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Estado de confusión (La Habana, 2015)

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1.

En una de las escenas más impactantes del documental Balseros (2002), una joven pareja de cubanos, por fin instalada en Estados Unidos, discute en un desangelado concesionario de coches de segunda mano. Ella quiere un automóvil vistoso, o al menos que parezca nuevo, dice, no un cacharro como los que señala él, que tiene más en cuenta el presupuesto y habla sin parar de lo que pueden permitirse y de lo que no. La discusión se complica y sube de tono hasta el punto de que el chico exige que se detenga la filmación. En la siguiente toma, seguimos en el mismo lugar, pero se ve que ya se han decidido por un coche. La pareja está apoyada sobre el capó, cada uno a un costado. Se oye entonces una voz tras la cámara:

–Bueno, ya tenéis coche. Venga, hombre, dale un beso.

En ese momento el joven se inclina para besar el auto pero se detiene abruptamente al darse cuenta de su imperdonable confusión. Mira a la chica pero ya es demasiado tarde, ella estaba girando el rostro para poner la mejilla cuando se quedó paralizada al percatarse de la primera intención de él. Los dos se miran aturdidos y avergonzados, después miran al objetivo sin saber qué hacer. Hay un segundo de silencio imponente. La toma se corta.

Como dicen unos versos de Gloria Fuertes: “(Quiero dejar así de confusa la primera estrofa/ para que veáis mejor mi estado.)”

Vamos con la segunda.

2.

Es el mes de enero de 2015 y me alojo en un bed & breakfast de La Habana Vieja, junto a la Avenida del Puerto que, por cierto, están remodelando, como todo el barrio, como gran parte de la ciudad. Me despierta el grito de una madre en la casa de en frente: “¡¡Anthonyyyyyyy!!”. Es muy temprano. Los niños entran a las ocho de la mañana al colegio. Desde luego no es el primer sonido en la calle. Los obreros que están plantando palmeras y farolas a unos pocos metros de mi habitación llevan ya una hora de trabajo. Equipados con casco amarillo y mono azul, van a ritmo cubano y aún así la obra avanza rapidísimo ya que por cada zanja hay poco menos de veinte hombres. Mientras estoy en el baño, puedo oír a lo lejos las voces de los vendedores ambulantes de pan y de fruta, el comprador de plata, el afilador. A veces la calle se sobresalta con una voz que chilla un nombre que nunca fui capaz de identificar, son vecinos que avisan a la peluquera de que le llega algún cliente. Cuando me cepillo el pelo en la terraza, coincido con un señor –un ingeniero jubilado– que charla desde el balcón de delante –toalla enrollada a la cintura– con el comerciante de abajo sobre deportes, rugby, creo.

Me alegro de poder estar alojada allí, en una habitación limpia y a un precio razonable y no en una planta 24 de un hotel descuidado y caro, como me vi obligada a hacer otros años, cuando aún el gobierno cubano no había dado luz verde para que los ciudadanos pudieran emprender sus propios negocios de hostelería.

De paseo, me encuentro en la Plaza de San Francisco de Asís a decenas de osos tamaño natural dispuestos en  círculo con los brazos –las patas delanteras– arriba, parecen bailar una sardana. Se trata de la exposición United Buddy Bears que viene recorriendo diferentes países desde que se exhibió por primera vez en Berlín en 2002. Ha pasado por Tokio, Viena, El Cairo, París, Río de Janeiro entre otras ciudades y el montaje consiste en 124 osos recubiertos de fibra de vidrio pertenecientes a otros tantos países, en cada caso diseñado por un artista local. Los artistas locales no se han roto la cabeza y es de suponer que la idea precisamente era que no lo hicieran: cada animal se construye a partir del estricto tópico correspondiente. El de EEUU encarna la estatua de la libertad y el de Argentina tiene un Carlos Gardel tatuado en la tripa. El de Cuba se fuma un puro.

