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Ni árbitros ni mercenarios

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Toda una sorpresa encontrarse en este dietario con una crítica tan severa y contundente como la publicada ayer por Íñigo F. Lomana. Albricias. No tuve la paciencia, ni la voluntad siquiera, de leer la novela que comenta, pero las cosas que dice de ella, adornadas con las citas que entresaca, confirman todos mis prejuicios. Peor que eso: han alimentado en mí unas ganas imprevistas de, si no leer, al menos ojear la novela de marras para, sobre todo, dar con esos suculentos pasajes en que al parecer Antonio Muñoz Molina rememora su epifanía sexual con Elvira Lindo. No me puedo perder eso.

Dejando aparte el morbo de cada uno, da gusto toparse con un texto como el de Lomana. Sus anteriores contribuciones al dietario ya apuntaban maneras (rigor, ironía, agresividad bien entendida), si bien su crónica de la presentación en la Asociación de Prensa de Madrid del último libro de Gregorio Morán, El cura y los mandarines, me pareció demasiado encandilada. Otra cosa es su comentario de El impostor, la última novela de Javier Cercas, tan contundente y severo como el de La sombra que se va, de Muñoz Molina, y acaso más interpelador, por lo que toca a su observaciones sobre el trillado asunto de la Transición.

El caso es que me congratulo de que El Estado Mental esté dando lugar a este tipo de comentarios, tanto más en cuanto no forma parte de sus objetivos suplantar a los suplementos culturales. La inutilidad de éstos, en lo que a la crítica se refiere, se debe, entre otras razones, a que se han constituido en guetos a los que sólo acude un determinado tipo de lector, me temo que bastante residual. El efecto sorpresa de una crítica como la de Lomana, en un medio como éste, amplifica sus alcances, y los connota muy favorecedoramente.

Pero no me asomo aquí solamente para saludar a Lomana y encomiar su trabajo. Quiero, más que eso, manifestarle mi desacuerdo con el último párrafo de su texto, que delata una mirada algo ingenua (acaso impostadamente ingenua) y una errónea percepción del problema al que alude.

Veamos. Todo el párrafo sostiene una presunción desaforada: la de que “nuestros suplementos culturales” no son nada más que “meras maquinarias promocionales al servicio de intereses comerciales”; la de que los críticos que intervienen en ellos “se han arrogado el papel de árbitros del gusto, aduciendo para ello cuestiones de preeminencia intelectual”, y hacen su trabajo de una forma “deshonesta y mercenaria”; la de que atienden a intereses corruptos, en la medida en que evidencian que “las leyes del dinero se imponen sobre los deberes de la responsabilidad”.

No, no y no. En absoluto es así. Si así fuera, cabría al menos un margen de esperanza, de regeneración de esos mismos suplementos, posible en el caso de que se infiltraran en ellos críticos mejor armados intelectual y moralmente, menos susceptibles de ser corrompidos. Pero es que ese no es el problema, qué va. El problema consiste en que los críticos mismos, muy lejos de ser árbitros del gusto dominante, son más bien sus servidores, sus representantes, y lo son porque así lo establece el criterio que determina tanto la existencia como el funcionamiento de los suplementos que los amparan.

¿Todavía hay quien se cree que los reseñistas españoles son como son por venalidad? Pero entonces, ¿quién cubre los gastos? Por otro lado, ¿qué relación de causa y consecuencia cabe establecer entre “preeminencia intelectual” y “gusto”? ¿Es que éste es determinado “intelectualmente”? No parece que sea así.

Los responsables de cualquiera de los suplementos culturales españoles se han de sentir justamente ofendidos ante la pretensión de que son “meras maquinarias promocionales al servicio de intereses comerciales”. En su defensa argüirán que su interés principal es incentivar la lectura, promover nuevos lectores. Y es verdad. De hecho, tal es la consigna de casi todas las instituciones culturales y educativas, que por lo mismo ven con poca simpatía –como casi todo el mundo, a excepción de unos cuantos resentidos– que nadie se permita denigrar un libro, disuadir a un lector. En estos tiempos, encima, en que parece que la afición a leer, al menos a leer libros, está descendiendo verticalmente.

Mucho antes que por las “leyes del dinero” o por los “intereses comerciales”, que repercuten sólo indirectamente, el mecanismo mismo de los suplementos culturales, así como el de toda la maquinaria cultural, en general, está dominado –corrompido, si se quiere– por un concepto divulgador y ecuménico –comercial, sí, en definitiva– de la cultura, que desactiva de partida el músculo crítico y convierte a los reseñistas en simples portavoces del gusto dominante, mucho antes que en árbitros del mismo.

Que la cosa no sea percibida así se debe a que el gusto público no es uno solo. La llamada “industria cultural” trabaja en diversos niveles, y por lo que toca a la literatura todavía cabe distinguir entre distintas calidades de gusto. Aquella por la que abogan los suplementos literarios viene a ser, por decirlo brevemente, la correspondiente a “los lectores a los que les gusta que les guste leer”. A esa franja, la de sus lectores, pertenecen la inmensa mayoría de los reseñistas reclutados por los suplementos culturales. Y siendo así, ¿qué más se les puede pedir? Ellos tienen la conciencia muy tranquila, sabiendo que no hacen el juego a la vulgar cultura de masas. Fijémonos,  si no, cómo se ufanan de desdeñar los llamados best-sellers,  los géneros populares. A menos que se disfracen de otra cosa. O que los practiquen flamantes académicos. O que… La verdad es que todo está cada vez más confuso, así que, por si acaso…

Nada de corruptelas, de venalidad. ¿Mercenarios? Lo crea Lomana o no, a Ernesto Ayala-Dip, a Nadal Suau, a José María Pozuelo Yvancos les gustó, y mucho, La sombra que se va, de Antonio Muñoz Molina, no cabe dudar de eso. Sus comentarios no son deshonestos, no están dictados por intereses inconfesables sino por una muy sincera y conmovida apreciación de lector que, mira por dónde, comparte su juicio con miles de otros lectores iguales a ellos que también han leído ese libro, seguramente sin esperar a sus dictados, y que, en sus conversaciones, dirán de él cosas muy parecidas (quizás menos petulantes, no tan envueltas en pseudotecnicismos literarios, pero esencialmente idénticas).

Mucho me temo, pues, que, pese a lo que dice Lomana, tendremos que resignarnos a tolerar este estado de cosas, porque no tiene visos de cambiar. No al menos en los suplementos literarios ni, como digo, en el marco de la cultura que comparten la mayoría de los lectores a los que están destinados, y a los cuales no sólo hubiera escandalizado, sino también ofendido el que, como pretende Lomana, las carencias de la novela de Muñoz Molina –que para ellos distan mucho de ser tales– hubieran sido sometidas “a un brutal escarnio público”.

Pero dónde se ha visto eso. ¿En un suplemento cultural? Muy pocas veces.  Y cada vez menos, que nadie se haga ilusiones.

Otra cosa es que los suplementos mismos tengan, me temo, sus días contados. Si dependieran de la industria que supuestamente los sostiene y soborna, hace ya mucho que hubieran desaparecido. Si sobreviven es porque lo que hacen lo hacen por sí mismos, con la mejor disposición y toda la convicción, como las viejas criadas de la casa. ¿Y a quién no le gusta que les rasquen la espalda? ¿Quién se pone a mirar la dentadura de un caballo regalado? No desde luego los editores. Ni por supuesto los grandes grupos de comunicación, a los que esos suplementos culturales, precisamente por su inocuidad, suelen importarles bastante menos, me temo, que a Lomana.