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El espacio del no obstante

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El espacio en el que me encuentro tiene muchas salidas. Es más, las salidas, comparadas con las paredes, incluso son mayoría. Y las propias paredes son, en cierto modo, salidas, sólo que de signo inverso. En realidad, el espacio en el que me encuentro recibe su forma únicamente de las salidas. Podría decirse que consta en exclusiva de salidas, de salideros, y sin embargo no logro salir de él. Lo peor en todo esto son los ruidos. Valga como ilustración el siguiente ejemplo:

Hace poco, tumbado en mi sofá a eso del mediodía y leyendo un libro científico sobre el Romanticismo alemán, escuché unos ruidos que, en una primera asociación de ideas, relacioné con la imagen de niños jugando. Niños que juegan, se pelean, hay lágrimas; una situación cotidiana, pues, a la que, si eres ajeno, no concedes más importancia que a los ladridos de un perro. Una situación en la que no has de sentirte obligado a reaccionar. Manejar una situación de crisis benigna de esa índole les compete, por lo general, a los educadores respetados como tales por la sociedad.

El edificio del que mi piso forma parte pertenece, a su vez, a un complejo residencial relativamente grande que, a su vez, está integrado por varios bloques conexos. La intrincada disposición de las viviendas y el hecho de que ni mis vecinos ni yo cultivamos lo que se llama el contacto social son responsables de mi ignorancia acerca de quienes viven a mi lado, encima y debajo de mí. Mientras no ocurran accidentes de gravedad, como por ejemplo una rotura de cañería que afecte a otro piso, se ha de llegar forzosamente a la conclusión de que todos los residentes prefieren sobre todo una cosa: tener que ver lo menos posible con el resto de cohabitantes. Es cierto que de vez en cuando uno recibe un paquete para alguien o de tanto en tanto le sostiene la puerta de la entrada a una cara conocida, pero por lo demás sucede muy poco en el llamado plano vecinal. En efecto, las caras a lo sumo te son familiares en el sentido de que te has acostumbrado a ellas. Quién habita detrás de esas caras es algo que queda sin explorar y no deja de ser campo de conjeturas. Pago el alquiler, abro la puerta una o dos veces al año al hombre que hace la lectura del gas y de la luz, le doy una propina al cartero en Navidad, y para de contar. Cada dos semanas un empleado de la empresa de la limpieza hace la escalera. No tengo enemigos en la finca, y menos aún amigos.

Por tanto, en el caso mencionado no presté atención a los ruidos que oía, sino que seguí leyendo, en mi libro, el capítulo dedicado al entusiasmo revolucionario de los primeros románticos alemanes. Estaba reflexionando sobre esta cita de Georg Forster: Los incendios y las inundaciones, los efectos devastadores del fuego y del agua, no son nada frente a la calamidad que originará la razón, cuando recomenzó aquel lloriqueo. Sonaba ahora como si un niño le estuviera haciendo realmente daño a otro. Pude identificar sin lugar a dudas como perteneciente a una niña la voz de la criatura que se quejaba de forma tan lamentosa  y claramente a la defensiva. Esperaba oír en los próximos segundos el vozarrón reprobador de un elemento paterno que terminara con el jaleo de los altercadores, pero no sucedió nada semejante. Al contrario, el tono suplicante de la niña se hacía más intenso, y yo veía ante mí a un mocoso malcriado que mortificaba a su pobre hermana tirándola de las trenzas o pellizcándole el lóbulo de la oreja, cuando de súbito atravesó mi cabeza el terrible pensamiento de que podía no ser una criatura sino un adulto el que infligía dolor a la niña. Cerré el libro, lo dejé en la mesa de centro y escuché con la respiración en suspenso. Ya no se oía nada. Miré hacia el rincón del techo encima de mí, como si pudiera penetrarlo con la mirada. Pero los ruidos perfectamente también podían venir de abajo o de uno de los dos pisos que a mi izquierda, en la cabecera del sofá, lindaban con el salón. Permanecí sentado inmóvil durante un rato, con el oído en vilo; de pronto aquella fantasmagoría parecía haber terminado, y ya volvía a mi lectura cuando el gimoteo se reanudó. Se oía con claridad, como si se produjera a escasos metros de distancia de donde yo estaba. Me levanté y, con el corazón palpitante, me subí al sofá para estar más cerca de la fuente del ruido, imposible de ubicar con nitidez. Fue el momento en que mi interés se tornó en preocupación. Oía la voz suplicante de una niña con la que se estaba haciendo algo que le causaba dolor. En mi cabeza se encendió por un instante la idea de un parto doméstico, pero el repetido «¡no! ¡no!» rápidamente me hizo desechar la idea. Las quejas y los gemidos dieron paso a un hipo que acabó pareciéndose tanto al gañido de un perro herido que un escalofrío me recorrió el cuerpo. Luego, de súbito, se hizo el silencio.

