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Larvario

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"Sonoro, cólmanos de miserias, mas adorna nuestras artes con risas suaves" 
J. Joyce

Si no el miedo, al menos la escasez es la auténtica materia prima de este orden social que seguimos llamando capitalismo. Nuestro sistema económico “mundial” –tal vez una poco más regional de lo que imaginamos– ha de reproducir la inseguridad, incluso una ancestral angustia por la supervivencia, en cada uno de sus días de éxito. Más aún, no puede terminar ningún momento estelar sin que en su interior se deslice una vaga amenaza; bien hacia el futuro, bien como recuerdo de alguna desgracia pasada que podría volver. En tal sentido, Agamben tiene razón al insistir en que nuestra cultura es una gigantesca fábrica de miseria. Sin una inyección continua de miedo y precariedad no se produciría la necesaria sociodependencia del ciudadano, esta tecnología global del tiempo –la magia de la macroeconomía es sobre todo ésta– que configura nuestro cotidiano arresto domiciliario en el mañana.

"...hacer una pausa e interrumpir las conexiones, dejar de participar, callarse, dar un paso al margen; nunca ha sido más fácil 'hacerse el muerto'"

Bajo él, lo que hoy está en peligro no es precisamente la privacidad individual. Al contrario, eso es lo que está blindado por doquier. Es la experiencia común la que está por todas partes cercada. Mi cuerpo, mi blog, mi piso, mi perfil, mi currículo, mis historias de pareja. Se ha dicho cien veces: nuestra espectacular movilidad es la de la indiferencia, la que emite a diario sus mil mensajes, sean mayoritarios o alternativos. La izquierda participa de lleno en este “integrismo del vacío” propio de la cultura capitalista, en el nihilismo de su conexión perpetua. Tanto la economía como la tecnología tienen la misma lógica aséptica de la neutralización: aislamiento y conexión, narcisismo y socialización, obediencia y espectáculo. Parálisis de la acción: libertad obscena en la expresión. No hay ganancia sin pérdida, la vida común es así de terca: la multiplicación de las conexiones arrastra una caída en picado de las decisiones.

Nunca ha sido más fácil “hacerse el muerto”, pasar a ser invisible en medio de esta organización espectacular y ciega de la visibilidad. Basta con hacer una pausa e interrumpir las conexiones, dejar de participar, callarse, dar un paso al margen. Aunque precisamente esto es lo que hoy nos da pánico, pues el primer recorte se ha realizado desde hace tiempo en el sujeto, exonerado de la ley de su gravedad y del peso de vivir, vaciado de las tecnologías analógicas necesarias para dialogar con las sombras que le tejen por dentro. Posiblemente a algo así se refería Sócrates con aquella misteriosa subordinación de la política a la ética. Es preciso, parecía decir, mantener a raya el estruendo de Atenas con la profundidad común que duerme dentro de cada hombre.

Lejos de esto, vivimos insertos en la corrupción estructural de la interactividad. Somos los nudos de una enorme malla, un conductismo de cien alternativas diarias, cristalizadas en el juego de mayorías y minorías. Información y movilización, acción y reacción, estímulo y respuesta: el parque humano ya ni necesita normas explícitas dado la normalización está inscrita en la corriente de eventos que salen de un planetario gigantesco y endogámico. El capitalismo sostiene un mundo “abierto” que se cierra en cada punto donde finalmente asoma cualquier amenaza de exterioridad. De ahí que casi nunca sepamos con quién estamos, ya que, en cuanto a las identidades, todo son nombres –¿Putin Riot?– en el reparto mundial de etiquetas.

Nunca se dirá, pero puede que la base de nuestra corrupción sea este fundamentalismo de la identidad, el microcosmos expansivo del nombre propio. Como cultura, ¿es otra cosa el capitalismo? ¿Es algo más que una aversión a lo indefinido del cómo en aras de la definición del qué?

"Somos tan libres que no podemos elegir ni quedarnos con nada"

Religión de la alta definición. Actualización, consenso, adaptación, flexibilidad, participación son palabras que traslucen una cómica incapacidad nuestra para desconectar, para detenerse y afrontar el trauma de cualquier posible ruptura, sin la que ningún cambio significativo es posible. Es como si la conexión perpetua, la atención flotante del sujeto sedase la presión de lo intolerable, origen de cualquier decisión, y condujese paradójicamente a la imposibilidad de ninguna resolución. Todo lo escénico cambia para que nada crucial se mueva. Somos tan libres que no podemos elegir ni quedarnos con nada. Una vez más, la complejidad semeja en este punto una ideología mortífera, pues paraliza a lo que haya de común en beneficio del saber esotérico del experto. La complejidad inyectada consume también las fuerzas del sujeto en el menú de alternativas terciarias, más o menos banales. ¿Progresista o conservador, fumador o no fumador, azúcar o sacarina, homosexual o heterosexual?

