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“Good job”

Sobre “Whiplash” y la exigencia
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Hank Levy fue un saxofonista americano que dio lo mejor de sí en las big bands de Stan Kenton y Don Ellis; murió de viejo en 2001 y dejó como legado un apreciable repertorio entre el que sobresalen casi clásicos como “Whiplash”. Década y pico más tarde esta composición sirvió a Damien Chazelle, joven cineasta educado en Harvard, para argumentar y dirigir un corto que devino en largometraje. Con este le fue bien en Sundance (Premio de la Audiencia, 2014) y mejor aún en los Baftas (tres premios), Globos de oro (un premio) y Óscars de este año (tres estatuillas, una de ellas al mejor actor de reparto, J. K. Simmons). Si añadimos que “Whiplash” significa “latigazo”, ya podemos entrar en la película.

Andrew Neyman (Miles Teller) es un joven buenazo y un poco nerd que recibe clases de batería en un conservatorio de élite; el profesor es Terence Fletcher (J.K. Simmons), hombre de inmenso talento y sádicos métodos que físicamente recuerda a un Henry Miller sin gafas y con unas cuantas horas de gimnasio. Digamos que el chico tiene un notable afán de superación y está dispuesto a todo o casi todo por convertirse en uno de los grandes, pero que el maestro solo se contenta con formar genios: de Charlie Parker para arriba, o nada. También necesitamos saber que a Andrew le gusta la chica que vende las palomitas en el cine (cuyas aspiraciones artísticas no parecen ser tan elevadas), y que el joven es hijo de un padre que quiso ser un gran escritor y no lo logró. Los ejes sobre los que se traza la parábola son, pues, aspiración-maestría y aceptación-frustración.

Nos quedamos con la relación alumno-maestro, que todo lo contiene: es una conversación al límite entre la eficacia y la excelencia dirimida por la brutalidad de los protocolos del tutor: insultos atroces, refinadas humillaciones, trampas crueles, puños amenazantes, sillas volando… Nada aplaca la ira de un Fletcher que se nos presenta como un psicópata manipulador carente del menor detalle empático; muy al contrario, parece excitarse más y más cuando la sangre empieza a salpicar sobre los parches de la batería. Y Neyman, ¿qué hace? Toca más, toca más rápido, toca hasta despellejarse las manos, toca a vida o muerte, toca hasta que…

La historia es rica en matices que, como en la misma vida, desdibujan la verdad tal y como queremos que esta se revele. El alumno es más o menos un alma cándida pero también tiene su lado narcisista, y nos consta que quiere llegar a lo alto (más que su padre) y que está dispuesto a conseguirlo caiga quien caiga (¿su novia?). El maestro es un reverendo hijo de puta, claro está, pero deja ver un lado interesante y hasta defendible cuando argumenta que nada ha hecho más daño en el mundo del arte que conformarse con lo correcto. “¿Sabes por qué ha muerto el jazz?”, pregunta en un momento crítico a Neyman. La culpa de todo —argumenta— la tiene la displicencia del profesor medio que, tras escuchar el ejercicio, le dice al alumno medio:

— Good job.  

Con el escupitajo sobre el buen trabajo, el personaje hace algo más que justificar sus actos; justifica, en realidad, la película. Da la sensación de que Damien Chazelle —que antes de “Whiplash” escribió “Grand Piano” (2013)— ha rodado para decir eso. Parece que J. K. Simmons se ha ganado el sueldo en esa línea. Desde ese instante la cinta es una apología de la excelencia, una observación violenta sobre la ausencia de maestrías, un puñetazo en la mandíbula de quien, ejerciendo un trabajo creativo, se atreva a contentarse con que el trabajo esté bien.

Lo interesante empieza fuera del cine: por esta vez la reseña no importa tanto como las visiones apasionadas que suscita entre quienes la han visto. Y en todo ámbito. La observación desde el mundo empresarial, por ejemplo, está servida. Leemos cómo la coach Marcela Hernández refiere, en un artículo replicado con entusiasmo por unas cuantas webs de emprendeduría, “5 errores de liderazgo de Whiplash”1. “Fletcher sólo detectaba los momentos en que sus alumnos estaban fuera de tiempo, pero era incapaz de reconocer su esfuerzo y compromiso. Las faltas de respeto y/o humillaciones pueden catapultar el potencial de un individuo o destruir su pasión y seguridad”, opina. Y añade: “A Andrew los malos tratos lo incentivaron, pero nada nos garantiza que todos vayan a reaccionar igual. ¿Cuánto tiempo puede aguantar una persona bajo esas condiciones y cuál será su nivel de compromiso con la visión del líder y de la organización?”.

Otro modo de verlo aporta Raquel Ferrari2, psicoterapeuta, para quien “se trata de la puesta en escena de un duelo entre narcisistas. Fletcher humilla a sus discípulos, hace del abuso de poder un juego casi sexual plagado de gestos palabras y relaciones de sumisión. Pero necesita un partenaire a su altura y ese no es otro que Andrew (…) el perfecto narcisista que no registra nada que esté fuera de sí mismo y su fantasía de superioridad, que ofende a su novia, que se aprovecha de su propio error para ocupar el lugar de su compañero (…). Es el modelo Steve Jobs, alguien a quien su sentido de sentirse especial y único terminó costándole la vida”. Acudimos una tercera opinión3, esta vez de un hombre de artes, José Martín Marcos (docente del Departamento de Artes Escénicas): “Ambos personajes deforman su realidad por un sinnúmero de creencias irracionales que alteran su pensamiento y, por ende, cambian el comportamiento en sus vidas”. Marcos, también compositor y psicólogo, da la clave: “La asociación dominante (maestro)–pasivo (alumno) se ve de manera clara: ambos cohabitan porque se necesitan”.

“Whiplash”, en fin, sirve no para formular la única pregunta posible —que sería “¿dónde está el límite?”— sino para lanzar una más incómoda, constructiva y acaso necesaria: ¿has escuchado, visto, leído algo sublime últimamente? No bueno: ¿excelso? Pero también esa pregunta tendría trampa: “Whiplash” es excelsa. Y cabe suponer que se habrá filmado en libertad. Quede la historia sin moraleja: esas son siempre las mejores.