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Gustav Klimt llega cortado al cine

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Las cosas han cambiado, el siglo se ha impuesto y la permanencia es una utopía. Me refiero a la verdad. Hace muchas décadas que la ciencia desestimó la teoría de un espacio-tiempo absoluto. Tampoco la premisa contractual de Rousseau en el remolino de la Ilustración parece que consiguió la unanimidad que pretendía. Hemos sido arrastrados hasta el siglo XXI desde la superstición, el credo y la circunstancia para llegar a la ciencia, el  progreso y la certeza, pero rara vez la filosofía se hace realidad, sólo simulacro.

Por eso, en mitad de todo este barullo procesional, ¿cómo hacer para que un material tan complejo y pesado como la verdad sea traducido a un sistema audiovisual? La fórmula infalible de Aristóteles sigue prevaleciendo: la verosimilitud. Referida al cine, ha vestido todo tipo de telas, las más deshonestas lo han sido siempre por una intencionalidad política bajo sospecha; sin embargo, la lista de películas que sustentan la decencia de una buena adaptación es amplia. No viene al caso analizarlas, pero ahí están las que recuerdo: El acorazado Potemkin (Alfred Eisenstein, 1925), Monsieur Verdoux (Charlie Chaplin, 1947), A sangre fría (Richard Brooks, 1967), El Expreso de Medianoche (Alan Parker, 1978), Fitzcarraldo (Werner Herzog, 1982), La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), American Gángster (Ridley Scott, 2007) y un largo etcétera que sólo sirve para tener en cuenta el desarrollo narrativo que ha supuesto para el cine verse en la tesitura de adaptar acontecimientos históricos o relatos aislados de cierto interés. Ahora pongamos por caso una que se estrena mañana, La dama de oro (Simon Curtis, 2015).

La vida de Maria Altmann, miembro de una poderosa familia judía amenazada por la llegada del nazismo, salió a la luz hace unos años gracias al pintor austríaco Gustav Klimt y uno de sus retratos más icónicos, precisamente el de su tía Adele Bloch-Bauer. La opulencia bien disimulada de su tío, un poderoso industrial del azúcar, llama la atención del servicio de inteligencia alemán y seguidamente se produce el que sería uno de los muchos expolios artísticos que –saqueo a mano armada incluido– se perpetraron impunemente. Curtis se vale de Helen Mirren para encarnar a una luminosa y desvalida señora Altmann que, tras un accidentado exilio político, recala a trompicones en Los Ángeles. Desde allí, a través de una amiga, contacta con el hijo de ésta, un inexperto abogado (Ryan Reynolds) que resulta ser nieto del célebre compositor Arnold Schoenberg. Comienza así el esperado litigio imposible. Ambos comparten la sangre de una tierra baldía que ha sufrido la inclemencia del autoritarismo de Hitler, y ella lo presiona –muy levemente– para que revise por última vez la correspondencia que ha quedado de su tía. El retrato de Klimt, una de las joyas del arte secesionista de principios del siglo XX, verdadera obra maestra de la heterodoxia vienesa, calibra en todo momento un relato que parece esgrimir un pretexto político que en general, siendo justos, se desarrolla correcta y aristotélicamente aunque con peros, porque en materia de historia no existe ningún género sin intencionalidad. De nuevo a vueltas con la verosimilitud.

El desarrollo secuencial de todos los avatares por los que pasó el cuadro, en origen cedido al Belvedere de Viena y finalmente depositado en la galería neoyorquina Neue, podría dar pie a que la cinta fuese otro de los miles de ejercicios audiovisuales que engrosan el ya tedioso género judicial. Pero no es así. Aun no siendo todo lo completa que se esperaría, su director ha tenido mucho tiento con el dato estético y ha compuesto un ensayo hedonista que no cae en el error de la realidad. Era muy fácil haberse ahogado en un ripio visual sobre la Viena de principios de siglo. Cómo no masturbarse, visualmente hablando, con los tesoros que encierra la ciudad de Egon Schiele, Sigmund Freud, Karl Kraus o Adolf Loos. Ninguno de ellos aparece en el relato; sí de pasada el Kunsthistorisches Museum, sí la majestuosa Ringstrasse, sí el boato arquitectónico tan clásico –decadentista y equilibrado a un mismo tiempo–, tan vienés. En este sentido, el acierto es haber contabilizado dos horas de metraje sin aparentes contratiempos. La debacle viene después, dilema irresoluble de algunas adaptaciones, cuando nos detenemos en el epílogo.