La desconexión está prohibida en la religión social triunfante. El silencio, sin el cual no existe diálogo con la ambigüedad de ninguna escena originaria, ha sido colonizada por la dispersión en la visibilidad compartida. El paro laboral se suma así al paro existencial. Aparte de lo obvio, el desempleo aterra debido a la crisis de pánico que sobreviene en el borde del universo social, cuando hemos sido reeducados para ser nudos en red, meros puntos de interacción más o menos espectacular. El secreto está prohibido, lo cual significa –no hay acción sin reacción– que la clandestinidad se multiplicará por doquier. Al estar proscritas las zonas de sombra, la vida busca como puede regiones donde lo elemental palpite. No descartemos que una de las ventajas homeostáticas de todas las sectas, desde la droga dura a la empresa puntera, estribe precisamente en que facilitan un terreno real de juego, un “cara a cara” con amigos y enemigos visibles.

"¿Por qué se le teme tanto a la desconexión, a la no visibilidad? Porque el sujeto ha sido desactivado en su vivencia única y sólo puede sostenerse endeudado con la participación"

En el pacífico ciudadano medio, sin embargo, al verse enfrentado a una vida sin envoltura social, de pronto se disparan las alarmas y todas las sintomatologías. En el orden simbólico, el paro simboliza así el terror al demonio de la época: la marginación social, el atraso de todas las actualizaciones, la vida sin visibilidad ni lugar reconocible… Como si vivir no fuera el primer oficio. ¿Por qué se le teme tanto a la desconexión, a la no visibilidad? Porque el sujeto ha sido desactivado en su vivencia única y sólo puede sostenerse endeudado con la participación. Resuena ahí, vaciada, una primera propiedad del sujeto de la cual ya no podemos saber nada: la muerte como primer interlocutor; en el fondo, en la más alta tarea.

Ocurre así como si el legendario “argumento ontológico” para probar la existencia de Dios hubiera de actualizarse para probar continuamente la existencia de la existencia. Al faltarle a ésta una línea de ecos a través de la cual dialogar con su silencio, epítome del afuera más íntimo, es necesario multiplicar las pruebas sociales de la identidad. Soy visible, luego existo. La edad de los media es también, en este sentido, otra nueva edad media, multiplicando las ordalías de la inmanencia laica. Iluminado de pronto por la tristeza, un monje –muy especial– dice ante nuestra obscena metafísica de la presencia: “Dios es la inexistencia como tal”. Ya ven, no hemos avanzado mucho desde los tiempos de Plotino.

La fuerza cuántica de una naturaleza que nunca nos abandonará –por más que la caricaturicemos en el espectáculo del cambio climático y su ristra de catástrofes meteorológicas– es tenaz, de manera que todo lo excluido como mortal regresará como letal. El panorama actual es el de un sujeto sin allende, carente de cualquier tecnología existencial para el misterio de la inmediatez, esa ausencia central en la presencia a la que hace años se refería Steiner.

Pensemos, por un momento, en el alarmismo habitual de los medios: "aislamiento de Rusia", "el Partido Popular se queda solo", "la soledad de Hollande". Este pánico metafísico al aislamiento trasluce un profundo pesimismo en cuanto a la vida, que estaría desamparada si no se la asiste por fuera. Tal oscurantismo se nota ya en la expresión perpleja del locutor cuando de pronto la conexión no funciona, o el siguiente plano no entra a tiempo, y la calculada aparición del periodista queda en el vacío. ¿Se imaginan que se filme a alguien que carece de guión o de programa? Sería la misma expresión desolada de los humanos en el tiempo muerto del transporte público, pero sabiéndose en pantalla. La televisión, máximo adalid de esta socialización forzosa, también predica con el ejemplo y enseguida se siente sola: “No se vayan”, suplican los locutores de todas las cadenas antes de cada pausa publicitaria. Es como si el índice de audiencia, que salva o condena a los programas, representara la cobertura que también necesita la cobertura. En otras palabras, la protección personal que necesita el sistema de protección medial. Una vez más, estamos ante la cuasi perfección de la tautología, funcionando en bucle.

Fijémonos que todos los escenarios de la parada –la espera en el dentista, en el metro, en la llamada telefónica– están ocupados por una cascada audiovisual incesante. Estamos de hecho tan ocupados que la vieja “división del trabajo” ha sido completada por una omnipresente “división del ocio”, de manera que estar a solas con cualquier cosa es algo ya prácticamente imposible. En realidad, ¿en qué estamos tan ocupados? En la interactividad que nos salva del vacío, del silencio del tiempo, que no puede ser vivido por ningún lado en estado puro, real. Un dinamismo planetario debe penetrar así hasta la liturgia actual de los funerales y también la vida intrauterina, pues nuestro demonio es el ser estático de lo real, un tiempo que no se mueve, el subdesarrollo que le es constitutivo.

