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Periodismo de verdad, oficio de cine

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 “Quiero volver a convertir a los periodistas en héroes”, sentenciaba Aaron Sorkin, ilustre epígono de Frank Capra, cuando estrenó The Newsroom, su serie ambientada en una redacción televisiva de élite. Lo consiguió a medias. En cada capítulo los protagonistas afrontaban la cobertura de noticias reales, y recientes, de forma pretendidamente ideal, modélica. Sorkin recibió duras críticas, acusado de dar lecciones y enmendar la plana desde la torre de ébano de la teoría y la ficción a la prensa realmente existente. Pero The Newsroom no hacía más que dar continuidad en la pequeña pantalla a una tradición del gran cine americano, la de situar al periodista como un héroe ético, cuyo último jalón hasta ahora, y esta vez sí, con éxito, es la flamante ganadora del Oscar a la mejor película (y de otro al mejor guión original), Spotlight, centrada en la investigación periodística del Boston Globe que en 2003 destapó el escándalo del encubrimiento sistemático y masivo de casos de pederastia llevado a cabo durante años por la archidiócesis de Boston.

Hollywood se ha interesado por las luces y también las sombras del periodismo desde siempre y mucho más que cualquier otra cinematografía. Quizá por la potencia sin igual la prensa anglosajona y, singularmente, la estadounidense. Quizá también porque, aunque no se haya insistido lo suficiente, la búsqueda de la verdad es uno de los grandes temas del cine norteamericano. Una búsqueda que es también el desvelamiento de la mentira –o de la impostura, el engaño, el mito– y el desgranaje de las razones que la motivan, las técnicas con que se despliega y las consecuencias que desencadena. Además de ser el mecanismo que hace funcionar géneros enteros, como el thriller o el cine de suspense, grandes como Hitchcock, Welles, Lubitsch, Ford, Lang, Mankiewicz, Preminger, Wilder, Lumet, Mamet, Cronenberg, Lynch, Eastwood, Fincher o Nolan han frecuentado el asunto.

La proliferación de cine periodístico, sin embargo, no fue más que encadenado de ficciones sin más relación con la realidad que leves inspiraciones hasta Todos los hombres del presidente (1976), de Alan J. Pakula, primera película en recrear una investigación real, la madre de todas las exclusivas, la que destapó el Watergate y se llevó por delante, ahí es nada, al presidente Nixon. Era la primera vez en que periodistas reales, esos Bernstein y Woodward que para muchos ya siempre tendrán las jetas de Dustin Hoffman y Robert Redford, eran recreados por estrellas y pasaban a engrosar las listas de grandes héroes éticos del cine liberal nortemericano.

Las recreaciones cinematográficas de grandes hitos o traspiés vergonzantes de la historia del periodismo no se harían habituales, sin embargo, hasta mucho después. En los ochenta, cuando la moda de aquellas películas de arrojados reporteros de guerra, hubo algunas en que los protagonistas eran trasuntos de periodistas reales. A saber, Rojos (1981), de y con Warren Beatty haciendo de John Reed; la también inacabable Los gritos del silencio (1984), de Roland Joffé, o Salvador (1986), de ese Oliver Stone cuya relación con la verdad es siempre tan disoluta. Pero es con el cambio de siglo cuando el cine de periodistas empieza a encadenar películas basadas en episodios reales. Desde El dilema (1999), en que Michael Mann se ocupa de un incidente con más sombras que luces aunque al final se impongan las segundas, ya van un buen par de docenas.

Hitos televisivos

El dilema explica, con esa trepidación con la que late siempre el cine de Mann, el caso de Jeffrey Wigand (Russell Crowe), que reveló en 60 minutes que la cúpula de la tabacalera donde había trabajado no sólo conocía –y ocultaba– la naturaleza adictiva de sus cigarrillos sino que la acentuaba mediante el añadido de productos químicos. Pero la revelación, clave también para dictar una histórica sentencia contra la industria del tabaco, supuso también una mancha en el historial del prestigioso programa. La CBS, temiendo una demanda de la tabacalera que podía poner en riesgo la venta de la cadena, decidió no emitir la entrevista una vez grabada. El productor del show, Lowell Bergman (Al Pacino), empeñado en no dejar tirado a su atormentado informador y sacarlo todo a la luz, recurre entonces a la prensa, convirtiéndose así él también en un informador, un insider,  que explica la intrahistoria del gatillazo a The New York Times y The Wall Street Journal, y el escándalo sirve para forzar la emisión.

