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Fantasmagorías en el Prado: Oleg alucinado

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A la luz de una proyección y de una invocación propia de los espectáculos espiritistas de linterna mágica del S.XVIII un grupo de personajes extraños nos encontramos la semana pasada en el auditorio del Museo del Prado: cineastas alternativos, productoras arriesgadas, un actor famoso, una señora con sus dos hijas endomingadas en pos de la educación de éstas, una pareja de trabajadores culturales vencidos por la precariedad laboral de toda la semana y el embajador ruso que vino en pantalones vaqueros. Todos convocados misteriosamente por el director de cine Andrés Duque para que presenciáramos el final del rodaje y el único concierto, más bien la única nota, que daría el pianista y compositor ruso Oleg Karavaichuk fuera de las fronteras rusas en sus 87 años de vida.

Oleg Karavaichuk era el espíritu invocado aquella tarde como si fuera una historia de otra época o un personaje de otro mundo. Pero Oleg no es una figura de mármol que lleva años pillando polvo en su condición de vieja Gloria Vanguardista Rusa sino una historia loca y absurda que los estudiantes de música de San Petersburgo se cuentan las noches de borrachera; donde también cuentan que por su capacidad chamánica es capaz de hablar con los espíritus de grandes compositores siendo el único que sabe exactamente cómo interpretar sus obras. Oleg, que sólo compone obras que se desvanecen, es un torrente de sonidos pero una nota a pie de página de la historia de las bandas sonoras rusas, un ermitaño loco dentro del paisanaje de esa ciudad, San Petersburgo, y un santo loco ruso, un yurodivy, que tiene un único Dios y que muy probablemente no es el mismo que tú celebras.

Niño prodigio a los siete años, gana un concurso de jóvenes talentos delante de Stalin quien le regala un piano blanco y le invita a una escuela veraniega que se celebra en una de sus residencias de verano. Allí todos los días se juega un extraño juego de oído: se rellenan unas finas copas con distintas cantidades de agua y se intenta adivinar con la ayuda de un lápiz cuál es la nota que el cristal da. Stalin, que siempre había tenido buen oído, suele pasearse perezosamente por el salón algunas mañanas y frente a una nota especialmente sutil que incita al debate rectifica a los presentes: “Eso no es un do, es un do sostenido”. Karavaichuk le responde: “Tiene usted razón camarada Stalin, es un do sostenido. Pero se ha equivocado en algo: en encerrar a mi padre en un campo de trabajo”. Se produce un pesado silencio donde resuena el canto de los ortópteros. A la semana siguiente su padre reaparece por casa pero portando una terrible maldición para él: como hijo de represaliado político sus obras no podrán oírse nunca más. Su situación empeora cuando a los catorce años es expulsado del conservatorio por su radicalidad artística. A partir de un determinado momento y en una biografía amnésica llena de lagunas se refugia en las bandas sonoras ya que el cine es el único sitio donde el gobierno le deja trabajar. Allí compone para las primeras obras de la genial directora Kira Muratova (Los encuentros breves y La larga despedida) que son censuradas por su falta de sentido cívico siendo su autora invitada amablemente a dejar la cinematografía. Dentro de esos mismos estudios cinematográficos corre una leyenda: según sea el carácter de la mirada con la que Oleg se digne a mirarte vivirás más o menos.

