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¿Una partidita?

El videojuego en la sociedad 2.0
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Hoy empieza la Madrid Games Week, una buena oportunidad para repasar la importancia cultural que han alcanzado los videojuegos en España y contarles de paso mi historia de amor con ellos. Amigos y curiosos me preguntan por el fulgurante éxito de los videojuegos, el cual ha desplazado a otras alternativas tradicionales de ocio y entretenimiento. Desde aquel lejano año de 1983, en que los primeros videojuegos para ordenadores personales domésticos de 8 bits –ZX Spectrum y Amstrad CPC, entre otros– empezaron a inundar el mercado español, hasta hoy han pasado tres décadas, tiempo suficiente para que el software de entretenimiento se haya convertido para escándalo de muchos en la primera industria cultural patria, superando en facturación al cine y música juntos (Fuente: aDeSe). Decenas de ferias, eventos, revistas especializadas y una comunidad de jugadores extremadamente dinámica y comprometida –probablemente su mayor activo–, han convertido a los videojuegos en un fenómeno social de enorme magnitud. Pero, ¿cuál es el verdadero atractivo de los videojuegos?

Algunos encuentran que su capacidad para transportarnos a realidades alternativas es lo que les convierte a los videojuegos en artefactos culturales tan especiales y exitosos. Su potencial de inmersión difiere del de otros medios clásicos, en el sentido de que incorporan un aliciente lúdico que nos sumerge en un espacio altamente simbólico, llamado por Johan Huizinga en su famoso Homo Ludens círculo mágico. Y es al atravesar las fronteras de dicho círculo (el espacio de juego), cuando se despliega y activa ante nosotros todo un mundo de posibilidades infinitas donde emergen narrativas, prácticas, roles y significados diversos en los que los jugadores se imbrican con el juego. En definitiva, serían la inmersión y capacidad de acción lo que les confiere un espíritu tan seductor.

La historia de un amor

Mi historia personal de amor con los videojuegos se inicia, como tantos otros recuerdos, en la admiración profesada hacia mi hermano mayor y sus aficiones. Aquellas cajas “mágicas” que reproducían mundos variopintos controlados desde un joystick obnubilaban a los presentes, y sí, yo también quería jugar como hacían los mayores. Las imágenes de largas sesiones de juego, que contribuían a superar los calurosos veranos de la jungla de Madrid, se entrecruzan con el intercambio de cartuchos y consolas portátiles en el patio de colegio. Honestamente, no soy muy consciente de cómo se fue afianzando nuestro romance, pero a día de hoy, puedo prometer que siempre le he sido fiel.

Existen tantas posibles arqueologías del juego como experiencias sensibles de los jugadores (siendo imposible desagregar la percepción individual de la historia personal de relación con el dispositivo). Por mis manos han pasado multitud de plataformas y géneros, desde la mítica portátil Game Boy hasta las recientes consolas de octava generación –véase Play Station 4 o Xbox One–. Sagas como Mario Bros, Zelda o Pokémon, objetos de culto de decenas de millones de jugadores, no solo han llenado el vacío de  incontables horas muertas, sino que en cierta manera me han hecho ser quien hoy soy. Las experiencias con el videojuego nunca son pasivas, nuestras prácticas con ellos se inscriben en el cuerpo –como diría Foucault– reconfigurando nuestra identidad, nuestro propio yo. Subjetividades, fandom (conjunto de aficionados altamente implicados), cultura gamer… A este fenómeno social de los videojuegos y su metacultura emergente he dedicado mi tesis de postgrado, una tesis de nombre infinito sobre Diablo III que muestra la complejidad de relaciones que se tejen entorno a un videojuego de rol en el que el jugador interpreta a un héroe que debe derrotar a las fuerzas del inframundo lideradas por el señor oscuro.

¿Cosa de adolescentes con problemas de acné y déficit de sociabilidad?

   El imaginario colectivo del videojuego está sobrecargado de estereotipos, como si fuera una actividad banal, dominando una visión negativa y parcial de los jugadores. Tradicionalmente la aparición de nuevos medios lleva implícito el auge de una serie de discursos tecnofóbicos, y los videojuegos, no siendo una excepción, cargan de este modo con una suerte de mélange de clichés y prejuicios que difieren bastante de la realidad. Más de una vez, durante la realización del trabajo de campo de mi tesis, alguien me dijo: “Ah, así que entonces eres un friki de esos de los videojuegos ¿no? Pues no lo pareces”.  Es bien sabido por todos que un videojugador ha de venir con certificado de autenticidad bajo el brazo… Frente a la creencia popular el perfil del videojugador español es muy variado; en primer lugar un cuarto de la población española se declara jugadora habitual (a lo que habría que sumar los jugadores ocasionales, una parte muy significativa desde el auge de las aplicaciones móviles). ¿Cosa de hombres? El público femenino ya suponía el 41% del total de videojugadores españoles en 2011 y en  géneros como los social & casual games las mujeres son mayoría. Si a eso le añadimos que la mitad de los videojugadores tiene más de 35 años, es difícil seguir manteniendo el estereotipo del adolescente con acné.

