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Pop y espiritualidad

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«¿Pero a quién llevas ahí?». Muy probablemente esta pregunta fue la que más veces me hicieron a lo largo de los cuatro días. Situémonos: me encontraba en Lisboa, en el Congreso Lusófono de Esoterismo Occidental. Mi campo académico —estudio y crítica de la ética de la autoayuda— me había llevado a participar en la mesa sobre new age, pero me descubría perdido entre mesas sobre magia sexual, hermetismo, teosofía, jungianismo militante, estudio de las ciencias arcanas, wiccas y alquimia. «¿Pero a quién llevas ahí?». Acostumbrados a mandalas, símbolamaraos masónicos o rosacruces, inscripciones taumatúrgicas y mensajes cabalísticos, el rostro resplandeciente e inmaculado de Don Draper que adornaba el fondo de pantalla de mi teléfono se erigía como la representación más incomprensible e inclasificable de todas, precisamente por su carácter exotérico, público, multitudinario. Me gustaba imaginarme como un personaje escéptico de Lovecraft, que se acerca al mundo de lo oculto por primera vez, y que esta imagen era el último vestigio terrenal que me permitía conectar con el mundo visible. «¿Pero a quién llevas ahí?». Es el protagonista de Mad men, una serie sobre el mundo de la publicidad en la Nueva York de los años 60.

«Pero al final termina como nosotros».

Con esta declaración llega una sonrisa burlona, que se complace en anunciar el triunfo del mundo de las energías y lo suprasensible al de la pura carnalidad incrédula y cínica, también en la serie. Y eso es al menos aparentemente cierto: después de siete largas temporadas en las que Don Draper encarna el sueño testosterónico del capitalismo —mujeres, éxito y alcohol—, transformándolo a su vez para reforzar su hegemonía (con Madison Avenue como fábrica de sueños, como cuna del posmoderno amor romántico), nuestro apuesto publicista sufre una crisis final, definitiva, alejado completamente de todos los demás, abandonado en las instalaciones de un retiro espiritual sospechosamente parecido al Instituto Esalen. Es allí, en los planos finales del último episodio, tras la hecatombe afectiva, que la serenidad —y una sonrisa calculadamente ambigua— vuelven a colonizar la pantalla: descubrimos a Don Draper, sentado en posición de loto, lanzando un largo «oooom», inmerso en una meditación campestre.

Todo parecería indicar que sí, que al final sufre una transformación. Tras la experiencia radical llegaría la revelación de la vanidad de todo su modo de vida. Su sonrisa simbolizaría la paz interior, una seña de la felicidad verdadera, tan solo avistable una vez nos hemos desecho de las representaciones espurias, del mundo de las apariencias. La de Don Draper podría ser perfectamente una nueva vida ejemplar, el arquetipo de la transformación radical, la más sonora caída del caballo en medio de una cultura cinematográfica empeñada en perpetuar un imaginario acorde con el nuevo espíritu del capitalismo. Sin embargo, la conversión espiritual del personaje se enmarca en un discurso más amplio, más sutil, que amarra el discurso de Mad men desde sus inicios, y que entronca con una larga discusión historiográfica acerca de si fue el capitalismo postindustrial el que abdujo con su fuerza irresistible el lenguaje, las formas y el espíritu de la contracultura o si, por el contrario, se trató de una transformación sincrónica, la actualización simultánea en el mundo de la empresa y de las formas de vida de un Zeitgeist inevitable.

De hecho, la confusión creciente entre pop y espiritualidad a partir de los años 70 y 80 es la misma que puede explicar la celebración del congreso en el que me encuentro. Las hipótesis que justifican la perpetuación de una «nebulosa místico-esotérica», como la llaman diversos sociólogos de la religión, se debaten en el mismo marco crítico que Mad men pone sobre la mesa: ¿se trata de un retorno de lo sagrado? ¿O más bien estamos ante una ramificación más del mercado que busca cubrir un nuevo target? ¿Supermercado de compraventa de sentido o regresión cultural a las pasadas aspiraciones de trascendencia? ¿Existe una tercera vía entre la asimilación y la —supuesta— involución?

