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La caspa

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“La caspa”. Así los llaman. Evidentemente el apelativo proviene de ese “la casta” que han popularizado los de Podemos. Se trata de un grupo, más significado que significativo, de críticos de flamenco que, en Sevilla, mantienen su feudo y las viejas usanzas. No creo que el flamenco deba de ser patrimonio de la Unesco, quiero decir, no creo que necesite protección alguna. El flamenco sabe defenderse bien solito. Pero sí que habría que proteger a estos críticos, su idiosincrasia, incluso su mezquindad, de los avatares de la modernidad. Resultan, no anacrónicos, esa no es la palabra. Resultan obsoletos y en días de obsolescencia programada, las viejas máquinas tienen su valor. Ellos ya juegan un poco con eso, la reserva salvaje, los auténticos, los “puros”, en fin, patético pero conmovedor.

Les aseguro que uno de los atractivos del flamenco pasa por ahí, las cosas importan, eso parece. Las críticas eran a vida o muerte. Uno estaba acostumbrado al territorio inane del arte contemporáneo –ese paseíllo banal entre el estudio, la galería y el museo– y ver la violencia de la crítica, la afección que producía entre artistas y público, las polémicas, no siempre vacías, en fin, era un paisaje excitante. Aquí parecía que las palabras y las cosas traían consecuencias, importaban. Por eso, con Israel Galván como punta de lanza, se ha podido transformar una escena artística y crear una nueva sensibilidad pública que sirva, no sólo para que se entienda las propuestas más innovadoras, desde Andrés Marín o Rocío Molina hasta El Niño de Elche, sino también para que se aprecie con otros ojos –una sensibilidad más nueva y más certera– el cante de Lebrija, la guitarra de Morón o los bailes de Triana.

La crítica es negatividad, sin ese componente no puede entenderse. Incluso la crítica reaccionaria, como en el caso que nos ocupa, tiene una función emancipadora. Precisamente lo que nos preocupa es la vacuidad que está alcanzando esta crítica en los últimos años. Las palabras de “la caspa” apenas repercuten en la industria ni en el trabajo ni en el prestigio de los artistas. Y es que, ese valor negativo de la crítica supone, también, una carga de energía, un reactivo y ahora se está perdiendo. “La caspa”, no toda, supongo, está entregada a intereses espurios, componendas ideológicas conservadoras y motivaciones psicopatológicas de difícil apreciación. Jean Starobinski estableció las profundas conexiones entre reacción y revolución, dos términos, en fricción, que provenían de la física mecánica y que deben de recobrar su relevancia. ¡Hace falta un buen gancho de izquierda hasta para ser un reaccionario!

Pero, ¿puede saberse de flamenco sin entender nada de arte ni de cultura ni de estética? Pues sí, ellos lo demuestran a cada momento. Recuerdo las conmovedoras palabras de uno de nuestros casposos, reconociendo sus carencias estéticas y su impotencia para valorar, no ya lo que ante sus ojos era nuevo, sino las agudas consecuencias, la trascendencia que puede desprenderse del gesto flamenco. Ellos han logrado, con dedicación y esfuerzo, aprender un vocabulario de estilos de cante, reconocimiento de falsetas y variaciones coreográficas estandarizadas y, atrapados por ese saber único de la convención, no están dispuesto a que se hable otra jerga que la que ellos mismos entienden, conservan, defienden. Es lógico, esa es la función de la crítica tradicionalista y esa la legitimidad que le otorga su determinado público. El callejón sin salida del reduccionismo.

Lo cierto es que siempre he reconocido un gran valor a ese sistema de funcionamiento social subalterno. Se trata, es verdad, de una forma de resistencia y autoestima de las clases populares que, más allá de la razón, no debería despreciarse. En cierto sentido, la alta crítica cultural funciona en términos parecidos. Ante la imposibilidad de explicar el mundo y las artes que lo relacionan, debe de fabricarse un lenguaje propio y, en muchos casos, especializado, que mediante palabros, convenciones y motes pueda ser capaz de, al menos, invitar a los “entendidos” a hacer ese mismo viaje de relación. La jerga académica no tiene un funcionamiento diferente del slam que se habla en la calle. El problema viene, de nuevo, en la atrofia de ese vocabulario, cuando deja de responder a los hechos que suceden delante de nuestros ojos y a las expresiones que los relacionan. Más grave aún es que esa incapacitación provenga del propio acomodo del crítico, de su interés en ejercer el poder y el medrar en la empresa, incluso de su aspiración a enriquecerse y adquirir posición social mediante el abuso de su posición de conocedor y el abuso de su jerga periodística. Es raro ver que estos críticos, tan criticones, nunca muerden la mano que les da de comer. La propia negatividad de la crítica, que antes valoraba, suele empujarte a ello. Pero cuando el crítico lo único que consigue con su crítica es capitalizarse, pues eso, acaba corrompiendo su profesión y su palabra. No son las sabias canas del anciano lo que leemos en sus crónicas sino la tiña lavada del casposo.