La plaza es un bullicio constante. Charlo con la madre de un amigo que ahora vive en España y me presenta a sus nietos mientras nos arrasan colegiales cuyos maestros intentan mantener juntos en vano. Turistas extranjeros, turistas cubanos o habaneros curiosos fotografían continuamente las figuras animales desde todos los ángulos posibles, con afán artístico o con poses de broma. La plaza es una fiesta. “Mensajeros de la paz y de la armonía en el mundo”, según la ONU, estos osos colorean con el optimismo de un anuncio de Benetton la severa piedra colonial que les sirve de fondo. Se trata de promover la tolerancia, la unión entre pueblos y la armonía, explican los promotores: No importa el tamaño real ni el poder de los diferentes países, aquí todos –cada uno reflejado en su oso– miden lo mismo.

Fin de la primera parte.

3.

Estoy tomando una copa de vino en un lugar magnífico cuya historia atestiguan las fotografías de las celebridades que lo han visitado. Estoy sola en una punta de la barra mientras que en la otra punta un grupo de turistas nórdicos acaba de pedir unos cafés irlandeses. De pronto hay confusión entre los camareros, los más jóvenes entran en pánico ante un pedido tan inusual, el veterano llama a la calma y a la deliberación. Desde mi lugar privilegiado puedo verlos aunque no los oigo. Hablan, deciden algo, y se han puesto manos a la obra.

Hacía cinco años que no visitaba La Habana. Ya desde que aterrizamos se ve “más nuevo”, me encontré un aeropuerto remozado donde las autoridades cumplían con diligencia los trámites precisos de revisión de equipajes con las piernas enfundadas en llamativas medias de rejilla. El camino a la ciudad transcurrió por una cuidada autovía bien iluminada y con abundante tráfico. En contraste tengo el recuerdo de ese mismo trayecto durante mi primer viaje –al comienzo del período especial–. Entonces fue un recorrido a oscuras por una carretera vacía en medio de la nada que nos reunía a mi novio y a mí en inquietante intimidad con el conductor del taxi.

Hace mucho que la ciudad está en obras, sí, pero últimamente el ritmo ha aumentado y ya no son solo los monumentos coloniales los que se restauran. Se renuevan zonas enteras cambiando tuberías, cables y aceras, se recuperan edificios art deco que evocan La Habana de los años 50, la época del jazz, de los artistas de Hollywood y los intelectuales.

La zona antigua no tiene nada que envidiar a cualquier barrio bohemio-cool europeo, ofreciendo terrazas, restaurantes, puestos de curiosidades de segunda mano, tiendas de marca y estudios de artistas a la vista del público. Es caro. También hay puestos ambulantes de comida y bebidas para llevar, muy baratos, y rastrillos (“áreas de trabajadores por cuenta propia” en idioma comunista) y, en fin, mercados de barrio con frutas, verduras y carnes para el consumo local. Un batiburrillo fantástico… y esquizofrénico. La diferencia de precios entre un lugar y otro abre una brecha entre dos mundos.

¿La misma brecha que pasear por Madrid con o sin dinero en el bolsillo?  

Cinco años atrás me alojé en un hotel de propiedad estatal en el que la piscina estaba siempre llena de un pelotón de niños cubanos –la temporada coincidía con sus vacaciones de verano–. Hoy, en el exclusivo y recién restaurado Hotel Saratoga no dejan acceder a sus instalaciones a nadie que no esté alojado allí. Los osos serán todos iguales, pero no los países. Tampoco las personas.

Me alejo de la zona turística y decido dar un giro intelectual a mi paseo. No es un giro inocente, voy a visitar la Casa de las Américas. Desde el día en que Fernández Retamar me dio un abrazo tras ganar el Premio en la categoría de Ensayo y García Márquez me sirvió un ron hay pocos sitios en el mundo en los que me sienta mejor. Me hablan del proyecto de construir una nueva biblioteca a pocas cuadras de allí. Hablan con entusiasmo porque se trata de un proyecto ambicioso y muy estimulante… que sí, que puede tardar muchos años en llevarse a cabo. Dinero, para cultura, no hay.