A través de la figura de Kira Murotava la música de Oleg llega a oídos de Andrés Duque. Duque –director de origen venezolano que lleva unos años trabajando y dirigiendo en Barcelona obras como Ivan Z (nominada a los Goya), Color perro que huye o Ensayo final para utopía con el que gana el Ciutat de Barcelona– entra en uno de sus característicos bucles creativos. La música de la película de Murotava aparece y desaparece, se mezcla con los ruidos de la calle, con diálogos de películas, con voces espectrales de Internet y con las de sus alumnos. Pero finalmente esos sonidos se asientan entre la confusión cuando un proyecto le lleva a San Petersburgo, donde inicia su búsqueda. Oleg no aparece y sólo lo percibe por las historias orales de sus amigos y conocidos, muchos de ellos de la escena artística de los 60, que como bardos recuentan la historia de sus escándalos y la persecución de la KGB, narran y fabulan cerrando el círculo alrededor del compositor. Andrés descubre que Oleg es un fantasma que sólo se manifiesta en un lugar determinado y a una hora determinada: los lunes en la sala 305 del Hermitage donde como niño mimado de la institución es la única persona a la que se le permite tocar un bello y aparatoso piano perteneciente al Zar Nicolas II. Allí, el día que cierra el museo, Oleg, adoptando una inclinación perfecta de 25 grados, aporrea virtuosamente el piano hasta hacer temblar en sus expositores a la famosa vajilla de la Rana Verde de Josiah Wedgwood encargada por Catalina La Grande en 1773. El tintineo de la vajilla suena como el canto de los ortópteros.

Pero Duque no va a conocer a Karavaichuk en un gran palacio, ni tampoco en su casa vieja y comida por la mierda, donde existe una habitación exclusiva para pilas de papeles biográficos y artísticos amontonados por años: 1940, 1941… toda una vida de obras censuradas y también  escondidas por el propio artista quien pese a su pobreza se niega a trabajar con quien no le interesa. Lo va a conocer en la calle, y tanto Oleg, como Andrés, como su ayudante, Karina Karaeva, van a estar vestidos de azul. La coincidencia cromática tranquiliza al Maestro. Andrés habla de un tipo de vals característico de Venezuela representado por autores como Vicente Emilio Sojo y Teresa Carreño que cautiva la atención del ruso, quien poco a poco accede a ser grabado, empezando, eso sí, por el Hermitage, la gran salita de recibir de Karavaichuk. Este emplazamiento va a resultar esencial para una película que no se plantea como un relato biográfico donde un actor-niño represente a Oleg-niño frente a un Stalin-padre, sino un paseo por el desquiciado laberinto de las visiones artísticas de Karavaichuk, enfrentando su arte, la música, con el de la pintura. Una película que parece que se va a desarrollar en el surrealismo del discurso infinito y de la esquizofrenia. Porque existe también el fantasma de la patología, de la locura, que acecha familiarmente tanto a Oleg como al director y que posiblemente tome forma de montaje rizomático, de flujo comunicativo, de torrente de palabras esquizoides, aunque respetando el plano fijo que todo retrato necesita. Oleg está enamorado de su imagen y Duque se dice enamorado de los movimientos de Oleg, que se encuentran en un terreno indeterminado entre lo chaplinesco, los clásicos de la animación rusa y el autómata desquiciado y a punto de romperse.

Porque traer a Oleg a Madrid para que compusiera una pieza musical inspirada en El jardín de las delicias del Bosco ha sido como trasladar a una delicada obra de arte que al contacto con un nuevo ambiente (en Madrid la polución) adquiere nuevos matices y colores. Duque ha trabajado con un reducido equipo ruso que ha creado un espacio sentimentalmente seguro alrededor de Oleg que nunca había salido de su Rusia natal y para el que todo era nuevo, hasta el punto de que al ser colado en la oficina de pasaportes estaba tan agradecido que sentía que debía “componer una gran obra para las funcionarias de las ventanillas”. Esta anécdota nos la contaba el joven traductor Alexey Smychenko de San Petersburgo quien no conocía previamente la figura de Oleg y que compara su labor de traducción con la del Ulises de James Joyce: “Es un torrente de consciencia, sin comas, ni signos de puntuación, lleno de palabras y expresiones inventadas”. Por ello su presencia tras cinco días de convivencia con Oleg era tan fuerte que ya se le aparecía en sueños, desnudo, con una larga barba y hablando su endiablado ruso inventado delante del cuadro del Bosco y cuya traducción se parece mucho a ese poema que le dedicó Alberti al mismo cuadro:       

El diablo hocicudo,

ojipelambrudo,

cornicapricudo,

perniculimbrudo

y rabudo,

zorrea,

pajarea,

mosquiconejea,

humea,

ventea,

peditrompetea

por un embudo.