Seis años después de El dilema, George Clooney reconstruyó en humeante blanco y negro otro highlight de la televisión americana –y de la CBS–, concretamente-: el pulso que Edward R. Murrow mantuvo con Joseph McCarthy en plena caza de brujas. Murrow (David Strathairn, soberano), y su productor Fred Friendly (el propio Clooney), rompieron el silencio impuesto por la espiral de miedo desencadenada por la paranoia anticomunista y le ganaron por la mano al senador, que poco después de la serie de programas que le dedicaron, caería en desgracia. Buenas noches, y buena suerte tiene la virtud de la sobriedad –también la de su perfecto reparto– y de su 0% de grasa, cimentado en un guión que lo deja clarito todo sin necesidad de insistir en nada.

Otro caído en desgracia, Nixon, volvería a servir de base a una estupenda película de periodistas tres décadas después de la de Pakula. Ron Howard, que ya había hecho una especie de versión absurdamente épica y sobreexcitada hasta el absurdo de las rutinas de un periódico en Detrás de la noticia, afinó más en El desafío. Frost-Nixon (2008), que recrea la legendaria entrevista televisiva en la que, en 1977, tres años después de su dimisión –y uno después de Todos los hombres del presidente, el film– Nixon acabó derrumbándose.  Hasta el cara a cara, la película se centra en los preparativos y las dudas de David Frost (MIchael Sheen), más conocido como presentador de variedades que como entrevistador incisivo, pero que consiguió arrancarle a Nixon lo más parecido que nunca se le oyó en público a una disculpa.

Desfile de clásicos

El boom del cine de periodistas ha incluido la recreación de algunos hits del nuevo periodismo. Empezando por El secreto de Joe Gould (2000), académica versión de Stanley Tucci de los dos perfiles más famosos que Joseph Mitchell, al que aquí interpreta el mismo director, dedicó al mendigo que decía estar escribiendo la historia oral de la humanidad, el segundo de los cuales también es la fe de errores más famosa, y puede que la más elaborada, de la historia del periodismo. Por supuesto, no encontrarán ni rastro de las sombras que la reciente biografía de Thomas Kunkel –que le acusa de tomarse en sus reportajes libertades ficcionales nunca antes reveladas– ha arrojado sobre la hasta ahora impoluta gabardina de esta leyenda de The New Yorker.

Sí hay reproches al escritor metido a periodista que no renuncia a hacer encajar la realidad en su creatividad de novelista, ni que sea a base de cometer el pecado capital de deformarla, en Truman Capote (2005), la película de Bennet Miller que relata los preparativos de A sangre fría, incluyendo algunas –no todas– de las perversiones periodísticas en las que Capote incurrió en su dañina, por influyente, incursión en el terreno del reporterismo, variante “novela de no ficción”, según su propia denominación-coartada. Más benévola con el escritor es Historia de un crimen (2006), de Douglas McGrath, que cuenta lo mismo con menos intención y menos gracia, aunque Toby Jones esté tan bien de Capote como Philip Seymour Hoffman en la película de Miller.

También en un libro, y no en una entrevista para Rolling Stone, como estaba previsto, cristalizó el encuentro que durante cinco días mantuvieron el periodista David Lipsky y el novelista David Foster Wallace poco después del Big Bang que para la carrera del segundo supuso la publicación de La broma infinita. El encuentro lo reconstruye The End of the Tour (2015), de James Ponsoldt, adaptación del libro del periodista en que Foster Wallace, un ajustado Jason Segel, es un escritor que no quiere nada de lo que teme que llegará con la fama, y Lipsky, Jesse Eisenberg y su catálogo completo de tics, un admirador que moriría por tener el talento y el éxito de su entrevistado, con el que se empeña en competir. La película explota ese contraste y de paso ilustra algunos vicios en los que puede incurrir el periodista a la hora de acercarse a su objeto de estudio. En lo referido al vínculo entre el artista y su observador, mucho en común tiene The End of the Tour con la superior Life (2015), de Anton Corbijn, making of dramatizado del famoso reportaje fotográfico con el que Dennis Stock inmortalizó también en imágenes fijas a James Dean antes de que dejara un bonito cadáver.

