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Hofmann y el día de la bicicleta

El descubrimiento de la LSD
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En el transcurso de su investigación con los alcaloides del cornezuelo del centeno, a Hofmann se le ocurrió la idea de obtener un preparado semejante a la Coramina—cuyo principio activo es la dietilamida del ácido nicotínico— que tuviera su mismo efecto cardiotónico. Como se encontraba estudiando los derivados del ácido lisérgico, probó con su dietilamida, y en noviembre de 1938 sintetizó el compuesto número veinticinco de la serie, que recibió el código de laboratorio de LSD-25.

Hofmann esperaba que el nuevo producto mostrara las mismas propiedades que la dietilamida del ácido nicotínico, sintetizada por los laboratorios Ciba en 1924. Esa primera síntesis quedó reflejada en su cuaderno de laboratorio con fecha de 16 de noviembre de 1938.

Hofmann sabía qué había sintetizado, conocía la composición y el procedimiento, pero no tenía ni idea de sus propiedades y efectos. Como es habitual, la nueva sustancia fue objeto de estudio para conocer sus posibles aplicaciones. El departamento farmacológico de Sandoz, dirigido por Ernst Rothlin, demostró ese mismo año (1938) su acción uterotónica, además de cierta agitación en los animales a los que se administró. Pero no parecía tener más características, no aportaba nada especial.

De acuerdo con la política de la compañía, la LSD tendría que haberse descartado y olvidado, y nunca debió haberse sintetizado de nuevo. Hofmann siguió trabajando en los alcaloides del ergot; pero, a pesar de todos los logros obtenidos en este campo durante los años siguientes, no se olvidó de la LSD-25.

Así, en abril de 1943 produjo una nueva muestra para su análisis, basándose sólo en una corazonada y en que le gustaba su estructura química. En algún momento del proceso Hofmann se sintió un poco raro, y esa alteración de su estado habitual de conciencia marcó el inicio de la historia de la LSD. Igual que había hecho en la primera ocasión, sintetizó sólo algunos centigramos; pero en la fase final, su trabajo se vio interrumpido por unas sensaciones desconocidas. Como buen científico —y buen suizo—, siempre trabajaba de forma muy ordenada y meticulosa; sin embargo, alguna traza de la sustancia debió entrar en su cuerpo de modo accidental y se vio afectado por un ‘extraño estado de consciencia’.

Ante la confusión mental y aprovechando que era viernes se fue a casa, pero cuando regresó a su condición psíquica habitual le extrañó lo ocurrido y se preguntó por la causa. Cualquier otro investigador habría pensado que se trató sólo de una indisposición o un trastorno orgánico pasajero, se habría marchado a descansar y al día siguiente habría continuado con su trabajo como si no hubiese pasado nada. Sin embargo, nuestro protagonista —que ya conocía los estados alterados de conciencia gracias a las experiencias místicas de su infancia— sospechó que el causante había sido algún factor ajeno a su organismo, sin poder intuir aún las propiedades psiquedélicas de la sustancia con la que estaba trabajando. No sabía qué ni cómo había sucedido, pero sí que se trataba de algo importante, y por eliminación sólo quedaba que el causante fuera el mismo producto sintetizado, que habría entrado en su organismo de alguna forma. Pero la cantidad absorbida debió ser ínfima por fuerza. Entonces, ¿cómo es posible que ejerciera unos efectos tan notables? Si la LSD no fuera tan potente —activa en dosis de microgramos— habría pasado desapercibida porque la cantidad absorbida por el cuerpo de Hofmann no habría producido efecto alguno. Si su potencia fuera similar, o sólo un poco mayor, a la de otras drogas similares, nunca habría sospechado su existencia y la humanidad probablemente nunca habría llegado a conocerla.

Por tanto, decidió autoadministrarse cierta cantidad del producto con el objetivo de comprobar sus efectos. Tomó una dosis que en ese momento consideró pequeña teniendo en cuenta la actividad de los alcaloides del ergot: 250 microgramos de tartrato de dietilamida del ácido lisérgico, que equivalen a 170 microgramos de LSD base. Fue el 19 de abril de 1943, conocido y celebrado desde entonces cada año como ‘el día de la bicicleta’ en todo el mundo. Reflejó en su cuaderno de laboratorio:

A continuación ofrezco las notas del experimento registradas en mi cuaderno de laboratorio el 19 de abril de 1943:

«19/IV/1943, 16.20 h: 0,5 c.c. de solución acuosa de tartrato de dietilamida por vía oral = 0,25 mg de tartrato. Disuelta en unos 10 c.c. de agua. No tiene sabor. 17.00 h: Comienzan los efectos. Ligero mareo, sensación de ansiedad, alucinaciones visuales, síntomas de parálisis, deseo de reír». (Añadido el 21/IV/1943: «Decido volver a casa en bicicleta. Los efectos más marcados tienen lugar de 18.00 a 20.00 h»).

