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La Feria sin gente

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El calendario de las fiestas de Sevilla prosigue su ciclo. Después de la Semana Santa llega la Feria de Abril, de modo que los intérpretes de lo sevillano pueden cantar ya el secreto a voces de la ciudad: cómo lo penitencial y lo festivo se alternan como los dos actos de una función total, compuesta y representada para satisfacción de propios y extraños. Aquellos entre estos últimos que se dejen caer estos días por el Real (el recinto acotado, justo en el límite de la ciudad, que acoge la Feria), no dejaran seguramente de sorprenderse por el carácter festivo, sí, pero rigurosamente pautado por cien liturgias no escritas, que muestra esta celebración. Tal vez lo más desconcertante sea la ambigüedad irresoluble de ese espacio entre lo público y lo particular que es la caseta de feria, pues siendo la inmensa mayoría de titularidad privada (dependientes de clubes, asociaciones, etc.), el forastero no tiene más remedio que hacer valer sus contactos con un iniciado para llegar hasta el centro mismo de la fiesta.

Quien no cuente con esa posibilidad aún podrá contentarse con el colorido espectáculo que ofrecen las calles del recinto ferial. Pero también, haciendo abstracción de todo ese despliegue sensorial, reparar en la estructura que lo hace posible. Podría pensarse sencillamente que la diversión, la alegría, la gracia características de la Feria se corresponden con una arquitectura provisional, efímera y en el fondo, banal, pues es lo que allí sucede lo verdaderamente importante. Pero todo hecho arquitectónico es, siquiera momentáneamente, estático -o al menos sedentario-. Lo estático hace posible lo efímero, del mismo modo que lo ordenado y lo uniforme albergan el acontecimiento irregular e imprevisible. Esta puede ser una de las paradojas que definan la Feria. Otra, cómo  una fiesta de la presencia y el contacto entre la gente acaba por definirse por sus rastros y sus restos.

El campamento

“El inmenso campamento distribuido rígidamente como una ciudad romana…” de este modo, el arquitecto italiano Aldo Rossi aludía a la forma urbana de ese Real de la Feria, cuya ubicación se desplazó desde el Prado de San Sebastián (fuera, pero justo en el límite del casco histórico) hasta el barrio periférico de Los Remedios. Entre uno y otro emplazamiento, la ciudad inventada para la fiesta se fue ordenando cada vez con más rigor. Rotular con nombres de toreros las calles de esta retícula, como se viene haciendo desde hace cuarenta y pico años, casi parece una intento de encubrir la severidad de su trazado con un barniz pintoresco… Mientras, en el suelo, quedan las vías empedradas y las losas de hormigón o solería como marcas perdurables de una Feria que se quiere efímera, pero que no se termina de ir nunca.

El plano ortogonal del Real se descompone en unidades mínimas de diversión, las casetas, algunas de las cuales crecen incorporando varios módulos. Pocas cosas hay casuales en las casetas de hoy, vigiladas por el patrón de las ordenanzas municipales: dimensiones del módulo (4x 6-8 m), altura (6 metros como máximo), circulación interior (un pasillo de 120 cm de ancho), iluminación (bombillas no halógenas, situadas a 15 cm del techo de farolillos), sonido (hasta 100 decibelios)… La cubierta ha de ser de dos vertientes, vestida en la fachada con la tradicional pañoleta triangular decorada (con “motivos barrocos”, se nos advierte) y el mobiliario ha de ser igualmente tradicional. Se pretende regular, no solo todo aquello mensurable objetivamente, sino también dictar el estilo y la estética.

Bien mirada, la caseta de la Feria de Sevilla parece el producto perfectamente hibridado de dos ideas de la construcción originadas en su siglo, el  XIX: de un lado, es arquitectura industrial en hierro, capaz de generar mediante elementos estandarizados estructuras modulares y desmontables; por otro lado es arquitectura primigenia de lona, y parece así evocar las ideas del gran teórico de la arquitectura Gottfried Semper, quien creía ver en las tiendas de las poblaciones nómadas y sus muros tejidos el comienzo de toda construcción. Siguiendo ese hilo, buena parte de la arquitectura del siglo XX está determinada por la misma fórmula: una estructura portante ligera y autónoma,  recubierta por superficies delgadas que aseguren luz y ventilación. Acaso sea la caseta el modelo prístino de todo ello y en eso estribe su raro prestigio y su perdurabilidad: en que es un hecho constructivo, más que tradicional o moderno, elemental. La perfecta síntesis entre una plantilla-tipo inmutable que se puede clonar y una imagen siempre reconocible y memorable.

