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La falta de reconocimiento del viajero del tiempo

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La semana pasada viajé en el tiempo. Me puse a rebuscar entre las cosas que había dejado abandonadas en casa de mis padres. Menudo error. Debía encontrar un documento y di con algo que había sobrevivido a mis mudanzas: un diario de juventud. Un cuaderno de anillas pequeño, lleno de anotaciones desde la primera página hasta la última, con una grafía desagradable a la vista. El diario tenía veinte años. Estuve leyendo un rato. ¡Cuántas cosas de las que no me acordaba! ¡Qué complejo el estado mental de la juventud ante situaciones que ahora pasan como si no importasen! Al poco tiempo de estar en la lectura me vino una pregunta: ¿quién era la persona que había escrito el diario? Tenía la certeza de que debía ser yo, pero también era evidente que ése del diario no podía ser yo. Aún no lo sabía pero es un sentimiento que comparten todos los crononautas.

Una de las pruebas de que será imposible viajar en el tiempo al pasado es el hecho de que no haya turistas del futuro, decía Stephen Hawking[1]. Resulta un alivio porque, primero, pensar en cuatro dimensiones da bastante dolor de cabeza y, segundo, no tenemos que enfrentarnos en nuestro día a día con varias cuestiones sobre la naturaleza del tiempo. ¡Que sean la Filosofía y la Física las que se regodeen en preguntas que no vienen al caso!

El viaje en el tiempo deviene siempre en contradicción semántica, en imposibilidad metafísica o en paradoja irremediable. Supongo que por eso continua excitando nuestra imaginación. Los tres relatos fundacionales son La máquina del tiempo de H. G. Wells, L’historioscope de Eugène Mouton y El anacronópete de Enrique Gaspar y Rimbau[2]. Aunque haya cuentos antes sobre viajes en el tiempo, estos son los primeros en los que los protagonistas pueden desplazarse a otra época gracias a una máquina fabricada por un ser humano. Estábamos en los albores del siglo XX y la ilusión desmedida del progreso ilimitado fomenta la idea de que el futuro puede ser soñado. Con estos relatos se manda el mensaje definitivo: hasta el tiempo, la cárcel del hombre, llegará a ser controlada por sus presos.

Esta literatura de viajes en el tiempo, sobre todo la que habla acerca de ir al pasado, se preocupa por dos temas inherentes al desplazamiento temporal: las paradojas y el reconocimiento. Raro es el relato sobre crononautas en el pasado que no pivote sobre estas cuestiones y sean su razón de ser. ¿Cómo hacer un buen relato de este género sin tratar de matar a tu abuelo o desatar el efecto mariposa?

La paradoja suele adoptar la forma del debate entre el determinismo y el libre albedrío. Viajar al pasado me permite la libertad de cambiar lo que ha sucedido por otro presente mucho más adecuado. Ahora bien, si modifico el pasado, ¿cómo pudo surgir en mí la idea de viajar en el tiempo y cambiarlo? Matar a tu abuelo garantiza que no existas, pero también garantiza que no viajes al pasado a matarle, con lo que seguirá vivo, por tanto existirás. Otra: viajas para impedir que algo suceda, pero siempre que tratas de evitarlo sucede que todo conspira para que no lo consigas: la historia está determinada. Curiosamente, este último escenario ha sido contemplado por la ciencia como el más probable en caso de que se pudiese viajar al pasado: el Universo siempre se va a ajustar para que tus acciones no modifiquen lo que sucedió. En He aquí el hombre, de Michael Moorcock, un agente del gobierno de EE.UU. va a buscar a Jesús en su ruta por Judea; como nadie parece conocer quién es Jesús, el agente comienza a predicar sus enseñanzas de modo que pueda encontrarle; la gente le toma como si fuera el mesías; cuando entra en Jerusalén los judíos le arrestan y los romanos le crucifican: las cosas de la Historia vuelven a su sitio.

Lo importante de las paradojas en los relatos sobre viajes al pasado es que cambiar cómo fueron las cosas sólo tiene razón de ser si produce consecuencia en el presente en el que se vive. Si pisar a un bicho en la edad de los dinosaurios importa es porque al volver al presente Hitler y su ejercito de vampiros motoristas dominan la Tierra. En Los hombres que mataron a Mahoma, de Alfred Bester, al viajar al pasado uno se desplaza a una especie de dimensión alternativa; se puede cometer cualquier tropelía que, cuando vuelvas a tu línea temporal, todo va a seguir igual; el viaje se convierte en algo totalmente irrelevante por su falta de conexión con el mundo del crononauta.