Aquí finalizan las notas de mi cuaderno de laboratorio. Las últimas palabras pude escribirlas sólo con gran esfuerzo. Era ahora evidente para mí que la LSD había sido la causa de la experiencia del viernes anterior, ya que las percepciones alteradas eran del mismo tipo, sólo que mucho más intensas. Hablaba con dificultad. Le pedí a mi asistente, quien estaba informado del auto-experimento, que me acompañara a casa. Al volver en bicicleta (en tiempos de guerra sólo había coches para unos pocos privilegiados) mi estado comenzó a ser peligroso. Todo lo que había en mi campo de visión se movía y se distorsionaba como si se reflejara en un espejo curvo. También tuve la sensación de no poder moverme. Sin embargo, mi asistente me dijo después que habíamos viajado a una buena velocidad. Finalmente llegamos a casa sin problemas, y sólo fui capaz de decir a mi acompañante que llamara al médico y que pidiera leche a los vecinos. A pesar de mi estado delirante y alterado, podía pensar con claridad durante breves períodos; por ejemplo, pensé en la leche como antídoto no específico para las intoxicaciones.

La sensación de mareo era a veces tan fuerte que no podía mantenerme erguido y tuve que tumbarme en el sofá. Todo lo que me rodeaba se transformaba de modo aterrador. Todo me daba vueltas y los muebles tomaban formas grotescas y amenazantes. Estaban en continuo movimiento, animados, como si estuvieran impregnados de una inquietud incesante. Tuve dificultades para reconocer a la vecina que me trajo la leche (en el transcurso de la tarde bebí más de dos litros). Ya no era la señora R., sino una bruja malévola con una máscara de colores. Peor que estas demoníacas transformaciones del mundo exterior eran las alteraciones que percibí en mí mismo, en mi interior. Todo esfuerzo por poner fin a la desintegración del mundo exterior y a la disolución de mi ego parecía ser en vano. Un demonio había entrado en mí y había tomado posesión de mi cuerpo, mi mente y mi alma. Salté y grité para librarme de él, pero me derrumbé en el sofá, sin fuerzas. La sustancia con la que quería experimentar me había vencido. Era el mismo demonio quien, desdeñosamente, había triunfado sobre mi voluntad. Me invadió el temor de estar volviéndome loco. Estaba siendo transportado a otro mundo, otro lugar, otra época. Mi cuerpo parecía no tener sensaciones propias, sin vida, extraño para mí. ¿Me estaba muriendo? ¿Era esto la fase de transición hacia la muerte? A veces creí estar fuera de mi cuerpo y percibía con claridad, como un observador externo, la tragedia de mi situación. No me había despedido de mi familia (mi esposa había salido de viaje a Lucerna, con nuestros tres hijos, para ver a sus padres). ¿Podrían llegar a entender que yo no había experimentado de forma irresponsable, sino con la mayor de las precauciones, y que este resultado no era predecible de ningún modo? Se intensificaron mi miedo y mi desesperación, no sólo porque una joven familia iba a perder a su padre prematuramente, sino también porque pensaba que había quedado inacabado mi trabajo como investigador químico —que significaba mucho para mí— en medio de una investigación muy prometedora. Asimismo, surgía la reflexión, llena de ácida ironía, de que iba a dejar este mundo antes de tiempo por el efecto de la dietilamida del ácido lisérgico, que yo mismo había descubierto.

Cuando el médico llegó, ya había pasado la fase más aguda de la crisis. Mi asistente le informó del experimento porque yo no podía formular ni una frase coherente. Agitó su cabeza con incredulidad después de haberle referido mi estado supuestamente cercano a la muerte, ya que no pudo hallar ningún síntoma anormal, excepto las pupilas extremadamente dilatadas. El pulso, la presión arterial y la respiración eran normales. Por tanto, no me recetó nada. Me llevó a mi dormitorio y me observó mientras yo seguía tumbado en la cama. Lentamente, regresé de un mundo extraño a la realidad cotidiana. El miedo aminoró y dejó paso a un sentimiento de felicidad y gratitud; volvieron las percepciones y los pensamientos normales, y tuve la seguridad de que el peligro de volverme loco había pasado.

