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Nuevas fronteras para el viejo Oeste

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Cuatro westerns han desfilado en las últimas semanas por las carteleras españolas: las rutilantes y, cada una a su manera, desmitificadoras Deuda de honor, de Tommy Lee Jones, y Slow West, de John Maclean, y los neo spaghetti The Salvation, del danés Kristian Levring, y Ardor, del argentino Pabro Fendrik. Y están al caer El renacido, de Alejandro González Iñárritu, y Los odiosos ocho, de Quentin Tarantino, que repite en el género tras Django desencadenado. Después, irán llegando más: la insólita Bone Tomahawk, donde en vez de indios hay caníbales y el western muta en cine de terror; Jane Got a Gun, con Natalie Portman de cabeza de cartel; In a Valley of Violence, con John Travolta y Ethan Hawke, o, sobre todo, el remake de Los siete magníficos -es decir, la nueva relectura en términos de western de Los siete samurais de Akira Kurosawa-, que prepara Antoine Fuqua con Denzel Washington. Vuelve el western, se empieza a escuchar, y más que lo escucharemos, en los próximos meses, a la vista del recuento. Pero, ¿vuelve el western? Quizá.

La cantinela de que vuelve el western ya sonó con insistencia hace más de dos décadas cuando, tras el triunfo en los Oscar de 1992 de Sin perdón, se encadenaron unos cuantos proyectos que probablemente sólo vieron la luz gracias al éxito de la obra maestra de Clint Eastwood y a que llegaba apenas dos años después del de Bailando con lobos, la también oscarizada epopeya proindia de Kevin Costner, otro adicto al género. Pero el supuesto retorno duró un par de años y se limitó a un par de revisitaciones de la leyenda de los héroes del OK Corral –Tombstone y Wyatt Earp–, un par de biopics que Walter Hill, westerniano incondicional, dedicó a sendas leyendas del oeste –Gerónimo y Wild Bill–, el homenaje de Sam Raimi al spaghetti, Rápida y mortal, la excéntrica Dead Man de Jim Jarmusch y poco más. Era mucho comparado con la sequía ochentera posterior al apocalíptico fracaso de La puerta del cielo, que en 1980 hundió a la United Artists y la carrera de Michael Cimino. Pero se quedó en un fogonazo, tras el cual las aportaciones al género no han pasado de goteo, sostenido por francotiradores nostálgicos de la caligrafía y/o la mitología westernianas. El nuevo arreón mucho tiene que ver con el éxito del Django tarantiniano, y puede que tenga mayor alcance ahora que el director de Pulp Fiction, que ya se sabe que donde pone el ojo pone la bala y recoge los beneficios, reincide. Pero, ¿vuelve el western?

“El western nació del encuentro de una mitología y un medio de expresión.” Es la definición ya clásica que acuñó André Bazin. El medio es el cine, y la mitología, la de la frontera y la conquista del oeste americano. Una mitología forjada en novelas baratas que falseaban a base de exagerar hasta el disparate las peripecias de Buffalo Bill Cody, Wild Bill Hickock o Calamity Jane y tantos otros, gentes de carne y hueso transfiguradas todavía en vida en héroes de fantasías que a menudo ellos mismos se encargaban de alimentar, como hizo el propio Cody con su circo ambulante. Ya nos lo enseñó John Ford, westerner en jefe: en el oeste, lo que se imprime es la leyenda. Esa mitificación en tiempo real se enredó en seguida con el cine, medio naciente, que en sus primeros acercamientos al oeste no reconstruía un pasado idealizado, sino que idealizaba el presente, a lo sumo el anteayer, de un país sin apenas historia. Los Estados Unidos haciéndose un autorretrato edulcorado que proyectaban al mundo. Eso era el western primigenio. Una celebración del nacimiento de la nación, de sus valores, y de sus héroes, tan naïf, tan ingenuista, como altamente ritualizada. Su éxito global tiene que ver con la plasticidad de la propuesta, siempre sustentada en la potencia visual de los grandes espacios abiertos, y con lo universal de sus temas: el sentido de la aventura, el hombre en peligro, el anhelo de libertad, la forja de una nación. Y siempre el choque, el conflicto: de individualidad y comunidad, colonos e indígenas, la ley del más fuerte y el incipiente imperio de la ley, naturaleza y civilización, libertad y orden. El western es conflicto, y de ahí la recurrencia, la inevitabilidad, del duelo final que lo sintetiza. Dos hombres que son dos concepciones del mundo, frente a frente, en una calle polvorienta que espera la sangre de uno y el triunfo del otro.