La portada

La tradición en Sevilla lleva el signo de lo irrevocable. Pero,  ¿en qué medida es tradicional lo que los sevillanos llaman tradición? En torno a la Exposición Iberoamericana de 1929, el movimiento genéricamente denominado regionalismo ensayó una recreación idealizada de estilos del pasado (mudéjar, plateresco) para vestir los edificios puramente representativos -los pabellones- de aquel acontecimiento. La guasa del asunto es que esa moderna fabricación historicista caló en el imaginario popular como la auténtica estética sevillana  volviéndose, de paso, una receta de éxito seguro para esas arquitecturas-ficción, pintorescas y efímeras, que la ciudad siempre encuentra ocasión de construir. Entre ellas, la Portada de la Feria de Sevilla.

La Portada asume el papel de hito que se hace presente para señalar un recinto donde el alineamiento de casetas acaba derivando en uniformidad y monotonía. De hecho, toda ciudad, real o ficticia, reproduce el mismo patrón: a la masa, más o menos indiferenciada, del caserío, se oponen los espacios cualificados, simbólicos o representativos. La primitiva Portada de la Feria  fue una construcción fija, la Pasarela, que funcionaba como una estructura transitable, además de como arco emblemático. Las actuales, cuyo diseño cambia anualmente, son casi decorados planos armados con la característica estructura tubular revestida de paneles pintados, sobre los que se colocan las bombillas que, durante las horas de alumbrado, realzarán el perfil y las caras exteriores del tinglado.

Lo que nos ofrece la Portada es un collage de fragmentos de otros monumentos sevillanos, históricos o historicistas, recompuestos y solapados en un todo: la fachada de la iglesia del Salvador, los arcos de la Basílica de la Macarena, el puente de la plaza de España, las torrecitas del Costurero de la Reina… Revival, cuando no revival del revival, estas reconstrucciones de antigüedades y curiosidades sevillanas tienen necesariamente un aire melancólico, y no solamente porque su esplendor fugaz este enmarcado por un deslucido trance (el de ser montadas y desmontadas) mucho más prolongado en el tiempo. Podría decirse que, del mismo modo que el arquitecto veneciano G. B. Piranesi hizo de sus grabados sobre monumentos romanos un bucle perpetuo entre la recreación fantasiosa del pasado y la descripción fiel de sus ruinas, la Portada de Feria es un intento –selectivo- de apuntalar en la memoria todo el aparato monumental de la ciudad real, siempre al borde de disolverse, nuevamente como ruina, en el desenfreno de los fastos de la ciudad fantasma.

El espacio otro

La Feria en el exilio: trasteros y guardamuebles que albergan a la Feria durante su larga hibernación. La publicidad radiofónica de estos lugares de almacenaje es terminante: entre las cargas que limitan el espacio vital sevillano, además del mobiliario y el resto de objetos de uso corriente, se mencionan siempre (verdadero hecho diferencial) los trajes de flamenca. El traje de flamenca combina, por lo general, volantes y lunares en mil y una formas y se aleja, por tanto, de la idea del traje regional como un modelo fijado rigurosamente. Esa dependencia del gusto y de las modas incita a su frecuente renovación. En el curso de una vida, una familia puede encontrarse con una cantidad ingente de estos trajes, verdaderas masas de volantes de muy difícil ubicación en los armarios de un hogar medio. El problema se multiplica cuando lo que se trata es de guardar los enseres que constituyen la decoración interior de la caseta. Así pues, todo lo que durante una semana se concentra en el luminoso recinto del Real se ha de dispersar más tarde en una constelación de cuartos oscuros, cuya precisa ubicación, si se determinase de algún modo, se ofrecería como un mapa celeste de la Feria por venir y de las ya pasadas, fundidas en un magma tan espectral como exacto.