Mártires de la prensa libre

La hagiografía a la que es tan aficionado Hollywood incluye también la de algún mártir de la causa de la prensa libre. A la cabeza, Veronica Guerin (2003), donde Joel Schumacher traza con formularia corrección un perfil adecuadamente heroico de la periodista irlandesa –encarnada aquí con la intensidad habitual por Cate Blanchett–, asesinada a tiros en 1996 como respuesta a sus investigaciones sobre el crimen organizado.

De otro periodista asesinado, Daniel Pearl, secuestrado y decapitado en Pakistán en 2002, se ocupó con mucho más tino Michael Winterbottom en Un corazón invencible (2007). Pero lo hace a partir del intenso relato de la investigación para encontrarlo, y a través de los ojos y la figura de su esposa embarazada, Marianne, madre coraje de antología con la que Angelina Jolie hace olvidar que es Angelina Jolie igual que la película te mantiene en tensión y pegado a la pantalla aunque todo el mundo sepa ya cómo acabó la historia.

Maziar Bahari sigue vivo, pero su caso también es escalofriante. En 2009 fue detenido en Teherán, acusado de espionaje sin ninguna prueba, e interrogado y torturado durante cuatro meses en una cárcel iraní antes de ser liberado. Entre las evidencias contra él, sus captores contaban un fragmento de The Daily Show, el programa humorístico de noticias falsas que Jon Stewart lidera desde hace dos décadas, en que le entrevistaban y Bahari fingía ser un espía y llamaba idiota a Ahmadineyad. El propio Stewart ha debutado como director de cine con Rosewater (2014), que recrea el siniestro episodio con Gael García Bernal encarnando a Bahari, y que permanece inédita en España, no me pregunten por qué.

Miscelánea de riesgos

Además del riesgo para la propia integridad del investigador, existen otros muchos acechando al periodismo que el último cine americano no ha dejado de enumerar. Como el del pozo oscuro que puede acabar siendo la naturaleza obsesiva de la búsqueda de la verdad, condición quizá necesaria pero no suficiente para encontrarla, de manera que la investigación puede resultar infructuosa. Zodiac (2007), absorbente película-río en que David Fincher relata una pesquisa fracasada (o tres, paralelas) a lo largo de décadas, no tiene final. La película lleva las sospechas sobre la identidad del nunca capturado asesino del zodiaco hacia donde las conduce su protagonista, el dibujante que encarna Jake Gyllenhaal, devastado por la obsesión de desvelar una verdad aquí inalcalzable como devastados acaban, por la misma razón, el periodista y el policía que interpretan Robert Downey Jr. y Mark Ruffalo. Pero esas insistentes sospechas no cuajan: un mensaje al final avisa de que existen evidencias que las inutilizan.

A Stephen Glass sí lo pillaron, aunque tardaron cuatro años. Eso sí, cuando los fact checkers, esa especie desconocida en la prensa de por aquí, empezaron a rastrear sus artículos, descubrieron que al menos 27 de los 41 que había escrito para The New Republic eran falsos. Billy Ray dramatizó esta página negra del periodismo USA sin artificios y con sentido ético en El precio de la verdad (2003). Que el periodista caído en ese lado oscuro en que el ego devora a los escrúpulos lo interpretara el mismo Hayden Christensen que un año antes ya había sido Anakin Skywalker, futuro Darth Vader, tiene su gracia.

A Michael Finken también le pudo el afán de protagonismo, y aunque no llegó tan lejos como Glass y se limitó a fusionar en un solo personaje a varias personas reales para añadir fuerza a un reportaje (sic), el truco –el mismo que ahora le atribuyen a la leyenda Mitchell– le costó el puesto en The New York Times, sólo faltaría. Ahí es donde arranca Una historia real (2015), de Rupert Goold. Después, el periodista conoce a un presidiario que se ha cambiado el nombre y ahora se hace llamar como él (James Franco), y en el que Finken (Jonah Hill) ve la gran historia que le permitirá volver por la puerta grande. Pero las cosas, que el ex reportero acabó contando igualmente en un libro –muy diferente del que preveía– no son lo que parecen. La película no mata, pero muestra bien esas ganas que todo periodista apenas contiene de encontrar su Watergate, y los peligros que entrañan.