Todos esos dramas están expuestos en el gran relato de la conquista del Oeste, que el cine ha ido trenzando a la vez que iba perfilando sobre la marcha los rasgos significativos del género de géneros, el más cinematográfico de todos. Tan perfectamente codificado que precisamente por ello, en un movimiento paradójico sólo en apariencia, ha permitido innumerables variaciones sobre sí mismo que, lejos de desnaturalizarlo, lo han enriquecido. El western nació ingenuo y simplista, y después, sobre todo con John Ford y a partir de La diligencia, fue adquiriendo capas, matices, complejidad, a base de ensayar variaciones sobre sí mismo. Y el género fronterizo se erigió en género comodín: un western puede ser una película de aventuras, como Tierras lejanas; un thriller, como Río Bravo; un relato épico y trágico, como Murieron con las botas puestas; un melodrama desaforado, como Duelo al sol; una comedia, o casi, como El Dorado; una odisea, como Centauros del desierto; o una reflexión sobre los mitos fundacionales de la nación, como El hombre que mató a Liberty Valance. Los hay que son remakes de películas bélicas, o policiacas, o adaptaciones shakespeareanas, o alegatos proindios, incluso en clave de metáfora crítica con la intervención en Vietnam.

Ocaso y transfiguración

Los cineastas aprovecharon tanto su flexibilidad que el western acabó negándose a sí mismo. Fue en los 60, cuando entró en crisis el modelo clásico de producción de Hollywood y se empezaron a rodar también películas del oeste primero en Alemania y después, en Italia y España. Los western eran ya patrimonio del cine mundial, no sólo del americano, que como respuesta a la variante europea, que exprimía los aspectos más epidérmicos del género –de la violencia exacerbada y gratuita al humor bufo–, abordó el último giro del género sobre sí mismo: el del crepúsculo y la desmitificación. El descreimiento general de los últimos 60 y los 70 lo hizo posible. Un sistemático vaciado de los héroes, un desmentido de la épica. Así se desangró el western hasta quedar exangüe en La puerta del cielo.

Pero a la vez, a partir de esos mismos 60 en que todo se puso en cuestión, ese western que empezaba a languidecer fue sustituido por otros paquetes genéricos. Tres, principalmente: la road movie, el thriller y la ciencia ficción. Aunque más que de reemplazo, en muchos casos se puede hablar de una transfiguración. O, como dice Ángel Fernández-Santos en Más allá del Oeste, de “una sutilísima mutación del antiguo modelo ritualizado en un modelo lingüístico trasvasable a otros espacios escénicos distintos de los históricos y tradicionales que lo provocaron y de los que nació”.

La road movie, la película de carretera, nació con Easy Rider, el artefacto contracultural con el que, en 1969, Dennis Hopper dio carta de naturaleza a un nuevo cine independiente americano. En Easy Rider, los nuevos cowboys, que responden a los nombres de Wyatt y Billy evocando sendas leyendas del oeste, cruzan América en sus motos. Ahí está la naturaleza itinerante del relato, las noches al raso, el afán de aventura y libertad y el precio a pagar por ellas. Es decir, puro western. Por esas mismas fechas, Clint Eastwood, considerado entonces el sucesor natural de John Wayne como estrella cumbre del género, encarnaba a un sheriff de pueblo de Texas que pierde en Nueva York al detenido al que trasladaba en el thriller La jungla humana, su segunda colaboración con Don Siegel. El personaje de Eastwood, con sombrero y todo, se lanza a una caza del fugado en la que prescindirá de cualquier norma policial y aplicará sus propios códigos. Siegel incrustaba a un cowboy en la gran ciudad y paría lo que después se ha dado en llamar el western urbano. Eso era apenas tres años después del estreno en televisión de la serie Star Trek, titulada en España La conquista del espacio. Para vender la serie a la NBC, su creador, Gene Rodenberry, la presentó como “La diligencia en el espacio”. Un western galáctico.