Ya puestos, después me dirijo al monumental edificio de la Universidad de La Habana. Me gusta divagar por su jardín y fingir que sé perfectamente a dónde voy. En la facultad de derecho cotilleo las clases y las notas colgadas en las pizarras de corcho. En mi camino me cruzo con grupos de estudiantes, algunos con looks muy cuidados, gente “muy producida”, como diría un publicista. Gente guapa y desconocida que obviamente no me atrevo a abordar.

Sin embargo, ya de vuelta hacia La Habana Vieja por el malecón, es a mí a quien abordan con la cansina conversación entre turista y local: –¿Española? ¿Italiana?

Es difícil decirle a alguien que te deje en paz o que sencillamente no le conoces de nada. Pero si no lo haces suele ser peor. Así que con una sonrisa y las palabras menos ofensivas que se me ocurren le digo que no tengo ganas de hablar. Para mi sorpresa, el simpático habanero se enfada:

–¿Es que no quieres hablar con un cubano?

Enfatiza lo de “con un cubano” y me pregunto por qué dará por hecho que él es el único cubano con el que yo podría hablar. Como no reacciono a su gusto, cambia la táctica y me espeta:

–¿Me das un bolígrafo?

Le miro. Quien me está pidiendo un bolígrafo lleva un reloj que le ocupa toda la muñeca, zapatillas New Balance y gafas de sol de marca, vaqueros pirata y gorra visera. Me quedo con las ganas de contestarle: –¿Me das tu reloj? Sin embargo no digo nada y él tarda aún menos en mandarme al carajo. Buen rollo.

En el magnífico local anclado en el tiempo en cuya barra me acodo, finalmente un camarero –el más joven– sirve con aplomo los siete cafés irlandeses a los nórdicos del fondo de la barra y se retira despacio, con elegancia. (Yo sé que también con temor.) Los grandes vasos que he visto pasar contienen una pócima de tres franjas tricolor como la bandera de la Rusia imperial: negro, amarillo y blanco. Tres franjas, tres sustancias que por alguna razón física que desconozco no se mezclan lo más mínimo. Sé que lo del fondo es café, en medio está el whisky, que no han quemado, y lo de arriba es espuma de leche. Con prisa reprimida el camarero se ha reunido con sus compañeros para esperar el veredicto y yo estoy expectante también, desde mi aparente indiferencia. Hay un momento de tensión durante el que no se oye nada. No me atrevo a mirar a los nórdicos. Deben estar dando sus primeros sorbos. De pronto, una exclamación difícil de definir. Más exclamaciones, más bien grititos. Ruidos raros. Risas. Los cafés irlandeses no tardan ni dos minutos en ser devueltos. El grupo de camareros, desolado, se reúne en un lugar de la barra donde ya no puedo verles. Estoy segura de que recuperarán algo de esa parte amarilla de la bandera que quedaba en el medio. O eso quiero pensar. Al menos lo intentaron, se lo merecen.

Antes de regresar a mi habitación, me detengo en la zona del puerto que está en construcción. Hay una mujer que le ha pedido a su compañero que le haga una foto. Él, en efecto, le está haciendo la foto, junto con unos cuantos turistas fotógrafos más. Y es que en primer plano se encuentra un espectacular automóvil antiguo. Entonces me acuerdo del documental Balseros y de la pareja junto al coche de segunda mano en aquel triste concesionario. Ahora estamos en Cuba no en Estados Unidos, y además esta vez no hay confusión. El objeto de las cámaras es el coche. El disparo, el beso se dirige al automóvil. La chica posa a un lado para no quitarle protagonismo. Y esta vez parece no importarle.

Gloria Fuertes me dio pie con su estado de confusión para comenzar esta especie de crónica o de cuento o de estampa habanera. Ese mismo poema del que extraje esos versos termina exclamando: “¡No debo amar lo horrible!” Una frase ya de por sí enigmática que resulta más confusa aún sacada de contexto, como mi escrito.