Las ganas de Watergate pueden quemar incluso a buenos periodistas cuando creen tener ya su scoop atado y bien atado. El fuego puede brotar, simplemente, de una relajación de los controles. Gary Webb publicó en 1996 una serie de reportajes en el San José Mercury News en los que alegaba que la contra nicaragüense había contribuido a la epidemia de crack en Los Ángeles gracias a la financiación de la CIA y a que esta lo permitió mirando para otro lado. A Webb lo acusaron de exagerar los hechos y no disponer de suficientes fuentes que acreditaran acusaciones tan graves. La reacción, durísima, a sus artículos incluyó investigaciones de otros medios dedicadas, más que a escarbar en la veta, a desacreditarle. Se cuenta con aplicada profesionalidad y una nada disimulada simpatía por Webb y sus tesis, en Matar al periodista (2013), de Michael Cuesta. Lo cierto es que la investigación oficial que propició su trabajo quedó en nada más allá de una reprimenda a la CIA, aunque sus defensores alegan que nunca se ha podido refutar nada de lo que publicó. Sucede que la carga de la prueba sigue arrastrándola el que acusa, y que dure.

Esa relajación en los criterios de contrastación cuando a uno le pueden las ganas son también el quid de la cuestión en La verdad (2015), de James Vanderbilt (guionista de Zodiac), que reconstruye otra controversia del histórico 60 minutes. O, más bien, de un spin off del programa original que presentaba otro clásico, Dan Rather. A dos meses de las presidenciales de 2004, el programa desveló que el presidente George W. Bush, aspirante a la reelección, había entrado en la Guardia Nacional y eludido así ir a Vietnam tirando de contactos. La insuficiencia de las comprobaciones permitió sembrar la duda sobre la veracidad de cuatro documentos clave para acreditar el supuesto tráfico de influencias, y el caso le costó el puesto a Rather y también a su productora Mary Mapes, aquí Robert Redford –en un inevitable guiño a Todos los hombres del presidente– y Cate Blanchett –más intensita aún, y eso ya es pasarse, que haciendo de Veronica Guerin–, y presentados como los héroes de la función, frente al cinismo de sus críticos, pese a que a la vez el film no esconde los déficits en el proceso de contrastación. De ahí esa esquizofrenia discursiva que no le permite ni acercarse a la gran película de periodistas que pretende ser.

En los ochenta, cuando el periodismo cinematográfico aún era coto de guiones originales, la forma en que un artículo –y más, si es malévolo o equivocado– puede destruir a alguien la describió Sidney Pollack en Ausencia de malicia. En el siglo XXI, nada como reconstruir el caso de Valerie Plane, la agente de la CIA cuya identidad fue difundida por un periodista al que se la filtraron como parte de una operación para desacreditar al marido de la espía, el diplomático Joe Wilson, que había escrito un artículo crítico con la intervención en Irak. Contar esto arrastrando los pies es lo que hace Doug Liman en Caza a la espía (2010), con Naomi Watts y Sean Penn de sufridos protagonistas, víctimas de ese periodismo sólo presunto al servicio de intereses mucho menos confesables que ningún heroico afán por la verdad.

Casi igual de poco inspirado, Bill Condon relata en El quinto poder (2013) la irrupción de Wikileaks, es decir, de Julian Assange, y de su efímera alianza con la prensa para difundir la cuantitativamente mayor filtración de documentos oficiales de la historia. El riesgo aquí es el propio Assange, que quiere acaparar todos los papeles y ejercer a la vez de periodista, hacker y militante, de manera que nunca queda claro al servicio de qué está su gestión de la información sensible que maneja. Desde que supo del proyecto, Assange renegó de la película, basada en el libro del ex socio con el que acabó a la greña, y su desdén da pie al mejor momento del film cuando, en un irónico giro final, su sosias ficcional –un Benedict Cumberbath que juega con fuego sin quemarse– rompe la cuarta pared y se dirige al público poniendo en cuestión la veracidad de todo lo que hemos visto durante las dos largas –y planas– horas anteriores.

