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Prisioneros del plano secuencia

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“Esta película ha sacudido mi mundo y sacudirá al público de todo el mundo.” Eso dijo el presidente del jurado de la Berlinale, el cineasta Darren Aronofsky, al anunciar que Victoria había ganado el Oso de Plata a la mejor contribución artística por el trabajo de su director de fotografía, Sturla Brandth Grøvlen. El motivo, del premio y del impacto, es que la película, un thriller urbano y nocturno, está filmada en un único, descomunal plano de 140 minutos que abarca toda la película. Victoria, dirigida por Sebastian Schipper y estrenada en España hace un par de semanas tras pasar también por San Sebastián y Sitges, ha sido además la ganadora de la última edición de los Lola, los Oscar alemanes. Es la película-sensación en una sola toma de este año, como la del año pasado fue la oscarizada Birdman. La diferencia es que la película de Alejandro González Iñárritu estaba integrada en realidad por una sucesión de planos secuencia empalmados después digitalmente, actualizando el truco de La soga (1948), primer largometraje que ofreció la ilusión al espectador de estar asistiendo a una película filmada en una sola toma. En cambio, la película de Schipper está rodada de un tirón, sin trampa ni cartón digital.

Victoria cuenta un encuentro a la salida de una discoteca de Berlín entre una chica española con ganas de fiesta y de conocer gente —interpretada por la catalana Laia Costa— y un grupo de chicos que le caen en gracia, el nacimiento de una amistad e incluso un amor y, finalmente, un desastroso atraco y sus inmediatas y terribles consecuencias. Todo en tiempo real, o algo parecido, porque las más de dos horas y cuarto de película transcurren entre las cuatro y las siete de la mañana. Lamento no sentirme sacudido yo también, pero es que se trata de un relato mínimo —pese al metraje— y poco o nada original, trufado de situaciones y personajes inverosímiles, moroso a veces y atropellado en otras. Consecuencias de la supeditación de todo cuanto acontece a lo que parece ser el fin único y último del director: la construcción de un ditirámbico plano secuencia al que se le concede el protagonismo incluso en la promoción. “Una chica. Una ciudad. Una noche. Un plano”, reza el cartel de la película, último eslabón, hasta ahora, de la cadena de intentos de hacer cine prescindiendo del montaje a base de llevar al límite, es decir, hasta los límites físicos del propio film —su principio y su final—, la suerte torera de la toma larga, que, pese a haberse sofisticado y generalizado más adelante, se usa desde que el cine era mudo.

Un plano secuencia, poderosísima herramienta, arte mayor en las manos adecuadas, consiste en trenzar todo un bloque argumental —una secuencia— sintetizándolo en un solo tiro de cámara, sin recurrir a empalmes posteriores. A falta de edición, se trata de inyectar puesta en escena pura y dura, claro, y la dificultad, que puede llegar a ser extrema, crece cuantos más elementos entran en juego en la secuencia —ergo, también con la duración—, y cuanto más movimiento incluye, externo o interno.

Planos secuencia los hay de todo tipo. Incluidos aquellos en los que la cámara permanece inmóvil. Como muchos de los de Chaplin, donde el movimiento, vertiginoso a veces, se da dentro de un encuadre estático. O como aquel de Dos cabalgan juntos (1961), que muestra durante varios minutos a James Stewart y Richard Widmark charlando de sus cosas sentados al borde del río en el que está incrustada la cámara de John Ford, que sólo filma, nunca se mueve.

Los hay también de movimiento parsimonioso, susurrante, casi imperceptible a veces, pero implacable como el paso del tiempo. Líricos para unos, anestesiantes para otros. Son los de Antonioni, Kiarostami, Godard, Tarkovski… Aunque son los rutilantes, los estridentes, los que parecen gritar “aquí estoy yo”, los más populares. Comenzando por aquel comienzo impetuoso, despampanante, que Welles imprimió a Sed de mal (1958). Y siguiendo por aquellos con los que Berlanga o Altman resaltan la coralidad de sus historias, o los envolventes de Scorsese, Paul Thomas Anderson o Alfonso Cuarón, tan furiosamente narrativos. Hoy, beneficiados por los avances tecnológicos, son habituales incluso en los blockbuster, y empiezan a serlo en las series ávidas de reconocimiento crítico.