Nuestro terror es “la indiferencia de los árboles a la historia”, tal como lo expresó un clásico del pasado siglo. De manera que, en la vanguardia del mundo civilizado –más Nueva York que Madrid o Betanzos–, hasta el “tiempo muerto” del ascensor o del recorrido en taxi han de ser ocupados por un discurso social atronador e incesante. Gracias a Wall Street, a Tarantino y a Marx, la historia es la religión finalmente triunfante. Todas las tecnologías portátiles están puestas al servicio de una transformación por la que el gran relato se pega al narcisismo de los cuerpos. Esta es la globalidad, que cada punto esté conectado, salvado del ser de su silencio. La deconstrucción y el fragmento han hecho un servicio impagable a la nueva totalidad proteica.

"Prometiendo un contacto sin nombre ni implicación afectiva, hasta la pornografía es parte de este genial puritanismo –aislamiento y conexión– que multiplica los contactos"

No hace falta ser excesivamente paranoico para situar en este programa político de control total a nuestra querida obsesión por el sexo. Prometiendo un contacto sin nombre ni implicación afectiva, hasta la pornografía es parte de este genial puritanismo –aislamiento y conexión– que multiplica los contactos. La sexualidad es una parte neurálgica de nuestra movilización total, una interactividad que debe penetrar los tejidos. Cuerpos líquidos. La saliva del sexo tapa el silencio del cuerpo, la ambivalencia del afecto y del amor. Igual que la televisión invade el silencio de la lectura y las series por ordenador cubren la penumbra del cine. Por todas partes, el imperialismo del fragmento encadenado debe impedir que se cuele el desierto de ser, de donde provenían las viejas visiones. En tal sentido, toda la obscenidad imperante se conjura contra el afrodisíaco de la inocencia. Lo dijo Deleuze en un texto memorable, hoy casi clandestino: lo nuestro es el poder de la movilidad espumosa, no la autoridad aburrida y patriarcal del rompeolas. Por tal razón, el surf y los deportes de deslizamiento –el primero de todos, la información– baten en todo lugar a los antiguos deportes. Hasta el fútbol debe ser cada vez más veloz y aéreo. En la cara b de este desfile americano, siempre habrá un Haneke –la excepción cultural europea– recordando el horror que es la vida desnuda.

Sí, el miedo a la soledad es la auténtica infraestructura de lo mundial. En la “sociedad internacional” no podemos ni concebir un mundo desarrollado fuera de ese miedo, puesto que presentimos que el trasfondo de la comunicación y del mito del progreso es el vacío. Tras el estruendo de la pantalla total azota el nihilismo del desierto, la indefensión ante la raíz asocial de la subjetividad. Verdaderamente, el reverso de la euforia económica y técnica es el pesimismo vital. El Satán de esta época es una y otra vez lo real, ese estar a solas con la condición mortal. Pero no precisamente por la certeza de que ahí falta el sentido, al contrario, por la sospecha de que ahí está el cénit del sentido. No hay una sola película de terror que no utilice de manera oscurantista esta pánico a lo real sin conexiones, a la comunicación que brota de las sombras.

"El multimillonario género de terror –de Funny games a Gravity– comienza siempre con una interrupción de las comunicaciones"

En tal sentido, nuestro anticomunismo es metafísico antes que político. Si hubiese un registro creíble de la famosa “teoría de la conspiración” sería éste: las grandes corporaciones, los poderes mundiales, la sociedad entera y sus mil alternativas mutantes, han prohibido que cualquiera esté a solas, que nadie interrumpa las conexiones para pensar y vivir según el diablo de su sombra. Dios ha muerto, viva el nuevo dios. Así el multimillonario género de terror –de Funny games Gravity– comienza siempre con una interrupción de las comunicaciones. Y los múltiples momentos de espera, en la perpetua sala de espera que es nuestro “arresto domiciliario en el mañana”, están entretenidos con pantallas y temas musicales. Una banda audiovisual constante acompaña al miedo pueril de nuestra cultura senil. La cobertura cubre nuestro encierro haciéndolo polimorfo, tan flexible como el tono musical de cada franja horaria.