Cuando pensamos en cambiar el pasado sucede un contrafáctico (“¿y si en lugar de X hubiese hecho Y?”). Lo habitual, según Ruth M. J. Byrne[3], es pensar en una situación pasada y elaborar un contrafáctico sobre cómo hubiésemos podido mejorar el resultado. Desde un punto de vista intuitivo, irse al pasado, contemplar la posibilidad de que las cosas cambien pero tratar de que todo se quede como está, ni mejor ni peor, es una auténtica pérdida de tiempo. A no ser que seas un funcionario del Ministerio del Tiempo, claro.

Si exceptuamos su deriva hacia el pensamiento contrafáctico, la paradoja queda más que nada como un ejercicio intelectual. Sin embargo, el problema del reconocimiento en los viajes en el tiempo entronca estos relatos con otro tipo de tradición más interesante y de dimensiones más humanas. Tiene que ver con nuestros fallos para conocer(nos) cuando media el aspecto temporal.

Los relatos sobre viajes al pasado suelen introducir un elemento que los griegos llamaban anagnórisis, término que se traduce por reconocimiento[4]. La idea, según Aristóteles, está clara: la anagnórisis es «un cambio de la ignorancia al conocimiento, que conduce a la amistad o al odio, de las personas destinadas a la dicha o al infortunio». Un ejemplo paradigmático: Edipo reconoce que su mujer es también su madre. Otro: el protagonista de La Jetée de Chris Marker es incapaz de reconocer que el hombre al que matan en en el aeropuerto es él mismo.

Así como Edipo se convierte en detective de sí mismo al indagar en su pasado, el que viaja en el tiempo acaba por enfrentarse a la realidad de que saber quiénes fuimos es mucho más complicado de lo que parece. Nuestros recuerdos nos conectan de forma muy viva con el pasado: parece que las trazas de la memoria marcan un camino recto, sin fisuras, transparente. Eso es lo que éramos, no hay duda. Pero, ay, cuando media un dispositivo de memoria que recoge la información sin necesidad de recrearla, como en una libreta, el mecanismo resulta alienante. Ya no es tan fácil aseverar que sepamos quiénes éramos.

En La última cinta de Krapp de Samuel Beckett sucede que cada vez que Krapp cumple años, éste saca un viejo reproductor del armario y pone cintas que se grabó tiempo atrás. El anciano Krapp se mofa de cómo era él y de las tonterías que pensaba. Es como si el Krapp del pasado, el que quedó atrapado en la grabación, fuera un sujeto radicalmente diferente al Krapp del presente. Como que el tiempo abrió una discontinuidad irreparable en la identidad. Lo mismo que me sucedió a mí cuando comencé a leer el diario: sé que eso debe de ser yo, pero también sé que no es posible que lo sea, y esto no puede explicarse sólo por el hecho de que entonces era de una manera (más joven, más tonto, más esperanzado…) y ahora de otra (más cínico, más tonto…). Es como si el tiempo fuese una entidad que conspira para que evitemos reconocernos; nos exige que olvidemos quiénes éramos. Recordaba los momentos que describía en el diario (qué hice, a quién amé, qué me hicieron) pero no me identificaba con eso que se supone que era yo. Los relatos sobre viajes en el tiempo son la hipérbole de una situación así: el viajero es incapaz incluso de conocer su propio rostro cuando se encuentra cara a cara.

Cuando volví al presente me llevé el diario a mi casa. Por la noche, cuando pensé que nadie me veía, fui rompiendo sus hojas una a una, como para evitar que alguien que lo encontrase fuera capaz de recomponer el puzle. Aunque puede entenderse como una manera simbólica de enterrar mi pasado, lo pensé de una manera bien diferente: era Doc Brown, el científico de Regreso al futuro, destruyendo su máquina del tiempo. Así nadie volverá a utilizarla jamás.

 

[1] Chris Marker, La Jetée (1962).
[2] Libro de Enrique Gaspar y Rimbau que contiene El anacronópete, escrito en 1887.

 

[1] Hawking, S. (2005), Historia del tiempo. Barcelona: Drakontos.

[2] En el caso de L’historioscope, el invento sólo permite ver el pasado.

[3] Byrne, R. (2005a), The Rational Imagination. Cambridge: MIT Press.

[4] Aristóteles, Poética. Madrid: Alianza, 2004.