¿Quién no ha jugado alguna vez en el metro a aniquilar construcciones disparando pájaros irascibles en Angry Birds?, ¿a quién no le han mendigado en Facebook alguna vida para Candy Crush, ese juego consistente en agrupar caramelos y dulces, con más 500 millones de descargas en un año, o lo que es lo mismo, jugado por uno de cada doce habitantes del planeta?, ¿quién no ha cultivado mazorcas y hortalizas en la granja de Farm Ville? Es incuestionable que los videojuegos se han ganado un espacio privilegiado en la realidad sociocultural que nos rodea, articulando nuestras actividades cotidianas a través de lo que Larissa Hjorth denomina copresencias y en una reinterpretación constante de los medios clásicos. De hecho, los videojuegos cumplen las mismas funciones de las que hablaba Vladímir Propp en sus análisis de los cuentos populares rusos, pero en un nuevo medio que favorece la interactividad y se imbrica con distintos espacios y escenarios.

Un lugar en el museo

En 2009, después de intensas reivindicaciones, el Ministerio de Cultura Español  reconocía a los videojuegos como industria cultural. Mientras, en 2012, el MoMa de Nueva York inauguraba su propia colección permanente de videojuegos estrenándose con 14 títulos (recientemente ha incorporado nuevas adquisiciones a sus fondos).  Desde clásicos Arcade de los 80 como el célebre comecocos Pac-Man o el archiconocido videojuego-puzzle, Tetris, hasta lanzamientos más recientes visualmente espectaculares como el juego de lógica y retos mediante portales, Portal, todos ellos ejemplos destacados por su gran impacto e influencia en el diseño interactivo moderno.  Pese a estos recientes reconocimientos no sólo continúan las reticencias a considerarlos como formas de arte legítimas, sino que a menudo los videojuegos son tildados de infantiloides, cuando no de peligrosamente adictivos.

Estos argumentos no se sostienen realmente en datos empíricos y, en cualquier caso, no se tienen las mismas prevenciones con otros productos culturales. Que Don Quijote perdiera la cabeza por su afición a la lectura, no parece mostrar tal alarma social. ¿Hablamos de adictos al cine o a la música? Curiosamente no nos parece nada extraño que unos fans hagan colas durante días para ver a su cantante favorito, pero en cambio, si unos videojugadores se implican especialmente con un juego determinado es porque son unos adictos con disfunciones sociales. Paradójicamente las encuestas revelan que los videojugadores se muestran más activos y satisfechos en sus relaciones sociales que la población media española en general. Los videojuegos son dispositivos fecundos de interacción donde surgen vínculos emocionales y puede aflorar la amistad entre jugadores unidos por una misma pasión, la de los artefactos lúdicos. La ética, los códigos de honor o el altruismo entre jugadores son prácticas habituales que fortalecen las afectividades de la comunidad. No existe ninguna regla formal o escrita que incite o favorezca los procesos emergentes de ayuda o redes de solidaridad, sin embargo, los jugadores configuran estructuras informales de intercambio simbólico que cohesionan y organizan al grupo en su cotidianeidad. De este modo, los jugadores expertos facilitan consejos, recursos y todo tipo de ayudas a los más novatos mientras que las interacciones del día a día estrechan los vínculos de amistad.  Conozco infinitos casos de conocidos –yo mismo en muchas ocasiones– que han recorrido decenas de kilómetros para encontrarse en quedadas con otros amigos que un día simplemente fueron “virtuales”. Las relaciones sociales y afectividades surgidas en el juego, por tanto, se difuminan entre los espacios online y offline traspasando nuestra subjetividad y nuestra vida ordinaria.

Adiós a la comba y al balón

Las prácticas y los imaginarios sociales respecto a los videojuegos, han cambiado radicalmente durante sus tres décadas de existencia. Este hecho queda muy patente en las estrategias de segmentación comercial utilizadas por las grandes compañías, las cuales han sabido captar la atención de un amplio espectro de población. De hecho, yo mismo –como tantos otros– me dejé seducir por el anuncio de Amparo Baró, la entrañable protagonista de 7 vidas, comprándole a mi madre el célebre juego de puzles y ejercicios mentales, Brain Training. De esta primera experiencia, que no surgió con pretensiones más allá de un mero entrenamiento mental, mi madre fue progresivamente aficionándose a la consola portátil y reclamando nuevos títulos. He de reconocer, si se me permite, que resulta mágico contemplar como se va gestando una gamer que ahora devora desde novelas interactivas de resolución de misterios (como el Profesor Layton, en la imagen inferior), a todo tipo de aventuras y plataformas.

