Contenido

'The Simpsons', el gran autorretrato de los noventa

Modo lectura

Matt Groening entra en el plató de David Letterman, que le recibe con un pelazo de cuarentón interesante y una corbata indefinible. La banda toca la típica ráfaga de entrada de talk show americano, llena de músicos que parecen sacados de Duran Duran y Huey Lewis and the News. Es un día como hoy, un 16 de diciembre de hace 25 años, y Groening viene a anunciar el especial de navidad de The Simpsons que se emitirá al día siguiente como avance de la primera temporada de la serie, a continuar después de las vacaciones.

No es que los personajes sean unos completos desconocidos para el espectador estadounidense, pero sí necesitan una pequeña presentación a nivel nacional: hasta ahora, los gags de la familia Simpson han sido simplemente piezas de dos o tres minutos emitidas por la recién creada cadena FOX dentro de un programa contenedor llamado The Tracy Ullman´s Show. Lo cierto es que, aunque estas tiras lleven dos años en antena, David Letterman no parece haberlas visto nunca. Se dice a menudo que The Simpsons no es una serie para niños, y es verdad, pero requiere de unos registros generacionales y aquí Letterman parece completamente fuera de onda.

En cierto modo, el presentador representa los ochenta y el dibujante ya ha entrado en la siguiente década. Vive en Venice, California, y todo le parece demasiado “new age” –“mis padres, esos beatniks”, que diría un iracundo Ned Flanders–, demasiado inocente, supongo. Tiempos de Salvados por la campana y Michael J. Fox. En 1989, Estados Unidos es un país arrasado pero aún no se ha dado cuenta. No muy lejos de Portland, donde nació Groening, Nirvana publica su primer disco, Bleach, mientras Kurt Cobain prepara “Smells like teen spirit”, otro himno de inadaptados orgullosos.

Lo disfuncional , de repente, convertido en reclamo estético y fenómeno de masas. Todo lo que se intentó tapar durante años tras la sonrisa de Ronald y Nancy Reagan a las puertas de la Casa Blanca y que ahora explota en todo su esplendor. Sin duda, la FOX y Groening sabían que la historia de una familia de clase media residente en cualquiera de los veintidós Springfields que hay en Estados Unidos podía ganarse el corazón de muchos hogares: los que se verían retratados y los que, gracias a dios, jamás serían así y podrían respirar aliviados. Lo que seguro que no se imaginaban eran audiencias de 28 millones de espectadores de media durante la primera temporada, que se mantuvieron por encima de los 20 hasta 1993. Tal fue el éxito que Tracy Ullman puso una demanda pidiendo su parte mientras George Bush exigía su retirada inmediata de la pantalla. Sin ningún éxito en ambos casos.

Está claro que la serie conectó con una sensibilidad y que esa sensibilidad era marcadamente noventera. La Generación X, que diría Douglas Coupland. Algunos quisieron compararla con Los Picapiedra, pero en realidad no había una referencia clara, quizá los gamberros Beavis and Butthead que comentaban vídeos en la MTV mientras vivían sus aventuras de “Ni-Nis” estadounidenses.

Hay un capítulo de 1996 que para mí refleja perfectamente esta afinidad generacional: Homer se cansa de que sus hijos le consideren un anticuado y se une al festival Lollapalooza, que va de gira por todo el país. Es la gran atracción, por delante de Sonic Youth, Smashing Pumpkins y Cypress Hill. Todo lo que tiene que hacer es recibir un cañonazo a bocajarro y detener la bala con la tripa, levantarse, saludar y que el show continúe. Lo banal dentro de lo presuntuoso.

El capítulo, como todos, tiene mil lecturas, pero a mí me gusta la frase con la que Homer se despide de Billy Corgan y sus Smashing Pumpkins –en un principio iban a ser Courtney Love y Hole pero rechazaron la invitación–: “Quería daros las gracias por vuestras canciones depresivas que me ahorran explicarle a mis hijos que no tienen ningún futuro”. Así eran los noventa y desde luego así era esa cosa llamada grunge y sus derivados.

Así eran también The Simpsons: humor negro dulcificado. La tristeza y una cierta desesperación vital pasadas por el filtro del dibujo animado, donde todo nos es más fácil. La distancia, de nuevo. Una sociedad que hace terapia de grupo con muñecos y no con personas, que se explica la realidad a sí misma como se le explica a los bebés.

Creo que a Groening le empezó a ir mal cuando la Generación X, esa de Lollapalooza y las canciones tristes, salió del mapa y abandonó la serie o, más bien, cuando la siguiente generación, los llamados millenials, encontró sus propios referentes. Hay un cierto acuerdo en que The Simpsons se convirtió en una serie demasiado “blanda” y la respuesta de Groening fue llevarse la ironía a mil años de distancia con Futurama, ese pobre Fry criogenizado por accidente, que no puede evitar vivir con sus recuerdos de eterno veinteañero mientras la cabeza de Nixon intenta volver a hacerse con el poder.

Lo cierto es que para entonces ya se habían estrenado dos series que le iban a adelantar por la derecha a The Simpsons en materia de inadaptación y elogio de los perdedores, sumando además una clara conciencia iconoclasta: en primer lugar, South Park, que apareció en 1997 para escandalizar a todos los bienpensantes, a veces hasta el exceso, y, posteriormente, Padre de familia, el primero de los inventos del genial Seth McFarlane.

MacFarlane supo llevar la disfuncionalidad un paso más allá cuando la gente seguía enganchada a los problemas de Ross y Rachel en Friends. La serie fue un bombazo en 1999 y lo volvió a ser a partir de 2005 cuando se emitió de manera más regular tras varios problemas con la censura. Padre de familia tenía puntos en común con la familia Simpson pero ahí todo era más extremo. Bush hijo sustituyendo a Bush padre. Homosexualidad, pederastia, zoofilia y mucho humor absurdo sacado del esplendor post-Seinfeld del stand-up comedy.

¿Qué queda entonces de The Simpsons justo 25 años después? Reposiciones en Antena 3 de los mejores éxitos y unos índices de audiencia cada vez más bajos. Bart puede tener diez años todo el tiempo que Groening quiera pero a nadie se le escapa que debería tener 35. Una generación ha pasado por delante de ese sofá y esos cuadros torcidos. Quizá sea el momento de echarse a un lado con elegancia y dejar que nuestros hijos dibujen sus propios autorretratos. El objetivo, como Groening le decía en aquella entrevista a Letterman, sigue siendo el mismo: que a los chicos les encanten las historias y sus profesores las odien.