La road movie, el thriller y la ciencia-ficción florecieron en los setenta, mientras el western más paradigmático agonizaba, y ahí siguen. Tras Easy Rider, vendrían docenas de films de carretera, que nunca han dejado de explotar la grandeza de los espacios abiertos vastos e inacabables de la américa profunda y los peligros de la ruta como mecanismos de aprendizaje, sustituyendo apenas el caballo por la motocicleta, el coche, como en Carretera asfaltada en dos direcciones, de Monte Hellman, o incluso el tractor de Una historia verdadera, de David Lynch.

Cowboys de ciudad

Las persecuciones en coche también han sustituido a las cabalgadas en toneladas de thrillers. Un año después de La jungla humana, Eastwood, de nuevo de la mano de Don Siegel, culminaba la conversión del cowboy en policía. En Harry, el sucio, el inspector Callahan deja de lado el imperio del derecho y entiende que la única manera de frenar al salvaje que pone en riesgo a la comunidad es aplicándole su propia medicina, esa ley del más fuerte que no tiene cabida en esa sociedad ahora amenazada. Del mismo modo que el pistolero retirado Shane en Raíces profundas o el Tom Doniphon que encarnaba John Wayne en El hombre que mató a Liberty Valance aplicaban la ley del revólver que la naciente civilización pretendía erradicar precisamente para hacer que esta triunfara, el inspector Callahan la aplica en una sociedad ya asentada pero frágil frente a los enemigos que la amenazan desde dentro. Y como aquellos héroes del oeste, asume que tras esa transgresión no puede formar parte de la comunidad a la que ha ayudado, que es una anomalía. El gesto final de Callahan, que renuncia a seguir siendo policía lanzando al río su placa, le hermana con aquellos viejos pistoleros buenos. Otra cosa es que el mecanismo haya derivado en fórmula, y en apología de esa línea de actuación, la de los justicieros de gatillo fácil. La frontera, aquí, puede ser la del fascismo. Es precisamente lo que advertía Martin Scorsese en Taxi Driver (1976): la preservación de la fantasía del héroe del Oeste desenfundando en la gran ciudad produce monstruos.

Dijera lo que dijera aquella pesadilla urbana de Scorsese, ya nunca ha dejado de haber thrillers con aires de western. Es más, ante la imposibilidad de rodar películas del oeste con todas las de la ley, algunos amantes del género han optado por enmascararlas apenas de cine policiaco. A la cabeza, Walter Hill. ¿Qué si no westerns son Driver, The Warriors, Calles de fuego, Traición sin límite –prácticamente un remake del Grupo salvaje de Sam Peckinpah– o El último hombre –revisitación del Yojimbo de Kurosawa que ya adaptó Sergio Leone en Por un puñado de dólares–? ¿Acaso no admitió Jean-Pierre Melville, maestro del cine negro francés, que todas sus películas en realidad eran westerns? Pues claro, como lo son muchas de las de Johnnie To, con Kitano el más destacado especialista del último noir japonés, e incondicional de Melville. O como Asalto a la comisaría del distrito 13, versión urbana de Río Bravo con la que John Carpenter, hawksiano irredento, se dio a conocer en 1976, y de la que no ha parado de haber variaciones desde entonces, la última, la estupenda, aún inédita en España, Green Room, de Jeremy Saultier. Incluso en Skyfall, Sam Mendes optó, no por casualidad, por culminar su escrutinio en los orígenes y la psique del personaje y el mito Bond con un clímax propio de western. Que es como también se resuelven, por mentar algunas, L.A.Confidential, de Curtis Hanson, y las recientes The Equalizer, de Antoine Fuqua, y Frío en julio, de Jim Mickle, que recorre el camino inverso al que trazaron Siegel y Eastwood hace casi medio siglo: empieza como un sórdido thriller y acaba como una película del Oeste de las de toda la vida.

El western urbano o policíaco puede ser hoy incluso español. Un western casi puro es lo que es La isla mínima, de Alberto Rodríguez –que ya había guiñado el ojo al género con su anterior Grupo 7–, con su conflicto entre los códigos del mundo rural y los de dos policías de ciudad, forasteros, y con el choque entre el pasado abyecto y el futuro esperanzado que a su vez simbolizan los dos agentes, unidos a la fuerza pero íntimamente enfrentados. Agustín Díaz Yanes, Daniel Monzón o Enrique Urbizu son otros admiradores españoles del género que lo hacen pasar por cualquier rendija que encuentran en sus thrillers.