Oleg, viejo, sabio y  hermafrodita, llegó a Madrid con un reto malvado, como un juego imposible que se le impone a un niño impertinente: reconciliar la pintura concreta (el Bosco) con su música (abstracta). Una música basada como su vida en la improvisación, que niega el virtuosismo burgués y que es orgullosamente irrepetible en el tiempo tal como le dijo a un director ruso que alababa su arte pero lamentaba su carácter efímero: “La música que hacemos ambos es como el agua. Sólo que la mía es agua del río y la suya de tubería”. Y al venir a Madrid, con su río escupitajo, lo primero que hizo fue cantarle la habanera de Carmen a los vecinos del apartamento que le alquilaron por haber creado ese ambiente tan especial de recibimiento con las luces de sus habitaciones, que eran de un tamizado asombroso y que creaban unos efectos preciosos. La habanera se transformó en una serie de canciones y músicas abstractas pero su amor por España se concretó en dos elementos: Goya y los churros. Pidió visitar la tumba de Goya (al lado del escupitajo), pidió convertirse a su muerte en fantasma del Prado (sin saber lo duras que son las oposiciones para fantasma de museo en España) y pidió otra de churros.

Mientras tanto el rodaje de Oleg en El Prado se desarrollaba antes de que el museo abriera y allí Duque organizaba pequeños juegos (in)capaces de contener la catarata de frases y movimientos de Oleg. En uno de ellos, el bailarín Marat Shemiunov, primer bailarín del Teatro Mikhailovsky de San Petersburgo, de culo granítico, se desnudaba y bailaba junto a los movimientos de Oleg y las figuras del Bosco en El jardín de las delicias, donde, por cierto, un culo tiene escrita una partitura para peditrompetear notas y cuya sonoridad auguraba como en una alucinación el recital de aquella misma tarde en el museo. ¿Actuaría el famosamente poco conocido Oleg Karavaichuk o cedería a sus rarezas de genio entre las que se cuenta el pánico escénico?

17:35 de la tarde. Después de dos horas contemplando su imagen proyectada en el auditorio, como si fuera una anticipación de su labor como fantasma del Prado, aparece Oleg rodeado del equipo ruso y arrastrando su abrigo raído. Grandes voces en ese idioma que el traductor me ayuda a desvelar: “Dice que el auditorio parece un gran ataúd”. Se queja de la sonoridad de la sala. Se proyectan vídeos mudos suyos tocando el piano que subrayan aún más su carácter de personaje cómico. Suben la voz haciendo que la música estalle en la sala y Oleg exige la música más alta porque el ataúd se traga los sonidos hasta que los altavoces no pueden más y revientan en un trueno granulado. Oleg se tapa los oídos y se encorva en su asiento mientras un primer plano de una cara de El jardín de las delicias le mira burlonamente desde la pantalla.  Marat, el bailarín, interviene: “Oleg, ¡son aplausos, son aplausos dirigidos a ti!”. La situación parece salvada pero el trueno volverá trágicamente en mitad del “concierto”. Andrés Duque imita con las manos los movimientos pianísticos de Oleg y las enerva un poco cuando Oleg pide que la sala esté a oscuras y que el público tenga que entrar a oscuras. “Por favor, tengan cuidado, las luces no están encendidas, bajen con cuidado las escaleras” repiten maquinalmente las azafatas del museo a los distintos grupos que van entrando y que se lo repiten entre sí con el susurro lastimoso de las advertencias: “Que tengas cuidado con las escaleras” como si se hubiesen dicho “quien entre aquí que pierda toda esperanza”.