«I’d like to buy the world a Coke»

Mi intervención, el martes por la mañana, empezaba exactamente con estas palabras, que de hecho no son mías: «un fantasma ronda el mundo de la civilización occidental, el fantasma de la religión». Con esta paráfrasis del Manifiesto comunista, Peter Sloterdijk comienza su libro Has de cambiar tu vida. Sloterdijk se alinea con quienes ven el proceso de secularización como un hecho consumado, y entiende que el rebrotar de las espiritualidades supone una respuesta mercantil a la necesidad de sentido que la incertidumbre social genera en nosotros. Se trataría, a su modo de ver, de la aparición de una serie de «empresarios neorreligiosos» que se ocuparían de reactivar las «fábricas metafísicas» que la modernidad habría inutilizado.

El escenario de la new age, por todos conocidos, es el que mejor encaja en esta visión, donde pop y espiritualidad aparecen indistinguibles. Libros de tapas coloridas, seminarios multitudinarios, merchandising orientalizante, clases de yoga, meditación o tai chi y un perpetuo y cargante olor a incienso. El movimiento que se abre (o confluye) con la publicación de La conspiración de Acuario, de Marilyn Ferguson, que en Estados Unidos retoma el testimonio de una subcultura sensible a lo supraterreno (pensemos en el trasfondo de la generación beat y, después, de la contracultura), será la diana perfecta para que cierta soberbia intelectual se cebe con ella. Al tratarse de un movimiento sincrético que acumula en su seno un conjunto inconmensurable y contradictorio de creencias, que coinciden solamente en una serie de ideas básicas, universales y bastante naifs —felicidad, fraternidad, nueva consciencia cósmica—, que además pretenden ser coincidentes con los nuevos avances tecno-científicos y las últimas novedades en psicología, será interpretado como una forma de espiritualidad a la carta, el self-service simbólico de nuestras descreídas sociedades. Por si fuera poco, no se trata de un movimiento pseudosectario que se nutra de pequeñas comunidades cerradas, ritos de acceso y cuerpos hermenéuticos propios que demanden un período de iniciación. Bien al contrario: su lenguaje plano y su difusión a golpe de bestsellers, siempre con el mercado como plataforma pública de difusión, lo colocan en el máximo altar de la banalización.

No es de extrañar, entonces, que más que un retorno de lo sagrado, un reencantamiento del mundo, esta nebulosa místico-esotérica sea despreciada como una superstición de segunda mano, canalizada por las industrias culturales y erigida como nueva forma de ideología. Figuras intelectuales de la talla de Adorno o Ulrich Beck reducen estas corrientes espirituales a la resolución simbólica de las contradicciones sociales en la proyección de un Dios-peluche consolador que, al tranquilizarnos con su promesa individualizada de felicidad terrenal, evitaría que nos preocupáramos por las condiciones objetivas y materiales de nuestro malestar, de la sistémica incertidumbre que nos traviesa.

Esta es la hipótesis que yo quería discutir en mi intervención en la Universidad Lusófona. Y es también la segunda lectura que se puede hacer de la sonrisa zen de Don Draper en mi controvertido fondo de pantalla, puesto que justo después del plano en cuestión, en los últimos minutos de la serie, aparece el anuncio de Coca-Cola de 1971. Llegar a producir este anuncio, entre muchos otros factores personales, era lo que había llevado a Don a su crisis profunda. De este modo podemos reinterpretar la supuesta transformación espiritual del protagonista como la conquista de un nuevo espacio para el consumo: la promesa de felicidad a través de una nueva consciencia, de una nueva era. El lema amoroso, armónico y transcultural del anuncio avanza esta flamante ética, en clave consumista: «I’d like to buy the world a Coke».

