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Welles sobreexpuesto y final

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A Orson Welles lo encontró muerto en el suelo de su dormitorio su criado Freddie. Lo había  fulminado un ataque al corazón. Fue la noche del 10 de octubre de 1985, hace ya treinta años. Al parecer, el infarto le asaltó con su máquina de escribir en el regazo. Trabajando, escribiendo. Era previsible: tenía 70 años y, aunque solo había llegado a completar y estrenar 11 largometrajes para el cine –el último, 12 años atrás–, nunca dejó de trabajar. Y, pese a lo que hayan oído, siempre trabajó de lo mismo. De lo que me mejor se le daba. Fuera como actor, director, guionista o mago, en el teatro, la radio, el cine o la televisión, su oficio siempre fue uno: el de contador de historias. Welles fue un narrador superdotado, un torrencial lanzador de relatos. Grandes, pequeños o minúsculos, pero siempre trufados de ingenio, de inteligencia, de ironía, de emoción, de crueldad. Y siempre y por encima de todo, de ideas.

Welles murió cinco días después de haber mantenido su última conversación con su amigo el también cineasta Henry Jaglom, con quien desde hacía algo más de un lustro había forjado un estrecho vínculo. Durante esos años, se hizo habitual que los dos se citaran para comer, a menudo en el restaurante Ma Maison, que cerró un mes después de la muerte de su ilustrísimo comensal. Desde 1983, Jaglom grabó muchas de las conversaciones mantenidas durante las comidas. Durante casi tres décadas, las cintas permanecieron guardadas en un cajón. Se han publicado ahora, coincidiendo con el centenario del artista, después de que el periodista Peter Biskind convenciera a Jaglom de la operación y las editara. El resultado es Mis almuerzos con Orson Welles. Conversaciones entre Henry Jaglom y Orson Welles (Anagrama), cuya lectura resulta adictiva, pero también a menudo incómoda.

El centenario de Welles ha propiciado también una reedición de Ciudadano Welles (Capitán Swing), fruto igualmente de conversaciones entre el cineasta y el también amigo y colega, Peter Bogdanovich. La diferencia sustancial entre ambos volúmenes es que las charlas entre Welles y Bogdanovich, que se produjeron entre 1969 y 1972, siempre estuvieron destinadas a convertirse en libro. Como en el caso de las mantenidas con Jaglom, y por razones igualmente caprichosas, tardaron décadas en salir a la luz, como si respondieran al tópico de que todo lo que tocaba Welles se convertía en un rompecabezas que nunca acabaría de completarse. Lo hicieron siete años después de su muerte, en 1992. El libro, editado por Jonathan Rosenbaum, es desde entonces un clásico, fundamental para cualquier interesado en la mastodóntica figura del director de Ciudadano Kane y Sed de mal.Jaglom explica que Welles sabía que él había grabado muchas conversaciones con su padre, y le pidió que grabara también sus charlas. Solo le puso una condición: no tener a la vista la grabadora, que permanecía escondida. En el epílogo, cuenta que nunca más hablaron de la grabadora. ¿Siempre supo Welles que seguía ahí, o lo olvidó con el tiempo? ¿Para qué quería grabarlas? ¿Para que un día salieran a la luz? Viendo el grado de intimidad de algunos pasajes del libro donde Welles se lamenta amargamente por su situación profesional y la parálisis de algunos proyectos, y también viendo la ferocidad de sus ataques a colegas, algunos incluso amigos, cabe ponerlo en duda. Biskind lo advierte: revisar estas charlas es pegar el oído a la cerradura. Y resulta fascinante lo que se puede descubrir espiando a alguien tan fascinante, pero espiar es espiar.Adictiva porque es Welles quien habla, claro, y se trata de un conversador perfecto, una ametralladora que dispara sin cesar anécdotas, reflexiones, chistes, exabruptos e ideas, siempre ideas. Pero también porque el que emerge en el libro es el retrato, hasta ahora inédito, del último Welles, y porque esta es una versión suya más íntima que las conocidas: se trata de un hombre charlando con un amigo en un restaurante. Sin filtros. No mide, no se contiene, porque no hay más público que su amigo. Aquí viene la parte incómoda.