A lomos del futuro

El tercero de los nuevos ropajes del viejo género es el de la sci-fi, que se nutre desde hace cinco décadas con esa concepción del viaje por el espacio como una nueva caravana de Oregón, inaugurada por Star Trek y prolongada por George Lucas, que en la macedonia referencial que es La guerra de las galaxias se guardó sitio para un cowboy de los de toda la vida, de nombre Han Solo y que acaba de volver. La reminiscencia de cine del Oeste ha quedado en la mayoría de exploits de las dos grandes sagas espaciales de Roddenberry y Lucas, incluida una revisión sideral made in Roger Corman de Los siete magníficos, pero quizá ha sido Joss Whedon quien más partido le ha sacado con los forajidos intergalácticos de la irresistible Firefly, convertida en serie de culto, y su prolongación cinematográfica, Serenity.

La idea del espacio como última frontera que acuñó Star Trek hace del astronauta el nuevo pionero. Philip Kauffman entendió perfectamente el símil en su epopeya Elegidos para la gloria, en la que adaptaba el canónico relato que de la carrera espacial hizo Tom Wolfe, y en la que ni faltan saloons, ni puestas de sol, ni hombres rudos mirando al horizonte ni una escena, ya icónica, en la que los astronautas avanzan por un pasillo como si fueran la banda de Pike Bishop caminando hacia la muerte en Grupo salvaje, o los siete magníficos de John Sturges listos para recibir al ejército de Calvera, o los hermanos Earp y su amigo Holliday acercándose al O.K. Corral. Esa visión del piloto espacial como el cowboy definitivo prolonga su eco hasta hoy. Se oye en Gravity, en Interstellar y sobre todo en Marte, donde la orografía del planeta rojo se presenta como una suerte de Monument Valley marciano en el que Matt Damon tiene que sobrevivir echándole un pulso a una naturaleza hostil. Aunque quienes más lejos llevaron la equiparación quizá fueran Peter Hyams, en Atmósfera cero, un remake en el espacio exterior de Solo ante el peligro, y Clint Eastwood, claro, que la exprimía desde el mismo título en Space Cowboys.

La sci-fi comparte con el western la condición de género comodín, su maleabilidad. Y permite tanto viajar en el tiempo –por ejemplo hasta el oeste americano del siglo XIX en Regreso al futuro III– como imaginar mundos futuros que se parezcan mucho a mundos pasados. El cine apocalíptico permite reproducir esquemas del cine del oeste casi sin añadirles nada. Es lo que entendieron John Carpenter en 1997: Rescate en Nueva York, Kevin Costner en Mensajero del futuro o James Cameron en Avatar, en esencia, ni más ni menos que un western proindio, aunque aquí los pieles rojas sean una tribu de extraterrestres azules y altos como pinos, y la caballería use tecnología militar del siglo XXII. En esa misma liga del western proindio apenas camuflado de distopía futurista juega también El amanecer del planeta de los simios, de Matt Reeves. Las recientísimas The Rover, de David Michôd, y Young Ones, de Jake Paltrow, son igualmente westerns con la única particularidad de estar ambientados en un futuro inhóspito.

El más brillante  cultivador de esta variante futurista del género de géneros ha sido el australiano George Miller con la saga Mad Max. La primera entrega, la setentera Mad Max, salvajes de autopista, era más bien un quintaesencial relato de venganza; las siguientes trazan un escenario de oeste puro. Ambientadas en un futuro postapocalíptico que es desierto, devastación y barbarie, el héroe es un forastero tan hábil con las armas como al volante, que llega, ayuda con sus nada civilizados talentos a un pequeño núcleo civilizado que trata de prosperar a liberarse del yugo de unos bandidos o un tirano y, una vez resuelta la situación, sabedor de que él no pertenece a ese nuevo mundo de paz sino al de la ley del más fuerte que impera en el desierto, se va por donde ha venido. Es lo que habían hecho siempre los héroes desclasados del Oeste, renunciar a integrarse en el nuevo mundo que ayudan a construir y que puede que incluso acepten como mejor, pero que saben que ya no es el suyo. Es lo que hacían Shane, y Tom Doniphon, y Ethan Edwards al cerrarse la puerta que cerraba Centauros del desierto. Y también Harry Callahan al final de Harry el sucio (aunque luego lo hicieran volver y volver sin más lógica que la de la recaudación en taquilla). Y es lo que ahora hace una vez más el nuevo guerrero de la carretera que encarna Tom Hardy en esa Mad Max: Fury Road que ya hay que considerar uno de los grandes westerns del siglo XXI.

