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Una polla marinera

Más sobre la sobrevaloración de la polla
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Cada día me despierto pensando en algo que me pueda librar de la condena de escribir la tesis. De hecho nunca he tenido tan ordenada mi vida y mi casa: el suelo reluce con olor a lejía, la nevera está llena, la ropa doblada y planchada, mi teléfono y mi wifi ya pertenecen a otra operadora más barata y la semana pasada me empadroné tras años domiciliada en el primer piso de estudiantes que compartí al llegar a Madrid. Mire donde mire reina la armonía: mis uñas de los pies y de las manos están pintadas, mi entrecejo depilado y las ventanas parece que están sin cristales de los relimpios que los dejé ayer antes de ir a renovarme el DNI, esta vez con una foto más decente que la anterior, que daba una penita cada vez que lo enseñaba... Hablo con mis padres y con mi hermano casi a diario, y a diferencia de otras épocas en que mis amigas me acusaban de no estar nunca disponible, ahora soy yo la que no para de arrastrarlas de mostrador en mostrador en busca de ese marinero tatuado con nombre de mujer que nunca está cuando se le necesita. Marcelo, sin dejar de ser un amigo, sin llegar a ser novio, se ha tomado muy en serio su papel de amante, incluso aunque yo me lo tome un poco a broma y hagamos el amor desganados como si fuéramos un matrimonio estable. No sé cómo serán ustedes pero yo sé cómo era de desastre antes de tener que escribir esta tesis y el cambio solo admite un epíteto: milagroso. 

Ayer al despertar me di cuenta de que para mi desgracia no tenía ninguna gestión ni labor a la que agarrarme para escapar del escritorio. Así que por fin me he sentado, he encendido el ordenador, he abierto el archivo de Word con el borrador del tercer capítulo de la tesis y, justo cuando iba a escribir el párrafo que me quedaba pendiente sobre las divergencias en el uso de las locuciones verbales entre los autores del  dieciocho, mi vecina del segundo B ha empezado a gemir como una perra. Aullidos entrecortados, como si a un pequinés le pisaras la cola una y otra vez. 

Una quiere ser seria, con el firme propósito de terminar de una vez por todas con la maldita tesis, y a poco que te pones, toc toc, la vida llama a tu puerta, o mejor, el amor se te cuela por la ventana. El amor de otra. Y al amor aunque sea ajeno no se le puede ignorar: guiada por una pulsión hipnótica me levanto del escritorio como sonámbula en la noche y me dirijo de puntillas hasta el ventanuco del baño y ahí está, el marinero rubio como la cerveza encabritado encima de la moza del segundo B, ambos a plena luz, perfectamente enmarcados en el hueco de la ventana abierta, a despecho del frío y la llovizna que cae, dale que te pego, inconscientes o indiferentes a la del tercero D que los contempla con envidia.

Si hubiera sido más valiente habría bajado la escalera y habría llamado a la puerta y con la excusa de que me quedé sin sal me habría colado en la casa, en la casa del amor ajeno, y como siguiendo el argumento de una peli porno habría llegado hasta el dormitorio y una vez allí, en justo castigo por mi atrevimiento, el marinero rubiales me habría ensartado en el palo mayor de su navío… En fin, perdonen las metáforas marineras, es que este verano me quedé en Madrid para terminar la tesis y tengo una nostalgia playera de aúpa.

Me toqué, como dicen las niñas buenas, arrobada ante el espectáculo que me ofrecían a tres metros de distancia la chillona, sudorosa y suertuda de mi vecina y el rubio marinero de espaldas anchas y manos monumentales. Si sólo les hubiera escuchado habría pensado que estaban fingiendo, exagerando el entusiasmo para disimular la desafección que les unía; pero no. Aquello era follar, no como lo que hacemos Marcelo y yo. Me froté con frenesí y me corrí, mordiendo una toalla para no alertarlos y ensoñándome atravesada por aquel espécimen caucásico de porte leñador. Ellos siguieron y yo me retiré, incapaz de mantener aquel ritmo de lujuria desbordante.