La ubicuidad del videojuego y el ocio interactivo ha facilitado la incorporación de nuevas generaciones debido a la mayor visibilización, diversificación  y extensión de targets. Y es que el videojuego no sólo ha  desplazado entre los jóvenes a otras alternativas tradicionales de ocio como la música, sino que sus fauces aún salivan con objetivos más ambiciosos. El videojuego se ha ganado por derecho propio un espacio exclusivo dentro de los procesos de socialización juveniles. Los juegos tradicionales en las escuelas han sido irremediablemente sustituidos por mareas de consolas portátiles con Pikachu y Cia. a la cabeza, con ese Pokémon convirtiendo al jugador en el mejor entrenador de monstruos digitales mientras completa su colección de criaturas virtuales. No existe serie o película de éxito juvenil sin su contraparte lúdica. Sí, señoras y señores, desde Hanna Montana a Dora la Exploradora todos cuentan con su videojuego propio y, es más, sus cifras de ventas rebasan sobradamente a  cualquier otro tipo de merchandaising. Probablemente exageren, pero algunos afirman que el software de entretenimiento ha asesinado a la comba y al balón en los patios de colegio.

¿Consumidor sumiso? No, jugador activo.

Cada jugador puede reivindicarse como un agente transformador de la realidad. Los jugadores no se limitan a adoptar las normas del juego como dadas, sino que continuamente reinterpretan prácticas, objetivos y significados de maneras no siempre previstas por los desarrolladores. De la misma manera que Twitter comenzó siendo una red de microblogging en la que expresar estados de ánimo e inquietudes y acabó empleándose como un instrumento para organizar revueltas políticas, dentro de los márgenes de maniobra de los que disponen, los jugadores inventan, actualizan, readaptan o ignoran las prácticas y modos de juego programados. Desde boikots, fandom o mods–modificaciones que permiten alterar el diseño original del juego con nuevos personajes, objetos o ambientaciones–, hasta verdaderas revueltas en servidores online, los jugadores no se resignan a ser percibidos como consumidores sumisos.

Así, en el afamado rol de World of Warcraft, un grupo de jugadores insatisfechos por las medidas adoptadas por la productora decidieron movilizarse para colapsar el servidor a modo de protesta. Los guerreros de dicho juego (una de las diferentes clases seleccionables), indignados porque habían empeorado sus estadísticas de combate, organizaron un acto de protesta concentrándose en masa en Forjaz (en la imagen superior), consiguiendo colapsar e inutilizar por completo esa ciudad virtual, dado que el servidor no estaba capacitado para asimilar una cantidad tan numerosa de jugadores localizados simultáneamente en el mismo emplazamiento.

Existen infinidad de definiciones de videojuego, pero tenemos que tener claro que un videojuego no es un mero cartucho (hardware) programado (software). Dentro del campo de los games studies (estudio académico de los videojuegos) es común encontrar reivindicaciones, especialmente entre ludólogos y situacionistas, que nos recuerdan que los videojuegos por sí solos (entendidos únicamente como dispositivo tecnológico) no serían más que un conjunto de microchips y código. A diferencia de lo comúnmente pensado, los videojuegos son redes de actuaciones y agencias (humanas y tecnológicas). Por tanto, no es posible distinguir entre jugadores y juego, porque los jugadores son una pieza inseparable de estos. Crean, interactúan, transforman, reproducen valores y significados… en definitiva, los jugadores son artífices de realidad y experiencia de juego, y al mismo tiempo, llegan a convertirse en una parte indispensable de nuestra propia identidad (a través de procesos de inscripción y encarnación). Los videojuegos, de este modo, inscriben en nuestro propio yo una serie de afectividades y experiencias con los dispositivos lúdicos, traspasando las barreras del propio artefacto en sí, y configurando una cosmovisión del mundo determinada. La realidad en la que habitamos es una construcción sociosimbólica ideal en la que se entremezclan diferentes espacios y escenarios físicos y virtuales que vamos transitando; de esta manera, yo no podría concebir mi mundo e historia vital cercenando este tipo de artefactos.

Amistades, filias, fobias, experiencias, y sobre todo, muchas emociones al rememorar los títulos que han pasado por mis manos. Y es que no se puede evitar una lagrimilla cuando alguna compañía anuncia que va a lanzar un remake de alguno de los títulos clásicos que marcaron tu infancia, como es el caso de Link, el pequeño hylyano de túnica y capucha verde que ha de salvar el mundo de Zelda (y del que, por cierto, estamos celebrando su 25 aniversario), o la franquicia Final Fantasy, saga que sin duda ha marcado a toda una generación.  De hecho, mientras escribo el presente artículo me inundan las ganas de jugar a Final Fantasy X, título que acaba de ser lanzado al mercado en versión remasterizada readaptando el éxito comercial cosechado hace más una década. Aún recuerdo las caras de asombro de los presentes al visionar las pulidas e impactantes cinemáticas, las largas colas en los videoclubs para hacerte con una de las copias y sentirte el ser más afortunado del mundo o las prisas para llegar a casa y sumergirte en el caótico universo de Spira. Pero sin duda alguna, lo mejor de todo era poder comentar con tus amigos los progresos, crear estrategias conjuntas para derrotar a los enemigos más poderosos o compartir incontables horas de juego.  Y es que es tanta mi pasión por la saga mencionada, que desde aquí lanzo una seria proclama. Si no has jugado a Final Fantasy, no eres digno de llamarte gamer.