En el minuto siguiente pensé de forma confusa y atropellada cómo debía reaccionar. Seguía sin poder localizar el origen de los atormentados sonidos. Y seguía en la duda acerca de lo que estaba ocurriendo detrás de una de mis paredes. Mi primer reflejo fue golpear con los nudillos en la pared y gritar «¡eh!». Aunque si realmente se daba el caso de que alguien estaba martirizando a una criatura, ¿no sería necesario más bien avisar a la policía? Eché un vistazo al teléfono, que estaba al lado del libro sobre la mesa de centro. En cuestión de segundos imaginé las escenas que se producirían si llamaba a la policía: primero las complicadas explicaciones por teléfono, luego los agentes entrando en mi casa, y yo delante de ellos señalando aquel ángulo de mi salón y explicando que los misteriosos sonidos venían de ahí. Me debatía conmigo mismo en si exponerme a esa situación que tenía un no sé qué de ridículo, pero al sospechar que después no me perdonaría el no haber hecho nada, supe que debía asumir el peligro de la ridiculez. Estaba a punto de coger el teléfono cuando resurgieron los angustiosos ruidos. Ahora era evidente que provenían de alguien que estaba sufriendo dolores. Escuché con el aliento contenido esperando percibir una segunda voz, la del torturador, pero ésta no se oía. Conocía mi tendencia a la sobrerreacción en situaciones excepcionales, aunque en este caso lo aberrante se estaba produciendo no en mi imaginación, sino en la realidad, a pocos metros de donde me encontraba.

En el recuerdo puede parecerme vergonzoso, pero sólo por el hecho de que, de pie en el sofá y con el oído arrimado a la pared, fuera consciente de la leve turgencia de mi miembro, se me ocurrió pensar que, posiblemente, esa voz no fuese la de una niña pequeña, sino la de una mujer. Fue un momento extraño. No sabía con precisión si la idea era resultado de la pereza, del recelo a llamar a la policía o de un asomo de lujuria. Si la voz atormentada sólo hubiera clamado auxilio, el asunto habría sido claro, pero no pasó de la lamentación dolorosa y del reiterado y constreñido «¡no! ¡no!», y de repente se gestó ante mi ojo mental la nebulosa imagen de una pareja de mi vecindario que, en la práctica compartida de su sexualidad, había otorgado espacio al sadomasoquismo, lo que habría significado que el martirio que yo oía a través de las paredes sin poder precisar su origen se producía con la anuencia de la mujer. Podía ser perfectamente que, por ejemplo, estuviera atada a la cama y se dejara atormentar por su pareja a fin de colmar un ensueño. Era posible que encontrara la satisfacción de sus fantasías sexuales en la sumisión total, y que sus gimoteos de dolor provocados por pinzas en los pezones o una penetración anal intencionadamente violenta por parte de su querido a la vez que temido torturador formaran parte del juego. Hice otro esfuerzo por distinguir de algún modo si esa voz pertenecía a una joven mujer o a una criatura, y de nuevo quedé frustrado pues ambas cosas parecían plausibles. En ese momento la acción que se desarrollaba detrás de la pared culminó en un grito estridente y, sin embargo, reservado, según me dio la impresión. Luego hubo silencio.