 

Ciudadano Welles es una enciclopedia sobre el artista, que abunda en sus pulsos con los productores por el control de sus películas; en sus peripecias para financiarlas y sus problemas para completarlas; en sus polémicas con Herman Mankiewicz –sobre la autoría del guion de Kane–, con Chaplin –por la de Monsieur Verdoux– o con su antiguo amigo y socio John Houseman; en sus aventuras como actor en films a menudo delirantes rodados en condiciones absurdas y/o lugares ignotos; en su amor por Shakespeare; en sus filias y fobias, y en su visión del teatro, el cine y el arte en general. Una mirada panorámica, humanista, servida en formato de diálogo ágil e inteligente, que avanza cronológicamente pero se permite excursos enriquecedores. Un diálogo que el propio Welles revisaba y retocaba a medida que Bogdanovich le enviaba las transcripciones. Welles estaba haciendo un libro, y eso implica cincelarlo, pulirlo, corregirlo, rectificar sobre la marcha hasta quedar satisfecho. Como haría con una película. El irresistible resultado está a medio camino de aquel El cine según Hitchcock tan rico en explicaciones de técnica cinematográfica que debemos, además de al propio Hitch, a François Truffaut, y de los libros de entrevistas con Billy Wilder de Hellmut Karaseck o Cameron Crowe que son cataratas de anécdotas más o menos significativas, siempre divertidas. Porque Welles exhibe el mismo entusiasmo relatando elecciones formales y soluciones en el plató que destapando el tarro de las esencias de su inagotable tienda de curiosidades. Al lado de Ciudadano Welles –y pese a que tampoco fue él quien completó el trabajo–, Almuerzos es uno de esos insatisfactorios remontajes fragmentarios que tras su muerte no han dejado de ensayarse con las piezas sueltas de sus obras incompletas.

Que ni Jaglom ni mucho menos Welles estuvieran pensando en publicar sus charlas en Ma Maison explica la falta de estructura del libro editado por Biskind, su carácter episódico. Jaglom, a diferencia de Bogdanovich, no indaga, no ejerce de analista –ni posee la perspicacia analítica de aquél, dicho sea de paso–. Sólo es un interlocutor cómplice y, a lo sumo, curioso. El mayor valor de Almuerzos reside en los fragmentos dedicados a aquellos episodios a los que no llegó Bogdanovich, porque aún no se habían producido: la elaboración y el fracaso de Fraude, último largo completado por Welles –una obra maestra cuya extrema influencia hoy, cuando triunfa el llamado documental de creación, no llegó a ver su director–; los intentos por llevar a cabo Lear, The dreamers y The cradle will rock, sus últimos proyectos más o menos firmes, y su frustración al ir constatando que no había manera de que cuajaran.

Aunque lo más llamativo, y comentado, del libro han sido las sangrantes invectivas, a menudo extremas, que Welles dedica a actores y directores, y a algunos films catedralicios. El chismorreo. Biskind no escatima nada, como no escatima ni peticiones al camarero ni siquiera un episodio en que el perro de Welles, Kiki, se tira un pedo. Bogdanovich también había reclamado a Welles opinión sobre otros directores. Y le dijo cosas como esto sobre Fellini: “Es esencialmente un chico de pequeña ciudad que realmente nunca estuvo en Roma. Y sigue soñando en hacerlo. Y todos tenemos que estarle agradecido por ese sueño. En cierto modo sigue fuera mirando por entre la verja. La fuerza de La dolce vita procede de su inocencia provinciana. Es totalmente inventada”. Welles es un crítico afinado y afilado, pero, salvo por lo que respecta a su manía a Antonioni y a enemistades personales, evita las descalificaciones. Mejor dicho, se lanza a ellas, pero después se lo piensa y le pide a Bogdanovich eliminar sus ataques del texto. “Una sola mala palabra de un colega nos puede oscurecer un día entero (...) Ya hay bastante veneno flotando en el aire de Hollywood, tal y como están las cosas, ¿para qué añadir más contaminación? Naturalmente, odio esas películas de las que estuvimos hablando el otro día, pero no odio a los hombres que las hicieron. Ni siquiera quiero molestarlos un poco”. De esa prudencia sólo prescinde Welles cuando se trata de criticar a los muertos, a los que ya no se les puede oscurecer el día.

Podría alegarse que en Almuerzos se respetan  los preceptos de Welles por lo que respecta a sus ataques a Spencer Tracy –“un hombre absolutamente odioso”– o a Laurence Olivier –un “tonto”–, o sus descalificaciones a La ventana indiscreta, “una de las peores películas que he visto en mi vida”, o Vértigo, que es “aún peor”, porque tanto Hitchcock como Tracy o Olivier ya forman parte al publicarse el libro de ese “panteón” que Welles consideraba “una galería de tiro perfectamente legitimada”. Pero eso no rige en el caso de Woody Allen, por ejemplo, que sigue vivito y coleando y a quien dice detestar “físicamente” y califica de “inconcebiblemente arrogante”. “No hay nada que me resulte más violento: un hombre que muestra lo peor de sí mismo para hacer reír..., a fin de liberarse de sus complejos”. O para los puñales que recibe el mismísimo Bogdanovich, en este caso de tipo personal. Quizá, 15 años después de aquellas sesiones con éste, el último Welles fuera menos considerado y ya le diera igual a quién le estropeara el día. Pero el caso es que el libro está lleno de boutades y barbaridades de las que se dicen, medio en broma medio en serio, entre amigos, en un ambiente de absoluta confianza, y que no se le ocurre a nadie repetir en público. Sí, estamos escuchando a través de la puerta, espiando por el ojo de la cerradura. Saberlo genera cierta incomodidad. Ese Welles, estrictamente privado, no se estaba (auto) construyendo, modelando, para el público.

