Contenido

San Pancracio

Modo lectura

Para hablar, escribir y representar el aborto siempre se utilizan las grandes, las más grandes, las grandísimas palabras. El imaginario más terrorífico. Matanza de inocentes. Herodes. Las espadas en alto que abren niños como si fueran corderos lechales. Asesinato. Brujas. Hierbas tóxicas y mujeres que se desangran entre terribles dolores. Fetos muertos de cinco meses que se chupan el dedo dentro de bolsas de plástico. La vida y la muerte. Arrogarse el poder que solo tienen los dioses. Robar el fuego. Prometeo y Frankenstein. La moral. La dignidad. El último recurso. La tierra, la luna, la fertilidad, las habichuelas. La maternidad como ácido desoxirribonucleico de la semántica de la mujer escrita con letras mayúsculas. La suciedad. El excremento. La concepción de la biología como disciplina teológica. Los sentimientos antinaturales. Como si lo natural fuera siempre sinónimo de lo humano. Grandes, grandes palabras que, ante la amenaza de la contrarreforma de Gallardón, generan contraofensivas punks, destroyers, mal habladas, blasfemas, virulentas –todas imprescindibles– en torno a la colonización del cuerpo femenino –“Fuera vuestros rosarios de nuestros ovarios”–. También se vuelve a recordar el cantar de gesta de la conquista de derechos: se reedita, a veces con, a veces sin nostalgia –la nostalgia se parece a las bebidas alcohólicas: a menudo embriaga y produce accidentes–, el relato de la Transición. Se toma conciencia de hasta qué punto los logros estaban cogidos por los pelos y de hasta qué punto hemos vivido dentro de un espejismo. Se mira hacia atrás con cierto cansancio y se saca del baúl de los recuerdos consignas que nunca se hubieran debido guardar: una retórica y una ideología feministas situadas a pie de calle y no tanto en los departamentos de las universidades más caras del mundo.

Entre las grandes palabras, destaca la manipulación de una de ellas: libertad. Todos sabíamos ya que la ética del neoliberalismo reducía el significado del término a la libertad de comprar y de vender. El ministro Gallardón dio un paso más allá. Contaminó el debate sobre el aborto esgrimiendo la libertad de los pobres. Como si partiese el pan con las dos manos. Consiguió dar una vuelta de tuerca más a la semántica del término vendiendo una acepción de la libertad de las mujeres que se relacionaba con la libertad de ser madre. El razonamiento es retorcido, pero sus premisas fundamentales son las siguientes:

1. La mujer se entiende en esencia –más que en existencia, en contexto, desde una perspectiva plural–.
2. La esencia de la mujer reside en su posibilidad de concebir, parir y en algunos casos incluso criar y educar a los hijos.
3. Todas las mujeres desean ajustarse a los imperativos de su esencia, “realizarse” en su esencia de mujer –todo huele a naftalina en los armarios, a publicidad, a copas de coñac que son cosa de hombres–.
4. Desear abortar un hijo va contra la naturaleza humana en general y la femenina en particular.
5. Solo las mujeres pobres se ven forzadas a abortar por no poder mantener a sus criaturas.
6. La obligación de un gobierno responsable es ayudar a estas mujeres desfavorecidas.

Bajo el paraguas de este razonamiento, bajo la máscara de una especie de caridad cristiana, se neutraliza la posibilidad de que existan mujeres que no quieran ser madres; dejan de ser mujeres las menopáusicas, las ancianas, las estériles, las niñas y las que deciden no tener hijos porque les da miedo parir, el mundo en el que viven o sencillamente no los desean; se condena con crueldad a las madres de los hijos con malformaciones y a estos propios niños enfermos, para los que toda su vida se prolongará en un dolor; se demoniza el sexo y las formas de la sexualidad no reproductivas; un derecho se penaliza y se convierte en culpa; se abre aún más la brecha de la desigualdad entre las mujeres ricas y las mujeres pobres; se fomenta una visión de la mujer que aborta como una guarra, una infeliz, una harpía, una analfabeta o una loca…

Es brutal el grado de perversidad inmanente a esgrimir la precariedad de las mujeres y la necesidad de ayudarlas en su decisión de ser madres para transformar una ley de plazos en una de supuestos; es cínico esgrimir la causa de los pobres del mundo al mismo tiempo que se anulan las leyes de dependencia y se lleva a cabo una reforma laboral aterradora que genera una precariedad y una pobreza que se ceban muy especialmente en los más pobres. La bondad, la humanidad, la rectitud, incluso la compasión, las grandes palabras de un diccionario lleno de falsos significados, se utilizan para apuntalar las bases de una sociedad cada vez más desigual donde la necesidad del justo reparto de la riqueza se sublima en galas benéficas donde los ricos conceden premios filantrópicos a excelsos ladrones que redimen sus penas donando quinientos euros para sanar enfermedades incurables, rellenar cestas de la compra vacías como estómagos de niños de Biafra, para salir en la foto. Los ricos buenos se preocupan y hacen felices a esos pobres que viven en roulottes, chabolas o en el piso de los abuelitos, y aguan la leche del desayuno de sus hijos pequeños. Los pobres aguan la leche de sus hijos porque, cuando ellos eran pequeños, sacaban malas notas en la escuela, porque habían sido indolentes, vagos, puede que hasta viciosos. Esa ética paternalista encaja con la retórica de Gallardón perfectamente sincrónica con un plan general de recortes y con el desmantelamiento de lo público. La contrarreforma de la ley del aborto no fue una cortina de humo para que nos distrajésemos de las reformas económicas. La contrarreforma de la ley del aborto responde a la misma ideología, al mismo plan, a la misma reacción, a la misma enfermedad del sistema.

Ahora lo único que espero es que la gran palabra de la “dimisión” no se utilice como un sinónimo de bonhomía o de dignidad políticas. Que la dimisión no sirva para dulcificar la imagen del personaje. Que un último gesto de orgullo no genere un halo de incandescente dignidad que ilumine a Gallardón haciendo de él dulce figurita del Belén, benéfico y generoso san Pancracio rodeado de perejil encima de la nevera, Ecce Homo de Salzillo en el momento fulgurante del paso procesional.