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La guarida del lobo

Heavy, insomnio y desinformación
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Decía Martin Amis en una novela de los noventa que a los cuarenta los hombres, antes de dormirse, experimentaban una epifanía sobre la muerte. Era “la información”, una retahíla de recuerdos, voces y abstractas identificaciones que desembocan en una conciencia más diáfana y precisa de lo que nos llegará tarde o temprano. Los cuarenta son el ecuador que separa las vidas y “la información” se hace relevante en el momento en que uno se da cuenta de que ya ha hecho, en el mejor de los casos –por lo menos para los que somos fumadores–  la mitad del viaje. Los cuarenta son por tanto una edad iniciática. ¿El comienzo del fin? ¿El fin del comienzo? Que la vida iba en serio lo sabíamos incluso antes de que nos lo advirtiera el poeta de Tabacalera, pero que la muerte era real lo hemos sabido siempre. Lo que pasa es que en la pubertad aprendimos que no había que tomársela demasiado en serio. Para qué. Una era sin religión se afana en reflexionar, y sucumbiría por ello si no la salvara el hedonismo, que pide a gritos no darle tantas vueltas a las cosas, ni a la muerte, ni al desamor, ni a nada que haga daño (ni, sobre todo, al hecho de que ese hedonismo cuelgue de un anzuelo dispuesto a convertirnos, primero, en mercancía, y luego, en gilipollas). Normalmente sirve para dejarte estancado en hábitos de edades más tempranas, lo que unas veces es un bálsamo y otra una tortura. Y otras, nada.

Me han dicho que hay un bar heavy en Pedro Antonio de Alarcón, la zona de marcha de esta ciudad de provincias, al que acude una renovada progenie heavy. Sus miembros tienen veinte años. ¿Es eso posible? ¿Se ha renovado la estirpe y sigue incólume la idiosincrasia de la tribu que fue quizá, junto a la rocker, la más conservadora en los 80? En Madrid hay algún ejemplo, reconvertido en museo, o en parque temático. Pero ¿en Granada? Puede ser. Aquí a veces se conforman extrañas mutaciones que pueden generar fenómenos de naturaleza regresiva o visionaria. No sé a qué se debe. Quizá a que es una ciudad muy pequeña, pero con esa cualidad extraña, casi esquizofrénica, de contener contrarios. Hace calor por el día, frío por la noche. Hay fachas y anarquistas, pijos y okupas, cristianos y musulmanes. Es una ciudad aburrida y divertida al mismo tiempo. Al ser tan pequeña las diferencias están más a la vista, más juntas, y tienden a mezclarse, sin diluirse. A veces parece mostrar una compostura de marquesa y otras, los desmanes de un travesti. Acaba pareciendo un espacio plural, a pesar de que últimamente no lo es en absoluto. Málaga, además, le está robando la virtud de ser el referente cultural en esta parte de Andalucía, entre otras cosas, porque nuestro alcalde rechaza las propuestas de los grandes museos de abrir aquí sus sedes. (“¡Pero si nosotros ya tenemos la Alhambra, hombre de Dios!”, dicen que espetó en su despacho al comisionado del Pompidou que fue a hacer la oferta). Cada año cincuenta mil estudiantes cambian esta ciudad de cabo a rabo, aunque más bien lo hace su estela, o sus feromonas, o lo que representan. O quizá lo hagamos el resto. Quizá seamos los demás los que llevemos a cabo esa renovación a través de la visión de esa juventud incesante y nueva. Si miras a los estudiantes cuando dejas de ser joven, no ves realmente a ningún estudiante: te ves a ti mismo alejándote hacia un lugar extraño. La juventud, reavivada año a año, cada vez más ajena a tu propia idea de juventud, hace que en esta ciudad te sientas mucho más fuera de lugar saliendo de copas que en otras más grandes como Madrid o Barcelona.

El pub de marras se llama La guarida del lobo. Yo desconocía si los dueños sabían la relación que tenía ese nombre con el mundo nazi, pero supuse que no y además me daba igual (a lo mejor habían ido a La boca del lobo de Madrid y quisieron buscar un nombre parecido, o a lo mejor habían querido hacer un símil licántropo identificando la soledad del lobo con la atávica soledad del metalero, o quizá lo habían leído en un libro o en un cómic, o visto en un letrero, o a lo mejor lo que pasa a los cuarenta es que uno se va por las ramas y no se centra porque de lo que informa “la información” es de la inminente llegada de un primer estadio de la ancianidad auspiciado por la merma de neuronas, el gusto por los paréntesis, la sobreabarcalidad y la impune invención de palabras ad hoc). Nunca he sido heavy, pero he tenido amigos heavies y a menudo he visitado sus antros, que siempre me han parecido un poco tristes. Cuando se podía fumar, allí se podían fumar porros, eso es verdad, pero no es menos verdad que en sus barras no había una sola mujer, ni fumando ni bebiendo. Si encontrabas alguna estaba con su novio, que la mantenía aferrada de la cintura porque si se le escapaba podía pasarse los siguientes cuatro años completamente solo, escuchando Scorpions en secreto y mirando con viril nostalgia a través de todas las ventanas que se le ponían a tiro, y  eso es mucho incluso para un heavy. Siempre me ha parecido que los heavies eran unos reaccionarios, sí, un poco como los rockers. La misma novia de toda la vida, los mismos bares de toda la vida. Sin embargo, hay que reconocer que ese conservadurismo hizo que la tribu se mantuviera mucho más firme que otras frente a los desmanes de la heterogeneidad y el mestizaje de los 90, que si al principio pareció una buena idea para que los jóvenes se adhirieran a una cultura popular más afín a sus personales gustos, luego derivó en la absoluta pérdida de identidad que vemos oscilar ahora entre la estética pija-emo, la pija-rasta, la pija-surfero y la pija sin ambages (todas ellas desmontables e intercambiables en sus piezas). Suena Pantera en los altavoces, la cerveza es barata y los porros se fuman fuera. Los heavies de aquí han mezclado un poco su estética con lo punk, lo industrial y lo vagamente jipi (como en todos lados) y han suavizado el discurso estético, aunque no hasta el punto de sufrir la adhesión del sufijo de las demás disoluciones. El pelo largo, piedra angular de su definición, se ha pintado, cortado y diversificado, y hay más tatuajes, pinchos y pendientes. No es muy diferente de otros pubs que intentan mantener un pie en la definida personalidad de un tiempo que, como todos los pasados, fue mejor. Pero está lejos de hacerte creer que has vuelto a los 80.