La Feria en movimiento: esto es, los centenares de carruajes que, más que servir como medio de transporte, son un escenario paralelo a las casetas, un desahogo ambulante. De nuevo, el colorido aparente que prestan a la Feria se desprende de un diseño preciso y admirable que, como toda gran artesanía, confunde ornamento y función hasta hacerlos indistinguibles. Arreos, guarniciones, enganches… todas las piezas unidas por nodos flexibles, articulaciones y ejes de giro son como la trama inerte que hace posible, con su energía contenida, un desplazamiento más simbólico y estático -una estampa- que real.

La gente fantasma

Pasemos un momento al interior. Entre los objetos de decoración más habituales, pocos tan ubicuos como los mantones y los espejos. Siguiendo procedimientos afines a la magia (lo semejante por lo semejante, la parte por el todo) por medio de ellos queda invocada la presencia humana que se traducirá en animación festiva.

El mantón presenta la singularidad de ser prenda de vestir y objeto decorativo en casi idéntica medida. Reconstruye la figura humana que lo ha de portar y, al mismo tiempo, reclama ser atendido por sí mismo a expensas de dicha figura, planteando un dilema perceptivo que difícilmente llega a resolverse. El espejo, a su vez, reproduce esa misma relación ambivalente con la presencia humana: multiplicándola cuando esta se da; haciendo más evidente el vacío cuando se ausenta. Los carteles antiguos, dibujos, fotografías, que cuelgan en las casetas muestran una imagen fija. El mantón y el espejo, por el contrario, entran en un juego dinámico con el ambiente, al que prestan un cumplido realce en su momento para, poco después, revocarlo, convertidos en su más vívido y callado despojo.

Todo esto recuerda al barroco (al de verdad, no a ese otro que los sevillanos celebran tan ligeramente). Pero el gesto barroco definitivo de esta ciudad que tan barroca se cree, está en el fondo de la ciencia estadística mucho más que en toda la estilización coloreada de tallos, zarcillos, capullos y corolas que decora las fachadas de las casetas. Y es que, ante la imposibilidad de contar a los visitantes de otra manera, el único medio de reflejar las dimensiones de la afluencia humana al Real es echar la cuenta de los altercados registrados, las atenciones médicas dispensadas y, como colofón, las toneladas de basura recogidas por los servicios municipales de limpieza. Todo un cuadro de las postrimerías de la Feria (como los que Valdés Leal pintará para el Hospital de la Caridad) queda fijado diariamente en el instante en que los medios difunden ese informe que señala a los celebrantes de la fiesta a través de sus residuos anímicos o materiales.

Y al final, una confesión: al contrario que casi todos mis paisanos, entiendo esta fiesta mucho más con la cabeza que con el corazón o los sentidos, aunque sé que uno no puede dejar de pagar un cierto homenaje a Dionisos si no quiere verse despedazado como Orfeo. Admito que mi incapacidad de acercarme físicamente a la Feria es grande y va en aumento. El asalto que sufren mis sentidos es mucho más de lo que pueden soportar. No me queda más remedio que presentar mi visión de tan notable fenómeno así, casi del mismo modo en que se contempla la luz del sol en un estanque o se detectan las estrellas más lejanas: como una espectrografía que intenta registrar, desde la distancia, las estructuras profundas y su radiación de fondo.

 

Imágenes:

1. Portada: fotografía del interior de una caseta

2. Izqda. : Aldo Rossi, le cabine dell’ Elba, 1975/ Dcha.: estructuras de casetas

3. Sección de una caseta-tipo

4. La tienda de hierro y lona

5. Maqueta de la Portada de la Feria de Abril 2014

6. Gloria Martín, Soberao,  2012, acrílico sobre lienzo, 150x150 cm

7. Maria José Gallardo, Imagen para el cartel de la XXX  exhibición de enganches. (Cortesía del Real Club de Enganches de Sevilla).

8. Interior de caseta: espejos y mantones

9. Casetas cerradas durante el montaje