Seguía indeciso sobre qué hacer. Incluso sobre si debía hacer algo. Esperé un minuto o dos, el silencio en el otro lado persistía. Acerqué la oreja a una pared y a otra. Nada. En el preciso instante en que bajé del sofá estalló, en el patio al que dan las ventanas de mi salón, el chirrido atronador de una sierra circular. Hacía tiempo que en la casa se estaban llevando a cabo reformas, y al parecer acababa de terminar el descanso del mediodía y los operarios retomaban su trabajo. Ahora era absolutamente imposible oír otra cosa que aquella sierra, y por la experiencia de las últimas semanas sospeché que ese ruido continuaría durante varias horas. Me senté de nuevo en el sofá y cogí el libro sobre el Romanticismo alemán, pero no lo abrí, sino que simplemente lo sostuve en las manos. ¿Qué ha fallado aquí?,  pensé. Tenía la sensación de haber fracasado. Pensé que, de no haber tenido idea de la existencia de prácticas sexuales sadomasoquistas, sin duda alguna habría sacado de aquellos ruidos las consecuencias oportunas y habría llamado a la policía. Pero como sabía que existían no podía por menos que considerar esa eventualidad. Además, podía tratarse de nada más que de un vídeo de sexo subido de volumen, medité. Si ahora hubiera en mi salón dos agentes, todo intento de esclarecimiento carecería de sentido. ¿Qué iba a decir? Debido a la sierra circular, uno a duras penas podía entender sus propias palabras. ¿Y qué harían los policías? ¿Llamar a la puerta de todos los vecinos hipotéticamente pertinentes y preguntarles si en su piso se había abusado de alguien? Mi sensación de que en cierto modo había fracasado se hizo tanto más fuerte.

Después, tumbado inmóvil en el sofá durante un rato con el libro entre los dedos, reflexioné sobre cómo las cosas pudieron llegar a ese extremo. Se me ocurrieron algunas posibles respuestas, pero no fui capaz de detectar un motivo concreto de culpa. Entonces, de improviso, vino a mi mente un episodio ocurrido varios años atrás. Circulaba de noche por una carretera invernal cuando me llamó la atención un coche que venía en dirección contraria y que, según todos los indicios, acababa de parar en medio de la calzada cubierta de nieve para volver a ponerse en marcha al ver que yo, en mi vehículo, me le acercaba. Después de cincuenta metros escasos supe por qué, pues al pasar observé que había una liebre a todas luces atropellada que estaba sentada como aturdida en el firme. Por el retrovisor vi que el otro coche desaparecía, y yo tampoco me detuve aunque a los pocos segundos sentí el impulso de ayudar al animal. Sin embargo, vacilé. Y es que comenzaba a imaginarme la situación. ¿Dónde iba a dar la vuelta? ¿Cómo iba a llevarme la liebre sin que me mordiera? ¿Dónde encontrar un veterinario a esas horas de la noche? ¿No pensaría éste que fui yo el que atropelló al animal? Traté de convencerme invocando las despiadadas leyes de la naturaleza que rigen la vida y la muerte, y sopesé los pros y los contras de una acción de salvamento; había más argumentos opuestos a la misma, pero en mi alma persistía un dolor del que sabía que no me iba a librar ni después de haber recorrido cientos de kilómetros. En cuanto se presentó la ocasión, viré en redondo y volví hasta el lugar donde cinco minutos antes estaba sentada la liebre herida. La sangre se apreciaba todavía en la nieve de la calzada, pero el animal había desaparecido.

 

 

© Traducción: Richard Gross