Recapitulemos. Maria Altmann es una aristócrata exiliada venida a menos. Randol Schönberg es tan sólo un profesional mediocre sin experiencia. Sólo el prestigio de un pasado intelectual los sostiene. Ella, por ser la sobrina de Adele Bloch-Bauer; él, por descender de la estirpe dodecafónica de Arnold Schönberg. Tras varios reveses legales en los que nada parece que pueda evitarles el trance de una inminente derrota, la bondad resurge como las lenguas de fuego de Pentecostés: con la ayuda de algún magistrado de amabilidad e ironía insólitas, la verdad acaba chuleando a los burócratas vieneses, pero la última media hora, como decía, habiendo pasado ya la difícil y onanista prueba de fuego, cae estrepitosamente en una retahíla de reacciones previsibles que acaba anegando su fuerza narrativa. A nivel histórico artístico, no hay errores de bulto, tan sólo la dorada belleza de Antje Traue, que se encuentra dos estadios por encima de la Adele de carne y hueso, en realidad desaliñada y sin gracia; y el fugaz y temeroso Klimt, que apenas aparece y cuando se decide a hacerlo, lo hace sesgado, como privándole del relumbrón de sus obras. Aguarden, porque hay más.

Raro es que el mensaje político no sea perverso. Austria lucha contra EE. UU. y pierde la batalla. Del hecho no sólo se infiere que Norteamérica es la nación que salvó al mundo de la barbarie nazi, sino que es, orgullosamente, emblema de la civilización, cuna de la democracia: la tierra prometida donde la paz es posible. Claro que uno no sabe, y aquí radica la complejidad de esta película, qué grado de implicación real hay en esa pretensión o qué cantidad de ficción ha añadido Curtis. La convicción de Helen Mirren sobrepasa la verosimilitud aristotélica y su acento delata que es hija del desarraigo. Es más, su dolor hace que Viena no se vea representada en la cultura, los libros, el psicoanálisis o el arte de la Secession, sino en un reducto nefasto de odio, remordimiento y muerte. Llegados a este punto, cabe la posibilidad de la venganza personal, porque la imagen puede ser muy evocadora: Altmann revolviéndose contra una turba consternada de nazis, esta vez desarmados, vestidos con trajes italianos que ven cómo se les escurre de las manos uno de los imanes turísticos más importantes de Viena. Aunque, desengañémonos, siempre hay que tener en cuenta el móvil económico. Habiendo pasado el retrato varios años en Los Ángeles, el filántropo Ronald S. Lauder, del emporio cosmético Estée Lauder, lo compró por la cifra récord de 135 millones de dólares; sin embargo en tiempos de esta disputa legal, allá por 2006, ya alcanzó cotas de nueve dígitos.

Lo cierto es que la aventura legal del retrato de oro de Klimt –añadido a otros cuadros que directamente se desestiman en la cinta– cumplió ya no sólo con la satisfacción de la sobrina Altmann, que finalmente lo puso a buen resguardo en la tierra prometida, sino que supuso la consumación gloriosa de la equidad. Por una vez se hizo justicia y, ya se sabe, la igualdad escasea, mucho más si hablamos de patrimonio cultural. Aún así, ¿es posible pensar en una señora Altmann tan cándida? No lo creo. Por otra parte, ¿cabe imaginar, en un asunto como este, a un Randol Schoenberg tirándose al vacío? El caso desde luego lo merecía, sí, pero yo no diría tanto.

Para Maria Altmann, Viena no fue esa ciudad que todos tendremos en la cabeza, impoluta –uno no ve ni una triste colilla por las aceras– u ordenada –que respira civilización desde el metro a la tienda de ultramarinos–, sino el principio de su desaparición como ciudadana, el fin de su identidad como persona. Los Estates le concedieron la libertad que su tierra le había prohibido con ráfagas de fuego. Gracias a Dios no he tenido el gusto de experimentarlo, pero estoy seguro de que algo así debe crear lazos de sangre muy fuertes.

A pesar de esto no estoy convencido de que Aristóteles, Rousseau o cualquier otro filósofo pueda sernos de ayuda para hallar la verdad que a priori atribuimos a las imágenes (publicidad, cine, fotografía). Desde luego no es fácil, vivimos tiempos de lucro obsceno, desengaño político, prevaricación administrativa y desvío de capitales, pero el lenguaje cinematográfico no ha cambiado tanto: la verdad sigue siendo un mordisco que sólo los ciudadanos –en este caso espectadores– pueden percibir; muchos de ellos reaccionan, otros contraatacan y todos, al fin y al cabo, lo legitiman. El cine, la vida, la verdad.