Un territorio en expansión

Road movie, thriller y ciencia ficción son los ropajes más usuales del nuevo western, pero no los únicos. Incluso el de la animación le ha valido, como en ese Rango que también debería formar parte de esa lista de imprescindibles del género del nuevo mileno, o aquella Bichos con la que ya revisitó Los siete magníficos la Pixar, que vuelve ahora a incrustar trazas de western itinerante en El viaje de Arlo. Eastwood, que nunca ha dejado de hacer westerns, no sólo los ha disfrazado de policiacos callejeros o fantasías espaciales. Ahí están Bronco Billy, El aventurero de medianoche, Un mundo perfecto, Gran Torino o El francotirador. Urbizu, quizá el hombre del oeste por antonomasia del último cine español, concibió La vida mancha como un remake en clave de melodrama de Raíces profundas, como ya había hecho Adolfo Aristaráin con Un lugar en el mundo, argentina como Jauja.

El film de Lisandro Alonso tiene mucho de variación sobre Centauros del desierto, en cuyo molde temático se han cimentado otras películas sobre búsquedas de seres queridos y perdidos, trayectos iniciáticos que acaban obligando al buscador a poner en cuestión convicciones profundas, a ampliar por las malas las fronteras de su pensamiento, de su ideología, de su mundo. Como en Hardcore, un mundo oculto, de Paul Schrader. La última, y la que se pretende más cercana, ésta también estéticamente, a aquella cumbre fordiana, es Les cowboys, debut como director del guionista habitual de Jacques Audiard, Thomas Bidegain. Es un western contemporáneo y francés, como francesa es Lejos de los hombres, de David Oelhoffen, adaptación de un relato de Albert Camus en la que también perviven todas las señas de identidad del género, sólo que el siglo XIX norteamericano es reemplazado por la Argelia incendiada por la guerra de independencia de los años 50, de manera que su Monument Valley es la cordillera del Atlas. Ahí está, como en Les cowboys, ese choque de culturas, de civilizaciones, tan westerniano y tan vigente. Una vigencia sangrante que debe de estar entre las razones de la pervivencia y la universalización de un género que hace mucho que dejó de ser patrimonio del cine y la imaginería norteamericanos. El viejo Oeste alcanza ya incluso al más lejano Este, donde se suceden los calcos orientalizados, sea desde la vertiente más spaghetti y epidérmica que representan la coreana El bueno, el malo y el raro , de Kim Jee-woon, o la japonesa Suriyaki Western Django, de Takashi Miike, o profundizando en la equiparación entre el western y el chambara, el cine de samuráis, que arrancó en los 50 con Kurosawa y aquellos siete samuráis suyos tan versionados y que ha seguido hasta Yoji Yamada o ese respetuoso remake nipón de Sin perdón que hace un par de años pasó por Venecia.

El western ha ampliado su territorio, se ha expandido geográfica, cronológica, estilística y temáticamente. Si alguien dice que vuelve, está hablando de los sombreros, las cartucheras, los revólveres de seis tiros, las espuelas y el resto de sus complementos más arquetípicos, de nuevas miradas a las leyendas originarias, aunque sea para ponerlas patas arriba, como pasa en Deuda de honor o Slow West. Ese retorno puede ser consistente o un nuevo fogonazo tras el cual vuelva el ritmo de goteo, porque siempre habrá francotiradores que seguirán echando la mirada atrás para bucear en las raíces y la iconografía más clásica del género y jugar con sus estereotipos. Pero lo que cuenta es que el western es ya sustrato, un poso cultural que además dejó hace tiempo de ser sólo autorretrato de los Estados Unidos –ingenuo e idealizado primero, implacable y descarnado después– para hacerse global. El western se expande y ahonda en nuevos conflictos, explora sus nuevas fronteras, tratando de llevarlas siempre más allá, como hacían aquellos héroes que tanto ha glosado. Cuando escuchen la cantinela de que vuelve, recuerden que nunca se había ido.

 

De arriba abajo, fotogramas de las películas La puerta del cielo (Michael Cimino, 1980), Dead Man (Jim Jarmusch, 1995),  La jungla humana (Don Siegel, 1968), El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962), Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1969), The Rover (David Michôd, 2014), El bueno, el feo y el raro (Kim Jee-woon, 2008) y Centauros del desierto (John Ford, 1956).