Volví a mi mesa con las piernas temblonas (hermoso hormigueo) y la flojera ya no me dejó trabajar. A las seis de la tarde me llamó Marcelo entusiasmado: que estaba en la cola de la Juan March y que me fuera para allá, que don Antonio Escohotado iba a dar una conferencia autobiográfica. ¿Dará su versión de la noche sexual más apasionante que pasó Fernando Sánchez Dragó en sus brazos? Le pregunté sabedora de lo mucho que le impactó a Marcelo leer en su día en el Mondo Brutto aquella anécdota en la que el pansexual de Dragó contaba que la experiencia de folleteo más intensa que había tenido había sido con don Antonio, que se metieron de todo (entiéndase esta expresión en su más amplio sentido, relativo a las medicinas del alma y al encaje y forcejeo de los cuerpos) y que lo gozaron a lo grande. "No creo -me dijo Marcelo-, se trata de un repaso a su biografía intelectual". 

Me quité el pijama, pasé de ducharme (aunque lo necesitaba) y me vestí para llegar a tiempo de ver a don Antonio. Como el ascensor estaba ocupado, bajé a toda prisa por las escaleras y en el rellano del bajo, la puerta del ascensor se abrió de golpe y me dio en la cabeza con tal fuerza que me caí al suelo. Cuando conseguí volver en mí, entre la bruma apareció su cara, su pelo rubio, sus manos grandes, sus hechuras de armario familiar. "¿Daño te has hecho?" Era extranjero, un lujo importado. "¿Me oyes?, ¿encuentras mal?" Sentía un dolor palpitante en la frente, pero el habla lo había perdido ante tanta belleza y virilidad. Me rodeó la espalda con uno de sus brazos de camionero, mientras me ponía su mano XXL en la frente. Tenía un agradable olor avainillado a tabaco de pipa mezclado con el perfume de mojama de Barbate del  polvazo mañanero que había disfrutado mi vecina. Él tampoco se había duchado.

"Llévame a mi casa. Es el tercero D". Como en esas escenas de películas baratas en las que la noche de bodas el novio cruza el umbral de la habitación de hotel con la novia sostenida entre sus brazos, así me subió él los tres pisos. Su corazón golpeaba con fuerza y los latidos llegaban hasta mi oreja después de atravesar las telas de su ajustada camiseta y su jersey de cuello vuelto. Abrí la puerta sin bajarme de aquellos brazos poderosos y le indiqué que pasara y me depositara en mi dormitorio sobre la cama.

Esta semana el portal web PornHub ha publicado los datos de sus usuarios y usuarias y rápidamente ha hecho correr ríos de tinta en redes sociales y periódicos y creo que si lo ha hecho es porque confirma las ideas preconcebidas de los hombres. Casi todos los hombres piensan que, a diferencia de lo que les pasa a ellos, de natural tan machos, las mujeres tenemos una predisposición mayor a tener relaciones con alguien de nuestro sexo; nos ven ir juntas al water y se les dispara la imaginación, de ahí que encuentren confirmación al leer que la categoría más visitada y buscada por  usuarias del portal porno sea "Lesbian". El caso es que los datos que proporcionan no acaban de ofrecer un relato fiable de nuestras preferencias y lo que en realidad demuestra es que separar a la humanidad en dos grandes grupos, hombres y mujeres, es una aberración que sólo produce malentendidos. De hecho mi impresión es que mientras los varones, sean heteroxesuales o no, usan el porno asiduamente, con nosotras no sucede lo mismo, salvo en el caso de las lesbianas, un subgrupo muy activo donde los esquemas de dominación propios del porno triunfan porque al quitar de en medio al macho, las relaciones patriarcales de control se asumen sin complejos, como si por darse entre dos mujeres el control de una sobre la otra fuera un ejercicio de igualdad. Pero no quería desviarme por estos derroteros, lo que quería señalar -al hilo del debate sobre la sobrevaloración de la polla que ha lanzado la revista en papel de esta casa que acoge mis pudorosas palabras- es el dato de que el atributo masculino más buscado por mujeres consumidoras de pornografía es "big black cock", por delante de "big dick". El pollón negrote gana de largo (y de ancho) al pollón a secas, pese a la fama que tienen los negros (al menos los africanos y al menos entre mis amigas más viajeras) de amantes descuidados que sólo van a la suya.