Hoy se ha pinchado un barril de cerveza para celebrar un cumpleaños y hablo un rato con el que los cumple, Eduardo, que tiene ya treinta años. Hace mucho que no entrevisto a nadie y me parece absurdo hacer un reportaje sobre un cumpleaños de gente que no conozco en un pub que ni es heavy ni tiene por qué serlo, pero también me parece de las pocas cosas interesantes que se pueden hacer hoy en día en periodismo. Algunos de sus invitados son, como los parroquianos habituales, veinteañeros (compañeros de Wing Chun, un arte marcial del que no sé absolutamente nada, excepto que las manos se ponen muy cerca de la cara, supuestamente para despistar al contrincante, según observo de la espontánea demostración que hacen dos de ellos cuando finjo interesarme) y otros que, como yo, deben de recibir visitas nocturnas de “la información”. Los de veinte miran a los puretas con cierta aprensión, quizá más por sus jerséis que por otra cosa, y cuando conquistan una esquina se vuelven rocas como un natural mecanismo de defensa territorial y generacional. Hablo con uno de mis coetáneos que lleva una camiseta negra con la cara de Walter Sobchak estampada en el pecho. Me da un ticket y me cuenta que son los integrantes de Ceaucescu, un grupo que no es heavy y que no ha sacado un solo disco ni ha publicado en internet una sola canción. Alguien llega con siete cervezas y yo cojo una. En el grupo hay un belga alto que es escritor, Olivier, un asturiano que bebe como un asturiano, Pablo, y Eduardo, un ex taxista y ex camionero que es el que paga el barril. Y luego está Manuel, profesor de historia de instituto y batería. Según me cuenta este, aún no han grabado nada pero quieren hacerlo pronto. Si pueden tocarán en marzo junto al grupo valenciano, Césped de verdad, integrado por una pareja de profesores de filosofía de secundaria (él toca la guitarra, ella la batería, y los dos pegan alaridos) a los que ya pagan algún que otro bolo. Dice esto último con ilusión o con esperanza. Que te paguen por tocar es el gran objetivo de los grupos, lo que da buena cuenta de cómo ha cambiado el mundo. Al parecer ahora son los músicos quienes dan dinero para poder ofrecer su trabajo a un público.

Después de casi diez tubos, los ánimos se desatan un poco. Los integrantes de Ceaucescu, quizá por culpa de la conversación o del alcohol, deciden dar un concierto allí, en pleno barril, rodeados de heavies nacidos el mismo año en que tuvo lugar la Expo de Sevilla, que es cuando ellos, probablemente, comenzaron a disfrutar de sus primeras experiencias sexuales. Cada miembro de Ceaucescu lanza una nota vocal que sostiene y a la que se van sumando los demás miembros con otros tonos, generando un coro algo siniestro que impide a los demás clientes escuchar la música y sus propias conversaciones. Quizá sea esta, por ahora, la única forma que tienen de tocar en público sin pagar. Los jóvenes heavies parecen molestos al principio y miran despectivamente a los maduros cantantes, pero al cabo del rato otros coros empiezan a surgir imitando a los suyos y el pub se convierte en algo así como el local de ensayo de un orfeón donostiarra. El encargado intenta disipar la algarabía con un megáfono en la mano que ha sacado de un cajón. Ya casi son las cuatro. El orfeón aplaca las protestas de la dirección con un nuevo pique de octavas, y el barman se ve obligado a salir del otro lado de la barra para colocar el megáfono a escasos centímetros de los tenores para repetirles que hay que irse. De pronto aparece en la tele, sin voz y muy oportunamente, Mike Patton, el líder de tantas bandas en activo y del mítico grupo Faith no more, aquel que ya en los 80 mezclaba el heavy metal, el funk y el hip hop. Recuerdo entonces un concierto de Tomahawk que vi en la sala Arena de Madrid hace años, en el que Patton cantó más de un tema gritando a través de un megáfono de la policía. Debe de andar por los 46 años. Pienso en él con amplia envidia: debe de ser de las pocas personas que han hecho y hacen lo que les da la gana en esta vida, y lo mejor de todo, sin tener que renunciar al confort del anonimato. Debe de andar por los 46. Le habrá visitado “la información” más de una vez, pero seguro que la ha sabido distraer con alguna idea más interesante que la de ir a un bar a entrevistar a un taxista el día de su aniversario. No hay más que escuchar alguno de sus discos –ahora escribo con uno de Mr. Bungle a todo trapo– para darse cuenta de que su talento reside, básicamente, en su confianza. Quizá fue el primero que fusionó el heavy en los 80, cuando eso era una gran blasfemia. Y quizá sea hoy el único genio de la desinformación que sigue yendo bien peinado. No sé si ahí habrá alguna enseñanza contra el insomnio. Lo pensaré mejor esta noche, antes de dormir.