La difusión de esas conversaciones privadas presenta problemas también de tipo técnico. Lo explica el propio Welles cuando advierte, al argumentar su reticencia a leer biografías (pese a leerlas ávidamente), que puestos por escrito, “los defectos se agrandan”. “Si esas personas fueran amigas mías, sus defectos no me importarían tanto como importan al leerlos en el libro. Todos tenemos amigos borrachos, o drogadictos, o con muy mal carácter, y siguen siendo nuestros amigos, ¿o no?” La consideración resulta aún más pertinente en un libro de Biskind como es Almuerzos, teniendo en cuenta que también es autor de Moteros tranquilos, toros salvajes, una exhaustiva y popularísima crónica de los años del New Hollywood que no escatima ni un detalle excéntrico o reprobable de los protagonistas de aquella etapa de reinvención del gran cine americano. Ni una polémica entre ellos. A menudo, desde su publicación, muchos de los aludidos –Coppola, Scorsese, Spielberg, De Palma, Friedkin, el propio Bogdanovich– han cuestionado el enfoque del libro, y la veracidad o el peso de algunos de sus pasajes más truculentos. Quizá también aquí se trataba de lo que apuntaba Welles, quizá lo que en aquel libro eran grandes traiciones y puñaladas traperas no pasaban a menudo de rencillas entre amigos. Y quizá también lo de Welles y Bogdanovich, que mantuvieron siempre contacto y amistad y charlaron por última vez dos semanas antes de la muerte del primero.

Las consideraciones sobre lo innecesario de la información suplementaria que biografías y estudios aportan al conocimiento de la obra de un autor las mantuvo Welles siempre. En Ciudadano Welles, celebra que “casi no sabemos nada sobre Shakespeare y muy poco de Cervantes. Y eso hace que nos resulte mucho más fácil entender sus obras. Cuanto más sepamos sobre los hombres que las escribieron, mayores oportunidades tendrán todos los Herr profesores en los ambientes universitarios de aturdirnos y confundirnos”. Y, poco más adelante, admite su contradicción: “Lo que yo discuto es el propósito global de un libro como éste”. Por todo ello, dice en Almuerzos que no lee libros de cine, e incluso pone en cuestión el valor de las lacerantes opiniones que tiene sobre clásicos entronizados, de la ya citadas La ventana indiscreta y Vértigo, a  Centauros del desierto o Chinatown. La experiencia, dice, “le ha resecado”, y no las ve “con la pureza que debería”. “Mis opiniones sobre cine no tienen el mismo valor que el de alguien que no ve las películas con tantos filtros. Creo que todas las películas son mejores de lo que nosotros creemos”, admite. Welles sabe que somos carne, sangre y contradicciones, y a base de lanzar ideas, no tiene empacho en rebatirse a sí mismo.

Puede que esa vieja lección, repetida porque en las ideas importantes conviene insistir, sea también la última dictada por el viejo maestro, por este Welles final sobreexpuesto y quizá traicionado –pero qué más da: a él, formando ahora parte del panteón, tampoco le pueden ya oscurecer el día–. Que ni hay que tomar demasiado en cuenta sus opiniones ni las de nadie sobre su trabajo o el de cualquier otro. Y que por eso se puede, claro que sí, echar pestes de cualquier film erigido en intocable. Que conviene dejar de lado expertos y cánones a la hora de acercarse no al artista, que cuenta poco, sino a su obra. Que la experiencia frente a  ella es un asunto personal. Que todo cuanto necesitamos saber de él para saborear sus películas está en cada uno de esos 11 largometrajes completados –y  mutilados, algunos–. Que el resto es curiosidad. Y que está bien que así sea, porque la curiosidad –que, lector voraz, nunca le abandonó– es también motor de todo. Pese a que en algún punto, probablemente situado cerca del ojo de la cerradura, pueda convertirse en chismorreo puro y duro.