“La caspa” pueden ser tres, dejémoslo en tres. Machos (en el sentido de wasp, al menos: blancos, heterosexuales y cristianos) los tres, no podía ser de otra manera, dispuestos como están en responder al estereotipo. ¿Y cómo les cuento a ustedes las artes de estos señorones? Quizás poniéndoles un espejo y que se vea un poco su malicia. Igual les divierte verse así, reflejados. Pidámosle unas líneas al flamenco enmascarado.

A Manuel Bohórquez le tenemos un particular aprecio. Es inadmisible su falta de conocimiento y sensibilidad para lo que no sea castizo, dígase casposo en nuestro caso; pero hay que reconocerle su labor como averiguador de papeles, partidas de nacimiento y certificados de muerte de muchísimos artistas flamencos: zombies, muertos y vivos. Fue gloriosa, e inútil, su biografía de la Niña de los Peines en la que decidió prescindir de la “vida” de la artista, según sus propias palabras, aunque no renunció a llamarlo biografía prefirió concentrase en su curriculum vitae. Es una opción como otra cualquiera, la verdad. Un sano reduccionismo: actuaciones, discos y premios. ¡Todo mercadería! La estima que le porfiamos proviene seguramente de que practica cierto confesionalismo, pues, a menudo, describe su perplejidad y no oculta sus carencias, sus muchas debilidades. ¡Se sincera! Es noblote, pero se empeña en el insulto. Su campo de preferencia es el reino animal: gallinas pisadas, gorrinos en trance, cabras karatecas… ese, su bendito bestiario. Lanza sus mea culpa costumbristas después de haber sido fiero, cruel, injusto pero implacable. Cómo en la escena de Frankenstein y la niña: sí, la niña que cae al agua, ella podría ser perfectamente el flamenco. Lo hace por amor pero tiene las manos muy grandes.

No me ocurre lo mismo con Manuel Martín Martín, que repite por tres la M del vampiro de Dusseldorf. Ninguna estima. “La caspa” con sus tres Mayúsculas. En efecto, su aspecto chulesco, de guardia civil golpista, le ha valido muchas veces el desprecio de la profesión. En varias ocasiones los artistas lo han llevado al juzgado y han hecho correr manifiestos en su contra, pero, su vocación de policía, se infla con cada episodio judicial. Su prosa, como decirlo, roza el non sense. Si no fuera porque soy consciente del daño que hace con su palabrería, disfrutaría más de sus disparates gramaticales. Algún compañero de prensa le reprochó que en una de sus crónicas llamara la atención sobre una grabación de Luigi Nono, reclamándole al compositor italiano un poco de ¡afinación!. Y no sólo erraba con lo extraño. Gloriosa fue también su metedura de pata cuando confundió a Juan de Mairena y al joven Meneses, salidos de la pluma de Antonio Machado, con los cantaores Antonio Mairena y José Menese. O cuando cambió las cañas por las caña, ¡y eran cantiñas!, una errata en la edición crítica y monumental de todo Mairena. En fin, las administraciones les hacen esos encargos institucionales para comprar su silencio. Él les sigue ladrando, pero, en efecto, nunca les muerde. Su deporte favorito es despotricar de Enrique Morente y, ahora, de toda su familia. Qué le podemos hacer, el hombre no es capaz de disfrutarlos. Tiene un componente sádico, sí, esa debe ser su recompensa, su anhelo secreto.

El tercero es un joven brillante y prometedor. Siempre quiso ser un casposo, ¡era su aspiración!, la vieja carcundia del ABC, el periódico conservador sevillano, su modelo mimético. Candidato eterno a camisetas alternativas del tipo “Odio a Antonio Burgos”–¡la vende en Tramallol!–. Y en pocos años lo ha conseguido, imitando su estilo, sus chistes fáciles y sus malas artes. Alberto García Reyes, así firma. Qué una editorial no le publica su librito sobre flamenquito sevillano, pues bien, se dedica a despotricar de cualquier manual que esa misma editorial ponga en librería. Sus crónicas castizas, de niñato viejuno, tienen algo de viaje en el tiempo, ese brillo fruto de la modernidad tecnológica con la que las series de televisión patria edulcoran los duros años del franquismo. Su aire chulesco refleja su cercanía al poder, vaya, al PP. Su concepción del flamenco es oficial, exactamente piensa que este arte es “popular” en el mismo sentido que se le da a la palabra en las siglas del Partido Popular. Parecería, tras su proverbial simpatía, un torturador refinado, con estudios en la Universidad Católica y conocimientos de la ciencia forense. Si, Chucky, el muñeco diabólico, pero pijo y estirado. Su última producción, un glosario de flamenquito y sevillaneo, demuestra que sus únicos conocimientos proceden de la vieja biblioteca de papá, tan pródiga en fandanguillos. Son viejos libros prestigiados no por el polvo sino por la caspa. Entre ellos están los fandangazos del Conde de Foxá –¡admira en él su cualidad de doble agente!¡la traición les junta!– que defiende con tanto mimo. “Es vengativo y llegara lejos”, dicen sus padrinos. “Hay ahí uno que dice, ¡Ay!”. En efecto, le gustan los juegos de palabras flamenquitos, la lírica con sonsonete. ¡Y las panderetas! Eso sí, le debemos el título de esta sección, su enmascaramiento.

 

Fotografía del espectáculo Israel Galván Vs. Las Tres Mil Viviendas, de Daniel Muñoz