En cierto modo, mientras preparaba mi intervención, pensaba en la posible reacción del público. Yo mismo era víctima de los prejuicios que trataba de combatir, puesto que si bien me permitía el lujo antiacadémico de no considerar a los seguidores del esoterismo como pobres diablos desorientados que, para dar sentido a sus vidas, se acogen al espiritualismo-pop que les ofrece el mercado como quien se acoge a otras fenómenos modernos de religiosidad —a saber: el fútbol—, en realidad, terminaba desacreditando el valor de verdad de las ideas discutidas, así como negando su carácter de religión. Pensaba que si tenía la cortesía de no tomarlos por bobos que se dejan seducir por los anuncios de Coca-Cola y las galletitas de la fortuna, me investía de legitimidad para desacreditar las pretensiones académicas de alquimistas y gnósticos.

Mi perspectiva parecía corroborada por el desarrollo de un congreso que, desde su ponencia inaugural a cargo de Peter Forshaw, estaba terriblemente preocupado en definir su objeto de estudio, delimitar y articular una tradición académica homologada, ajustando el agnosticismo metodológico como piedra de toque y exorcizando —metafóricamente— las agendas personales de las agendas de investigación. Ser masón, por ejemplo, no solo no era condición para convertirse en experto en masonería, sino que más bien aparecía como un impedimento. La asepsia científica parecía imponerse en un terreno donde el razonamiento analógico tenía tanta credibilidad como el principio de causalidad, lo cual era bien significativo de los esfuerzos de la disciplina para transitar el camino hasta la normalización, al precio de traicionar cierto espíritu heterodoxo.

En el libro clásico de Alexandrin, La filosofía oculta, se defiende que los grupos de iniciados son, en realidad, grupos de estudio. En la medida que el esoterismo occidental es considerado una suerte de reacción cultural a la imposición del cristianismo, en tanto que desde sus inicios supone un esfuerzo sincrético por recuperar tradiciones paganas y extraer de ellas un elemento común, sus seguidores son, desde esta perspectiva, espeleólogos que buscan penetrar en las profundidades prohibidas para poder recuperar ciertos parajes culturales para la posteridad. Así, la confusión entre seguimiento y estudio, entre iniciación y academia, queda explicada por la necesidad de compromiso que deben adoptar los estudiosos.

Esta relación problemática con la universidad, que puede remontarse al menos hasta Cornelius Agrippa y su crítica a la vanidad de las ciencias y los excesos de las profesiones liberales, se traduce entre dos tipos de relaciones opuestas: por un lado, el seguimiento voluntario de un maestro, a quien se admira por su sapiencia y su obra; por el otro, la asignación externa por parte de la universidad a un profesor interno a la institución.

Sin embargo, no hacía falta escarbar mucho para descubrir que, pese a los esfuerzos nominales para limitar el seguidismo y las agendas personales, la realidad era otra. 

El fantasma de la religión

Que los estudiosos de Foucault sean foucaultianos, los de Lacan lacanianos y los de Rawls rawlsianos, no es ninguna novedad. Y a pesar de toda la retórica académica —y de la supuesta obligación de guardar silencio a la que están sometidos los iniciados— no resultaba sorprendente descubrir que la mayoría de congresistas participaban activamente de su objeto de estudio, así como de multitud de cultos, religiosidades y creencias esotéricas. Me hablaron de todos las formas existentes y posibles de practicar yoga, de meditación transcendental, de participación y encontronazos con los rosacruces, de los rituales de iniciación masónicos, de la competencia entre logias, del poder de las energías, de la importancia de la medicina tradicional y la relevancia de la astrología. Por suerte, nadie tuvo la suficiente confianza como para entrar en temas más exóticos: el ocultismo permanecía siempre en el horizonte.

Una de las cosas más chocantes era ver hasta qué punto ellos mismos se distanciaban de las formas aparentemente más mercantilizadas de experimentar esa religiosidad. La new age era para ellos el mismo espantajo que para un Mario Bunge. Gustaban de ser los primeros en denunciar el revoltijo de principios y creencias que, una vez desballestadas de sus contextos originales, constituyen ese monstruo de Frankenstein desfigurado. ¿New age? Palabritas vacías para amateurs.

