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La noche del Niño Larva

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ANTECEDENTES

Ocurrió hace ahora 2 años. Nos encontrábamos un grupo de amigos cenando en un restaurante coreano de Palma de Mallorca, ciudad en la que residimos, cuando nos fijamos en el cuadro que adornaba la pared del fondo. Una Virgen María negra, que parecía salir del mar, sostenía en brazos a un Niño Jesús blanco. Divergencias de color aparte, rápidamente reparamos en la anomalía: tal cómo se halla envuelto en trapos el cuerpo del bebé, y tal cómo emerge su cabeza –sobredimensionada y sin escala– del saco que lo cubre, ese niño no es un Niño Jesús sino un Niño Larva. Continuamos comiendo. Esa noche, ya en la cama, un fuerte dolor de estómago me impidió dormir más de quince minutos seguidos. 

Durante varios meses no dejé de pensar en la mirada de aquel Niño, de viveza extrema y ciertamente mucho más inquisitiva que la de su madre. Poco después comenzaron a cruzarse ideas acerca de cuerpos momificados, mutaciones corporales. Por supuesto, ahí estaba el bebé de Cabeza borradora, u otro bebé que, también de gran cabeza, que había visto en una exposición fotográfica de Bill Viola, pero también esos niños Neandertales que a veces las expediciones científicas encuentran bajo el hielo, o las narraciones mitológicas que Ovidio describe en su Metamorfosis, las cuales terminan en la transformación del alma de Julio César en una estrella “de gran cabeza”, o la red de alcantarillado incluso, con el discurrir de sus residuos que metamorfoseados desembocan al mar por un conducto en forma tubo, sí, durante aquellos meses todo partía y regresaba al cuerpo del Niño Larva. Y, por supuesto, a La metamorfosis de Kafka.

KAFKA 2015

Gregor Samsa se despierta una mañana convertido en insecto. Eso es todo.

No, no es todo. 

Gregor Samsa puede ser considerado como el primer caso de mutación genética debido a motivos socioambientales.

Tampoco eso es todo.

Se cumplen ahora 100 años de la edición del libro que cambió la literatura tal como se conocía hasta entonces. No sabemos lo que Kafka vio o intuyó, pero al mismo tiempo que redactaba su Metamorfosis fundaba también el concepto moderno de lo monstruoso. En un vulgar domicilio, para ahorrar gastos un joven se ve obligado a vivir con sus padres y así ayudarles a pagar una deuda contraída con el banco –preferentistas, diríamos hoy–, que amenaza con quitarles la casa. Es en ese contexto donde a este joven le es otorgado un don hasta entonces sólo reservado a las grandes figuras históricas: mutar en una extraña criatura, lo cual le permitirá conocer el desprecio de sus semejantes, la expulsión de la masa y de la norma estadística. Porque la mutación de Gregor Samsa no acontece en lejanas selvas negras, ni en claroscuros castillos, ni en el orbe aristócrata que desciende a las capas más bajas de la sociedad para extraer de ahí su materia prima, no, con La metamorfosis Kafka inocula de una vez y para siempre la posibilidad de lo monstruoso en el costumbrismo de la clase media. Pero también hay ahí un lugar para lo borroso, la incerteza. El escritor W.G. Sebald, en su libro Los anillos de saturno cuenta la historia de alguien que dice que lo que más le gusta de La metamorfosis es el modo en que Gregor Samsa mira a través de una ventana “hacia un recuerdo gris e impreciso”.  Bien, de ese modo miraba yo también entonces todo cuanto tenía que ver con el Niño Larva.

LA URNA

Tenía esos episodios totalmente olvidados cuando, hace pocos meses, voy a la casa de mis amigos Gabriel Lacomba y Miquela Forteza –aquellos con quienes años atrás había estado cenando en el restaurante coreano–, y en tanto entre almendras saladas y cervezas hablábamos de no recuerdo qué, reparo en la vitrina que tienen allí mismo, en el cuarto de estar. Se trata de un hueco que hace esquina, horadado en la propia pared de hormigón, y que recuerda a un inverosímil escaparate de tienda. En él han ido acumulando figuras ornamentales de toda procedencia: desde tallas subsaharianas en madera de fresno a muñecas rusas de tienda china, pasando por cerámica del Alentejo portugués, que con orgullo de coleccionista exponen bajo una halógena luz cenital. Y es entonces, al ver que la vitrina tiene las mismas dimensiones que un cuerpo humano, cuando le propongo a Biel (así llamamos a Gabriel Lacomba) la siguiente idea: dormir yo dentro de esa urna toda una noche, en un saco, como si fuera un Niño Larva, y que él, que es artista especializado en fotografía, lleve a cabo el registro fotográfico de las 8 horas de mi sueño. Acepta el reto y de inmediato se pone a trabajar en la idea: posibles cámaras, objetivos, cadencia de los disparos, óptima luz, etc.