Oleg es un místico y agorero que sabe leer las señales y que sabe que antes de su fantasma hubo miles de fantasmas. Sabe que el trueno granulado es una mala señal. Lo percibo hasta yo. Empezamos con un video suyo tocando una pieza que nadie introduce. Empieza a hablar y siente que necesita explicarse: “No tenía derecho a tocar al Bosco. Me he equivocado, no tengo derecho a contar la historia del Bosco. Quizás lo haya dañado un poco, pero el Bosco es el Bosco”. Oleg que ha empezado diciendo que este viaje era el resumen de su vida y que ha venido dispuesto a hablar de él se ruboriza: “Después del Bosco no es posible enseñarme, ¡por favor quiten mi imagen!”. Explica que los pintores son músicos porque imprimen ritmos en la gente, que se convierten en sus instrumentos. Con la idea de que la pintura puede tañer a sus espectadores explica: “El cuadro me mira y me manda un ritmo. El cuadro compone, no yo. El cuadro me resucita o me mata”. Según Oleg, Tiziano nos interpreta muy bien, pero “el Bosco neutraliza el vals transformándolo en un círculo. El vals es como un cuadrado e interpretarlo es como clavar clavos a un ataúd”. Como clavar clavos a ese auditorio-ataúd en el que nos encontramos.

A Oleg no lo vemos en ningún momento. Unas señoras se impacientan y se levantan de la silla para entrever su boina roja, mientras ocurre esto a un lado Marat Shemiunov baila sujeto por una gran tela como si fuera un enorme niño desvendado que se descoyuntara ante la música de Oleg. Oleg habla de su locura y afirma que todos los compositores tienen una patología y que “toda abstracción tiene detrás una cardiología”. Alaba España con una serie de lugares comunes que cobran nueva viveza en su locura: “Europa es un perro doméstico, la historia de las civilización es convertirse en un perro doméstico, lo sagrado NO es un perro doméstico. La raza española tiene algo que es muy difícil de amansar. ¡Aquí no hay perros! ¡España debería ser donante de sangre!” El público taimado, divertido, aburrido o asustado rompe en los primeros aplausos. Oleg sale finalmente al escenario para decir que la tristeza de su música no es de carácter europeo y para hacer una curiosa afirmación sobre lo mal que se toca el vals en Europa, “que se hace con la parte baja de la espalda” mientras tararea el Danubio Azul y se mueve como el autómata de una caja musical. Andrés Duque sube a la carrera a las últimas filas y empieza a gritar “¡Maestro, maestro!”. El piano, presente durante todo el rato pero nunca iluminado, se convierte en la respuesta a la incógnita del maestro: “¿Por qué no se van ustedes?, ¿qué quieren de mí?”. El bailarín, Marat  Mikhailovsky interviene por todos nosotros y le ruega que toque, Oleg estalla amablemente y dice que el bailarín quiere su muerte: “¡Este piano me ofende! ¡No sirve ni para los niños! ¡No puedo tocarlo! Un sonido malo penetra en la sangre y te puede envenenar”.

Accede a emponzoñar su sangre un poco. Vuelve a salir al escenario y sin ni siquiera sentarse toca una tecla, una única nota. Antes de que la nota sea tragada por el ataúd el auditorio estalla en aplausos. Oleg se tapa los oídos y se desorienta, el bello Marat sale a recogerlo y le ayuda a cruzar el escenario como si ayudara a un anciano a cruzar la calle. Desaparece tras las cortinas de la historia del arte dispuesto a perderse convertido en un personaje del Bosco dentro de una película experimental.

 

 

Fotografías de Óscar Fernández Orengo

Cita: “A la pintura. (Poema del color y la línea)” de Rafael Alberti. Obra completa. Tomo II. Poesía (1939-1963), págs. 309-312. Editorial Aguilar, Madrid, 1988