Este miedo a la cercanía es producto del peor de los pesimismos porque entiende que, sin conexiones, la vida local y su modesta individualidad no son nada. Los contactos y la adaptación al medio es así nuestro “principio de individuación”. De ahí esta flexibilidad cadavérica, pues entendemos que sin el entorno, mediado y mediador, no somos nadie. Y menos que nadie sería nuestro narcisismo, imprescindible en un mundo despiadado en su indiferencia hacia el secreto de vivir. Como hemos perdido el afinamiento con el tono de la finitud, entre impacto e impacto programado la desolación se convierte en la regla del tiempo no organizado. De ahí esa expresión demudada en el transporte público, esas caras abstractas de los alumnos en clase, ese extraño silencio de los encuentros presenciales y de los apartamentos a la caída de la tarde. Registro numérico, nihilismo binario del cero-uno. Recordemos por un momento –un minuto de silencio– la ansiedad cuando el teléfono al fin suena y promete rescatarnos de un estar a solas para el cual ya no tenemos hilos. La conexión técnica se alimenta de la desconexión vital. La euforia social parasita el pesimismo viviente. Tal vez por esto Sokurov, un ruso nacido en Siberia, comenta con un dulce sarcasmo: “Ustedes los occidentales están muy solos”.

Cierto, nuestro ideal social es el inválido equipado (Virilio), un terrícola desconectado de la sucia cercanía y conectado con cualquier límpida distancia. No es tan raro que, desde los años cincuenta, especulemos con la vida extraterrestre, ya que en cierto modo esa ingravidez ha alunizado entre nosotros. Tampoco es extraña la afición de la nueva elite a los viajes espaciales, a las experiencias paranormales. Todo triunfador que se precie ha de ser un poco zen.

"No es tan extraño que la metá-stasis,  ese 'más allá del reposo', sea el signo del momento, la gran enfermedad crónica"

¿A qué temen nuestros ojos, nuestros oídos tardíos? Al viejo silencio que asedia a la especie, pero ahora sumado a una desactivación de las tecnologías analógicas que nos permitían dialogar con las sombras. En el incesante interior que es la aldea global, todas las prótesis tecnológicas que han penetrado el cuerpo nos han dejado inermes para la alta indefinición que nos rodea cada vez que salimos del útero social. El silencio es la primera especie en peligro de extinción, de ahí que hayamos de dedicarle pequeños parques temáticos en todas las solidaridades inducidas. Les otorgamos un minuto de silencio a las víctimas señalando que interrumpir el ruido que nos protege es mucho, casi lo máximo que podemos ofrecer.

“Tú quisieras un mundo –decía Hölderlin–, por eso lo tienes todo y nada a la vez”. Pensándolo bien, no es tan extraño que mientras tanto el cáncer sea el azote de la época. A través de una miríada de pantallas, vivimos en cada hora mil ecos que taponan cualquier posibilidad real. Precisamente por esto, a veces se ha recordado que somos tan libres que no elegimos nada, ni nos comprometemos con ninguna vía. La economía que preside nuestra vida colectiva, ¿es algo más que un simulacro de acumulación contra el vacío? No es tan extraño que la metá-stasis sea el signo del momento, la gran enfermedad crónica. Metástasis, un “más allá del reposo” en el que hemos depositado todas nuestras esperanzas de huida.

Huir de la simplicidad del dolor y la muerte, de la común ley del afecto y la gravedad. Éste es todo el secreto de nuestra maravillosa consistencia social. Como versión monstruosa, el cáncer es sólo el negativo celular de nuestra velocidad de escape. Una sociedad que teme al silencio, que no puede pararse en ningún “tiempo muerto”, sólo tiene la esperanza de multiplicarse y correr. Así hasta que las células entran también en esa vía.

"El problema en realidad es la prohibición de tener alma, una exterioridad desde la cual sentir, pensar y hablar, libre de la sociodependencia global"

¿Final apocalíptico? No, el espectáculo de la simulación sigue. Como la religión de otrora, la terapia social inducida nos devolverá, en la democracia de mañana, la vida desalojada durante toda la semana. Hay que morir como el nuevo Dios manda, con las enfermedades inducidas por la velocidad social. Son solamente ellas las que pueden hacerse crónicas, confundiéndose con el estrés de la transparencia y la entera vida pública de las larvas que somos.

Sujeto sin allende, dicen tímidamente los militantes de Tiqqun. El problema en realidad es la prohibición de tener alma, una exterioridad desde la cual sentir, pensar y hablar, libre de la sociodependencia global. Prohibición doblemente eficaz por el hecho de que no necesita ser explícita: la norma está interiorizada, cristalizada en la hiperrealidad que reina sobre los sentidos, el afecto y el intelecto. Por eso la vigilancia funciona perfectamente sin vigilantes. El encierro global, la incredulidad en que haya un afuera aquí, unifica la convergencia cultural de extrema izquierda y extrema derecha. Una de los regalos impagables de La gran belleza es que, en medio de nuestros escenarios diseñados para un encierro de altura, resucita una épica del afuera: la contemplación de esquinas escondidas, de seres humanos invisibles, de calles desiertas en la madrugada. Y la memoria de una borrosa escena originaria en medio del trance de los cuerpos que danzan, del llanto por los muertos. Y el truco de una narración que permite mantener un pie fuera, descubrir una distancia que sienta la belleza de nuestra miseria.