, sin embargo, que en 1978, todavía funcionara. Este pequeño corto de introducción a Manhattan es una pieza que no tiene nada que ver con lo que muestra la película en sí: el minucioso retrato de la famosa crisis de los 40, o al menos la famosa crisis masculina de los 40. Hoy, que Woody Allen cumple 79 años, es una buena oportunidad de echar la mirada atrás.

La película llega a finales de los setenta después de Annie Hall e Interiores. No hace tanto que Allen es un director serio, al fin y al cabo, solo cinco años antes estaba dirigiendo El dormilón. Al igual que el protagonista de la película, acaba de superar los 40 años, vive en una ciudad dominada por las apariencias y tiene ya dos divorcios a sus espaldas. Aún no se ha enamorado de Mia Farrow  y Soon-Yi Previn apenas tiene cinco años.

Se podría decir que el tema que le obsesiona son las relaciones personales, pero eso sería un topicazo demasiado amplio. Lo que a Allen le fascina, como a cualquier hombre que cree que ya ha vivido suficiente y puede empezar a crear sus propias reglas, es hasta qué punto se pueden forzar esas relaciones personales antes de que se rompan, cuáles son las convenciones que hay que respetar y cuáles las que se pueden transgredir.

Así, el inicio de su monólogo y así sus películas posteriores. No solo la infidelidad sino todo lo que esta remueve. La pulsión de acabar con todo y el miedo a empezar de nuevo. No hay nada romántico en Manhattan más allá del empeño del protagonista en no resultar romántico, una pelea perdida ante la intrigante Mariel Hemingway, esa chica de 17 años con la que se acuesta mientras le impone un montón de normas de convivencia absurdas como si fuera, irremediablemente, un padre más que un novio.

Mariel Hemingway –a partir de ahora, Tracy, su personaje– no es una lolita. Hay un cierto equívoco en torno a esa figura: Dolores Haze, recuerden, tenía doce años, era una caprichosa y lo que destacaba en ella era su descaro. De nuevo, el espinoso tema de la transgresión de las normas. La “nínfula”. La chica que “se atrevería a”. En ningún caso era una estudiante de Arte Dramático, no quería hacer su vida en Londres, ni quería pertenecer a ninguna élite intelectual igual que Tracy no sueña con acabar gorda y acabada en un barrio residencial cocinando para su marido y sus hijos. No hay rastros de Nabokov en ella, salvo la inocencia robada.

¿Es precisamente la inocencia lo que le da miedo al cuarentón? Puede ser. La inocencia es el impulso y es el límite. Límites que no necesitan explicarse. Si alguien tiene que romperte el corazón, al menos que sea yo, que sé de qué va la historia. Manhattan es una película sobre una crisis precisamente porque Isaac  hace lo que todo hombre en crisis: empeñarse en vivir cada momento como si la ética no fuera más allá de la estética, algo con lo que todos hemos soñado pero que deja muchos cadáveres en los armarios.

Sale a pasear con Diane Keaton y acaban los dos sentados frente al puente de Queensboro, inmortalizados en miles de cuadros que llenarán las casas de los hipsters por todo el planeta.

Hasta cierto punto, podríamos decir que es entrañable si le creyéramos. Yo, desde luego, no le creo y mucho menos me creo los arrepentimientos de última hora, de “no cojas el avión y toma mi armónica”. Cuando el límite se ha cruzado, mejor no volver a cruzar la frontera para ver cómo se las apañan sin ti. Su hijo Ronan dio la medida de su vida cuando felicitó el día del padre al resto del mundo por una red social: “Feliz día del cuñado, como decimos en casa”. La crisis de los 60 le pilló a Allen en un juzgado y la de los 80 en medio de esta compulsión de seguir sacando una película por año. La próxima, en tres días, con pinta de más de lo mismo.

Las comparaciones, supongo, son odiosas. Nunca es más hermoso el juego que cuando comienza...aunque cuando comience ya tengamos claro que acabará en desastre.