Eso, hoy. Cuando hace casi siete décadas Hitchcock se planteó que La soga transcurriera en tiempo real, o algo parecido, otorgándole la apariencia de un gigantesco plano secuencia y prescindiendo en la medida de lo posible del montaje, la medida de lo posible la marcaba la duración de los rollos de película: diez minutos. La soga, que se supone que transcurre a lo largo de una hora y tres cuartos pero dura 80 minutos, simula estar construida con una única toma que en realidad son diez. Hitchcock quería acercar el cine, tan fragmentario, al teatro. Se trataba de un experimento, y el mérito era descomunal, pero el resultado fue tan innovador, tan insólito, como fallido. La soga es una película menor de Hitchcock, de la que poco más se recuerda además del pulso técnico, y que está punteada por unos cuantos movimientos de cámara sin función narrativa y con el único fin de disimular el cambio de toma. El propio Hitch se lo admitió a François Truffaut: “Era completamente estúpido porque rompía con todas mis tradiciones, y renegaba de mis teorías sobre la fragmentación del film y de las posibilidades del montaje para contar visualmente una historia”, dice en El cine según Hitchcock. Aun así, considera que fue “una experiencia perdonable” después de que Truffaut defendiera el film alegando que es “la realización del sueño que cualquier director debe acariciar en un momento dado de su vida, un sueño que consiste en querer complicar las cosas con el fin de obtener un solo movimiento”. Lo que Hitchcock sí consideraba “imperdonable” era haber intentado repetir la experiencia —sin conseguirlo, esta vez— en Atormentada (1949).

A Hitchcock le hicieron caso: nadie volvió a repetir durante décadas, y aquel error genial del mago del suspense permaneció como un ejercicio de estilo único en la historia del cine hasta que, medio siglo después, Mike Figgis hizo Time Code (2000). Que no consiste en uno, sino en cuatro planos secuencia, rodados con cámaras digitales. Cada uno de ellos dura lo mismo que la película, y todos se ven simultáneamente en pantalla, siempre fragmentada en cuatro partes. Son cuatro historias, o cuatro películas, en una. Interconectadas entre sí, además: los planos, cada uno de los cuales sigue a un personaje durante un mismo período de tiempo, no sólo se rodaron de una tacada, sino a la vez, porque, rizando el rizo, en algunos momentos personajes y tramas se cruzan. Hay drama, romance, sexo, terremotos, sátira sobre el mundo del cine —¡y sobre la propia apuesta formal del film!— y finalmente tragedia. Se puede discutir si es pertinente o si todo está también al servicio del efecto. Pero el mérito es, también aquí, indiscutible, porque de nuevo se trata de una primera vez (o de cuatro). En su crítica de la película, Roger Ebert decía alegrarse de haber visto un film que “tiene un lugar en la historia de las películas”, pero apuntaba la clave del asunto: “En alguna parte debe de haber una historia enterrada aquí, e incluso espléndidas interpretaciones. Podemos intentar extraerlas en un segundo o tercer visionado, pero ¿por qué usar un estilo que las oscurece? Si Time Code demuestra que se pueden contar a la vez cuatro historias sin fragmentar, también demuestra que el experimento no necesita ser repetido”. Como con La soga, lo imperdonable sería insistir.