La siguiente vez que nos vemos Biel ya lo tiene todo planeado. Una cámara frontal, montada en un trípode, me haría una fotografía cada minuto durante las 8 horas de mi sueño. Un total de casi 500 fotografías que después, en el estudio, con ayuda del ordenador él mismo fundiría en una sola imagen para dar lugar a la imagen total y continua de mi paso por la urna. Me comenta que ya desde que años atrás trabajara con cámaras estenopeicas fabricadas por él mismo, ésa es una de sus obsesiones: hacer tomas fotográficas de tiempo dilatado, extender el tiempo, detectar huellas, trazas, desmenuzar largas exposiciones y después volver a juntarlas; en resumen, todo lo contrario a lo que comúnmente llamamos hacer una instantánea. “Eso sí –me advierte–, para conseguir un buen registro de imagen deberás dormir con la luz de la vitrina encendida.”

LA NOCHE DEL NIÑO LARVA

Llovía con fuerza, todo el día había estado lloviendo con fuerza en Mallorca, y aquel 13 de febrero de 2015 faltaban pocos minutos para las 9 de la noche cuando, empapado, llegué a su casa con el saco de dormir y un cepillo de dientes en el bolsillo. Biel me dejó unos calcetines y ropa seca para mudarme.

Apenas cenamos. Él, una rebana de pan con fiambre. Yo, de estómago delicado desde aquella cena años atrás en el restaurante coreano, un yogur y un melocotón. Sentados en el sofá, justo debajo de la vitrina, no recuerdo de qué hablamos, pero sí que Biel masticaba con suma lentitud y que en todo momento evitamos el tema de la fotografía. La sala de estar da un patio interior cuyos muros se hallan cubiertos por palmeras enanas y plantas trepadoras. A pesar de la puerta, cerrada, se oía con total claridad el repiqueteo de las gotas al impactar sobre las diferentes clases de hojas. Recuerdo haber pensado en la imposibilidad física del silencio. A la izquierda de Biel, en una mesa supletoria, un libro abierto mostraba imágenes de Cristos yacentes. Con mi teléfono tomé una fotografía.

Sin aviso, Biel se levantó, y en tanto iba colocando las cámaras en los trípodes y ajustando los temporizadores automáticos de disparo, yo despejé la vitrina de figuras, me desvestí, subí ayudado de un taburete –la vitrina está bastante alta– y me metí en el saco. Él, con una lentitud que me pareció similar a aquella con la que había masticado la cena, hizo correr sobre el riel la hoja de cristal hasta quedarme completamente encerrado. Guardo intacto el sonido de ese deslizamiento. El techo a pocos centímetros de mi nariz. Las luces cenitales alumbrando toda mi longitud. Pensé en lo que deben sentir los animales disecados en las urnas de los museos, lo que deben sentir los animales vivos en los escaparates de las tiendas de mascotas. Por desviar esos pensamientos, cerré los ojos. No tardé en oír los pasos de Biel escaleras arriba, hacia su dormitorio. Los disparos automáticos de las cámaras, en un principio francamente molestos, se fueron disipando, ganando distancia, como quien evoca una imagen borrosa o un recuerdo gris, impreciso.

OCHO HORAS DESPUÉS

 

 (Texto: Agustín Fernández Mallo, Fotografías: Gabriel Lacomba, Cristo yacente: Hans Holbein, imagen de Virgen María con “Niño Larva” en brazos, autoría desconocida. Esta acción se corresponde con la Fase I del Proyecto Niño Larva. Próximamente se llevará a cabo en otros lugares como el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de  Palma, Es Baluard, y el  centro Arts Santa Mónica, Barcelona. Todo el itinerario se irá documentando en www.proyectolarva.com)