Como la vida misma

Enmarcada en el imparable apogeo del cine de no ficción de los últimos años, la ristra de documentales sobre periodismo es también notable. Al propio Assange lo escruta Alex Gibney en We Steal Secrets: La historia de Wikileaks (2013); The Most Dangerous Man in America (2009), cuenta la filtración de los papeles del Pentágono, y Page One (2011), de Andrew Rossi, ilustra, de forma más aburrida de lo esperado, el día a día de The New York Times. Pero si hay uno que merece especial atención es el insólito Citizenfour (2014), en que Laura Poitras recoge las filmaciones que hizo de los encuentros que el periodista Glenn Greenwald y ella misma mantuvieron con Edward Snowden, el confidente que filtró documentos clasificados que revelaban los sistemas de espionaje con los que la el gobierno norteamericano, via NSA, controla de manera sistemática e indiscriminada a todo dios. El resultado, además de un tensísimo ejercicio de suspense sin salir de una habitación de hotel, es el cómo se hizo de un scoop sideral, algo así como si asistiéramos a las grabaciones de los encuentros de Woodward con aquel Mark Felt más conocido como Garganta Profunda.  No apuesten a que el temible Oliver Stone pueda superarlo con ese Snowden que tiene a punto de salir del horno, por más que lo encarne Joseph Gordon Levitt.

Periodistas trabajando

Spotlight es la última hasta la fecha de esta lista de películas sobre periodismo que se supone que no inventan nada, y también de la estirpe de las que, basadas en hechos reales o no, apuestan por celebrar lo mejor y más necesario del oficio. Su director, el también actor Tom McCarthy, pese a confesar admiración por Sorkin, ha bebido más, dice, del David Simon de The Wire, donde él mismo interpretaba a un periodista que gracias a su falta de escrúpulos para inventarse fuentes o historias enteras, acababa ganando el Pulitzer. Quizá por eso, McCarthy –que también había sido uno de los integrantes del equipo de Murrow en Buenas noches, y buena suerte– no apuesta por convertir a los periodistas en héroes. O lo hace en voz baja, en una película susurrada que, lejos de la mitificación del reportero, prefiere mostrarlo trabajando. En Spotlight, el gran periodismo se muestra sin adornos, que no necesita. El equipo de investigación del Boston Globe son cuatro personas trabajando en una sala aparte de la redacción, picando piedra sin hacer ruido, rebuscando pistas en listados infinitos, hurgando en la hemeroteca, tocando timbres, levantando teléfonos, haciéndose y haciendo preguntas e insistiendo en ellas. El hilo de la concienzuda investigación se desmadeja ante el espectador con elocuencia pasmosa, y las piezas van encajando una tras otra como si se tratara de un proceso inevitable. Hay una belleza serena y cartesiana en la naturalidad con la que se despliega ante el espectador esa tarea de ensamblaje consecuencia del trabajo bien hecho. Tanto que ni siquiera se lamenta que no haya parkings oscuros ni confidentes misteriosos de esos que aportan empaque de thriller, como en aquella fundacional Todos los hombres de presidente que Spotlight más que ninguna otra toma como modelo, y supera.

Entre las virtudes desmitificadoras de su oscarizado guión no es la menor que la conspiración, que haberla hayla, solo sea de silencio, que es como acostumbran, por más que insistan los conspiranoicos en tramas más sofisticadas. Ya saben, lo de no remover la mierda más de la cuenta en pos del bien común, que huele que apesta; lo de mirar hacia otro lado, que es lo que en ocasiones hace también el periodismo, y que es lo que hizo precisamente en primera instancia en el caso de los curas pederastas de Boston. Pero Spotlight no va de reporteros buenos y malos: es el mismo periódico y son los mismos periodistas que años atrás no habían prestado atención a lo que tenían ante sus ojos quienes después, espoleados, eso sí, por un nuevo director, acaban revelando el escándalo. No, no se trata tanto de insistir en mostrar a los periodistas como paladines éticos como de recordar lo imprescindible que es la prensa cuando se ocupa de lo importante. Aunque tal y como está el patio, algo o mucho tiene de heroicidad que aún sobreviva algún medio dispuesto a ocuparse de lo importante; algo o mucho hay de heroico en que todavía queden periodistas con talento y ganas para hacer bien su trabajo.

 

Las imágenes son fotogramas de las siguietes películas, de arriba abajo: El quinto poder (Bill Condon, 2013),  Los gritos del silencio (Roland Joffé, 1984), Buenas noches, y buena suerte (George Clooney, 2005), Veronica Guerin (Joel Schumacher, 2003), Ausencia de malicia (Sidney Pollack, 1981) y Spotlight (Thomas McCarthy, 2015).