Un par de años después, Aleksandr Sokúrov también rodó El arca rusa (2002) con una cámara digital que permitía lo que la tecnología analógica no permitió a Hitchcock: hacer toda la película en una sola toma, y no sólo simularlo. Nacía el plano película (Time Code no lo era, en puridad, pues allí los planos eran cuatro). En realidad, a Sokúrov se le adelantó por unos meses —al menos en el estreno— el boliviano Fabrizio Prada con Tiempo real (2002), un thriller amateur (o casi) rodado del tirón que consiguió el crédito de entrar en el Guinness y ninguno más. El arca rusa es otra cosa. Una deslumbrante inmersión en el museo del Hermitage que es a la vez un repaso al pasado de Rusia salpicado de reflexiones sobre la función del arte y de la historia, en la que además el plano secuencia es plano subjetivo: corresponde a la mirada de uno de los dos personajes que van recorriendo las estancias del museo. El despliegue, más allá de que uno se pierda en las disquisiciones, es cinematográficamente apabullante, y la toma única se engarza naturalmente en un conjunto que es una ambiciosa, radical, exigente consigo misma y con el espectador apuesta artística. El arca rusa, reto mayúsculo, película ensayo, es cine experimental, pero no sólo por el plano secuencia que la vertebra, que de algún modo ejerce de metáfora del flujo continuo de la Historia, así, en mayúsculas. Habrá quien alegue que es un coñazo y todo esto, chorradas, pero el caso es que aquí el plano secuencia no parece una opción gratuita y prescindible, sino integrada con coherencia en la propuesta, guste ésta o no.

El arca rusa también fue, por la magnitud de su desafío creativo, una primera vez. Quizá la última de ellas. Pero pese a la advertencia de Ebert, tras Figgis y Sokúrov, lo de los planos secuencia estirados hasta ser planos película se ha convertido en recurrente, incluso en clave de cine de género. Se trate de un thriller, como la colombiana PVC-1 (Spiros Stathoulopoulos, 2007) o la iraní Mahi va gorbeh / Fish & Cat (Shahram Mokri, 2014), o de una de terror, como la uruguaya La casa muda (Gustavo Hernández, 2010) o su remake made in USA The silent house (Chris Kentis y Laura Lau, 2011). Descartados ya el vértigo y el mérito de la novedad, siempre surge la misma pregunta: ¿de verdad esto no se podía hacer recurriendo al montaje? ¿No es ahí, en el trabajo de edición, donde consideraba Welles que radicaba eso que se ha dado en llamar la magia del cine? Desde Griffith y los pioneros soviéticos, sabemos que es quizá la herramienta más poderosa del séptimo arte, y que posibilita la elipsis, ese invento formidable que nos ahorra a los espectadores un montón de elementos —es decir, de minutos— innecesarios que este cine de metraje siempre inflamado, filmado del tirón y servido sin editar nos obliga a tragarnos a mayor gloria del exhibicionismo y el ego del cineasta de turno.

En Birdman hay brillantes diálogos e intérpretes magníficos oscurecidos por los malabarismos de la cámara, que, en lugar de complementar, distraen la atención del espectador. ¿No se podía haber planificado y editado el film —más allá de sus empalmes invisibles— pensando en cambio en iluminar el texto y a los actores? En Victoria, por el contrario, todo resulta convencional, incluso tópico, salvo el continuo tour de force que es el rutilante trabajo de cámara premiado en Berlín, al servicio del cual gira y se construye todo lo demás. En Birdman, el alarde es prescindible. En Victoria, parece ser lo único que cuenta. En ambas, es un manierismo que lo devora todo. Una herramienta formidable que, ya sea en clave lírica o narrativa, es arte mayor del cinematógrafo, se ha deformado a base de supervitaminarla y mineralizarla, hasta el punto de aprisionar películas enteras y a sus espectadores. La última hasta ahora, esta Victoria que ni siquiera sale victoriosa en términos puramente atléticos, de competición por ver quién la tiene más larga (la toma), pese a sus larguísimos 140 minutos. El récord lo ostenta One Shot Fear Without Cut, un film indio dirigido por un tal Haroon Rashid, al parecer de terror, estrenado en alguna parte el año pasado y que, según la página del Guinness, dura tres horas, 28 minutos y cuatro segundos. A ver si Aronofsky se atreve con la sacudida.