En ese momento comencé a disfrutar de los colores y las formas que veía con los ojos cerrados. Surgían fantásticas imágenes caleidoscópicas, muy variadas, abriéndose y cerrándose en círculos y espirales, explotando en forma de fuentes llenas de colores, recomponiéndose y mezclándose, todo en un flujo constante. Era especialmente curioso sentir cómo todas las percepciones acústicas —por ejemplo, el ruido del picaporte de una puerta o de un coche que pasaba cerca— se transformaban en percepciones ópticas. Todos los sonidos generaban una imagen cambiante, con su forma y color propios.

Más tarde, mi mujer volvió de su visita a Lucerna. Alguien le dijo por teléfono que yo había sufrido una misteriosa crisis. Dejó a los niños con los abuelos y volvió a casa. Yo ya me había recuperado lo suficiente para contarle lo sucedido. Las alteraciones sensoriales eran aún bastante marcadas. Todo parecía moverse y estaba distorsionado en lo relativo a sus proporciones. Además, veía todo con unos tonos cambiantes y desagradables, en los que predominaban el azul y un verde que me parecía tóxico. Al cerrar los ojos me asaltaban unas imágenes muy coloridas, plásticas y fantásticas. Era especialmente notable darse cuenta de cómo todas las percepciones acústicas, como por ejemplo el ruido de un automóvil, se transformaban en sensaciones ópticas, de forma que cada tono se convertía en una imagen con su color propio, que cambiaba de forma caleidoscópica.

Agotado, me dormí desde la una hasta las ocho de la mañana y desperté con la cabeza despejada, aunque algo cansado físicamente. Tenía una sensación de bienestar y de energías renovadas. El desayuno me supo delicioso y constituyó un extraordinario placer. Cuando salí al jardín, donde lucía el sol después de haber llovido, todo brillaba con una nueva luz. Parecía como si el mundo hubiese sido creado hacía poco tiempo. Mis sentidos vibraban en un estado de extrema sensibilidad que se prolongó todo el día.

Este auto-experimento demostró que la LSD-25 se comportaba como una sustancia psicoactiva con propiedades y potencia extraordinarias. Por lo que yo sabía, no existía otra sustancia que generara unos efectos psíquicos tan profundos con dosis tan bajas, ni que originara esos dramáticos cambios en la conciencia y la experiencia del mundo interior y exterior.

Basándome en este dramático experimento, podía afirmar que la dietilamida del ácido lisérgico es una de las sustancias más activas, si no la más activa, de las conocidas hasta el momento. Con sustancias tóxicas como la estricnina y la nicotina, sólo con dosis de algunos miligramos se pueden sufrir efectos tóxicos. De la mayoría de los venenos de serpiente más potentes se administran con propósitos terapéuticos dosis de 0,01 a 0,1 miligramos.

Al día siguiente Hofmann redactó el informe para Stoll y Rothlin, sus superiores, quienes enseguida le llamaron para preguntarle si estaba seguro de la dosis; tal vez había cometido un error al pesarla. Las dudas estaban totalmente justificadas porque en aquella época no se conocía ninguna sustancia que mostrara actividad con fracciones de miligramo. Además, los efectos habían sido notables, lo cual daba fe de su gran potencia. Rothlin repitió el autoensayo de Hofmann con la tercera parte de la dosis, e incluso así las alteraciones físicas fueron muy marcadas. Con ello se despejaron todas las dudas. La LSD era algo genuinamente nuevo en dos sentidos: en primer lugar, por su potencia inaudita; en segundo lugar, era el primer psiquedélico conocido que no existía en la naturaleza (el peyote y la amanita muscaria crecen de modo silvestre).

A continuación se realizaron más experimentos con voluntarios de los laboratorios Sandoz, que confirmaron los efectos de la LSD sobre la psique humana y demostraron que era la sustancia alucinógena más potente. La LSD era una sustancia creada por serendipia, una mezcla de azar y voluntad investigadora, igual que ha sucedido con tantos otros hallazgos científicos a lo largo de la historia. En contra de lo que a veces se ha dicho, no es cierto que fuera descubierta por casualidad, puesto que surgió en el transcurso de una investigación sistemática y había sido obtenida deliberadamente cinco años antes. No obstante, sí fue producto del azar que Hofmann decidiera volver a sintetizarla después de que el departamento farmacológico la hubiera descartado, y también que notara sus efectos involuntariamente, lo cual a su vez fue posible debido a un pequeño descuido y a su marcada acción incluso en dosis ínfimas. Sin todo ese cúmulo de circunstancias, la LSD habría caído en el olvido, lo mismo que sucede con miles de productos sintetizados cada año por la industria farmacéutica.

 

Fragmento perteneciente a Albert Hofmann, vida y legado de un químico humanista, publicado por La Liebre de Marzo (2015)