Si tuviera que posicionarme al respecto les aburriría con los típicos argumentos sobre el valor de la química sexual frente a la inflación de lo anatómico. Por acabar pronto diré que la imaginación -por más que juegue al hiperrrealismo y a lo puramente carnal el porno se mueve en el ámbito de lo imaginario- prefiere la grandeza mientras que en la realidad lo grande se demuestra torpón e ingobernable. Una buena verga, desde luego, da gusto verla, pero a la hora de la verdad no sabes donde meterla, su monumentalidad acota el campo de juego y precisa, por parte de su portador, de una gran maestría en su manejo, lo cual no suele ser habitual pues los hombres bien dotados suelen conducirse con una suficiencia narcisista que les impide escuchar a su pareja en el baile. Dicho esto regresemos a mi dormitorio y sigamos con el relato interrumpido, prueba fehaciente, ya lo verán, de que el mundo está lleno de gozosas excepciones.

-¿Agua quieres?

Ahí estaba yo tumbada en la cama con un chichón creciente y una agradable desorientación, como colocada, ante mi rubio marinero que me había traído de la cocina un vaso de agua y me lo ofrecía en sus manos. Bebí mirándole a los ojos, mientras él se sonreía con una dentadura a lo Burt Lancaster. Luego le cogí su mano grandota y me la puse en la frente. Qué manos. Como se dejaba llevar me hice la enajenada y le pedí un beso que no tardó en darme. Seguimos, sin soltar palabra, y cuando nos desnudamos mis sospechas se confirmaron, aquel vikingo lo tenía todo grande. Muy grande, probablemente demasiado grande. Cogí aquel miembro descomunal en la mano -cómo pesaba, qué empaque-, me arrodillé ante él y me introduje, forzando la abertura de mi mandíbula, el glande flácido en la boca. Con el sabor se me vino a la mente la imagen de mi vecina gozando en la ventana unas horas antes. Pensé que quizás la fatiga, el tiempo de recuperación de aquel hombre cercano a los cuarenta, impediría la erección. En absoluto. Aquella verga digna de Príapo, como una gran big black cock pero blanquita y surcada de venas azuladas, se empoderó hasta tal punto que me la tuve que sacar de la boca por temor a que me hiciera saltar algún diente.

Lo tumbé en la cama y lo monté. Él se acomodaba a mis movimientos como si los dos formáramos un engranaje de precisión relojera. Más llena de lo que nunca he estado, rebosante, me entregué al orgasmo, a los orgasmos que se encadenaron en un continuo de placer que duró hasta que él se corrió y yo me dejé caer a su lado. 

Al poco me dormí. Cuando desperté mi hermoso marinero había volado. Por algo decía Cernuda que "los marineros son las alas del amor". Al mirarme en el espejo y ver mi chichón me di cuenta de que no sabía el nombre de aquel hombretón rubio como la cerveza que me había regalado un par de horas inolvidables.

Eso pasó el jueves. Ayer lo único que hice fue dormir y mirar en vano por el ventanuco del baño en espera de que apareciese de nuevo ese portento de la naturaleza. Hoy me he sentado al ordenador con el propósito de continuar con la redacción de mi tesis, pero he sido incapaz de concentrarme y he preferido escribir lo que me pasó con la esperanza de ahuyentar las perturbadoras imágenes que no cesan de ocupar la pantalla mental de mi frente abollada. Marcelo está al llegar y a alguien tenía que contárselo. En fin, que tengan ustedes un buen sábado.

 

Imágenes de Robert Mapplethorpe