Pero esta alergia al supermercado religioso nos devuelve, pues, a la dicotomía inicial. Si no se trata de empresarios neorreligiosos, de una ramificación última del mercado, pero tampoco podemos afirmar que la espiritualidad se petrifique como neutral objeto de estudio, como campo de saber aislado de las afinidades personales de los estudiosos, ¿debemos concluir que se trata de un retorno de lo sagrado? ¿Es una reacción netamente religiosa?

La primera impresión podría llevarnos a semejantes conclusiones, y es que lo que diferencia a un foucaultiano de un astrólogo es que el foucaultiano lo es sólo en cuanto a metodología de estudio, no en tanto que forma de vida. A pesar de la importancia de la estética de la existencia, y del carácter micropolítico con que la lectura de Foucault marca nuestra mirada de las relaciones sociales, la idea de lo que constituya una vida buena para aquella persona no se ve alterada. En cambio, adoptar ciertas premisas en el campo del esoterismo —si no se trata del eclecticismo desvinculado de la new age— implica un compromiso con tesis ontológicas y metafísicas de suma importancia: la existencia de dos principios absolutos en la creación y perpetuación del universo, la existencia de magia simpática, la perversidad radical de la materia, la posibilidad de alcanzar el nirvana, etcétera.

Sin embargo, la pregunta que me aguijoneó durante los cuatro días, y que acompañaba incesantemente la presentación de la dicotomía entre pop y espiritualidad a la hora de interpretar el fenómeno del esoterismo, incluso en el entorno universitario, era hasta qué punto la distancia que ellos mismos elaboraban internamente como muro inexpugnable entre sus creencias y la new age como forma mercantilizada de estas mismas experiencias era real. Es indiscutible que por estética, por rigurosidad, por marco hermenéutico, existen diferencias evidentes. Pero si definimos la new age en el marco más amplio de una «nebulosa místico-esotérica», y tratamos de desgranar alguna de sus principales características, concluiremos que, en cuanto al campo de la ética, en la propuesta sobre qué constituye una vida digna de ser vivida, todos estos principios parecen confluir. Si bien con diferentes recetas y vías de acceso, esta nebulosa propone un ideal de felicidad perfeccionista, que depende de lo que podemos llamar una teoría del bien antifrágil: se persigue una suerte de salvación terrenal en la que los sujetos puedan desligarse de la contingencia, el azar, la materialidad, la temporalidad, y moverse en un plano de inmunidad frente al mundanal ruido.

Podemos ver esto mismo volviendo a mi fondo de pantalla, a la ambigua sonrisa de Don Draper. La pregunta sobre si él había sufrido una transformación personal o si bien, simplemente, había descubierto una nueva vía para conquistar el alma de las personas para el mercado es igual de reductiva que la pregunta sobre si, ante el fenómeno del esoterismo y la new age, debemos verlo como retorno de lo sagrado o empresarialización neorreligiosa. En ambos casos se abandona una posibilidad intermedia: que la evolución del capitalismo postindustrial a partir de los años 70 y la aparición de una nueva consciencia para la humanidad coincidan en proponer unos mismos ideales éticos. La tendencia a pensar en el empresario —en este caso, el publicista— como un manipulador maquiavélico que coacciona ideológicamente a los demás por medio de la deformación de sus ideales es tan equívoca como ver a las nuevas religiosidades del campo místico-esotérico a modo de formas desesperadas de buscar consuelo espiritual en un mundo que permanece secular.

La sonrisa de Don Draper, en principio tan ajena a un Congreso de esoterismo occidental, es quizá la mejor baza para lanzar un estudio histórico, sociológico y filosófico que dinamite las polaridades religioso-mercantiles que han marcado hasta ahora el estudio de la nebulosa místico-esotérica y abre la puerta a una consideración de conjunto que parta, por qué no, de la ética de vida que todos parecen compartir.