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El Clandes (1974)

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A la memoria de mi añorado amigo Alberto Clavería, el Astrónomo

El Clandes me espera de anochecida en la puerta del Bar Rubí. Otras veces quedamos en la galería del Montija y otras en la taberna leonesa de la calle Castilla. Él siempre llega primero y aprovecha para echar un ojo por los alrededores. Las medidas de seguridad se las toma muy en serio y a menudo nos da la matraca en las reuniones de la célula con este asunto. Nos acusa de irresponsables, aventureros y liquidacionistas. Por eso le ha caído el mote del Clandes, pero a él, aunque lo sabe, jamás le llamamos así. Utilizamos su nombre de guerra, que es Luis.

Yo creo que esta obsesión suya con la seguridad tiene mucho de pose, pues con las pintas que gasta va pregonando de lejos su condición de rojo indeseable. Llueva o haga un sol radiante siempre gasta la misma zamarra parda de pana sucia y raída y se cubre la cabeza con una boina negra de palurdo, a lo Che Guevara. Para aliñar mejor su estampa revolucionaria luce unos bigotes deshilachados, siempre amarillentos por la nicotina, y sobre su nariz corva se montan unas gafas de metal, viejas y redondas, seguramente compradas en el Rastro.

En el periódico doblado que sostiene bajo el brazo, un Informaciones, esconde una pequeña barra de hierro para su defensa. El día menos pensado se la tendrá que comer, pues al Clandes, lo sospechamos todos, llegada la ocasión le faltaran agallas para utilizarla.

 En el “salto” de la calle de la Oca contra la ejecución de Puig Antich el Clandes fue el primero en divisar la llegada de la policía y dar la alarma con grandes voces. Pero ninguno de los que allí nos encontrábamos la llegamos a ver. No llegamos a “saltar”. El pánico siempre es contagioso.

Mi encuentro con el Clandes siempre es frío. Apenas un tímido saludo al tiempo que otea nervioso por encima de mis hombros. No se fía de mí, y creo que de nadie. Pero de mí menos, porque sabe que vivo en la parte rica y burguesa del barrio, en General Moscardó, y eso lo desconcierta. Siempre parece a punto de preguntarme qué coño hago yo en la organización. Él tiene a gala ser de Peñagrande y presume de trabajar duramente de botones en una oficina de seguros de la Glorieta de Bilbao. Cuando en las reuniones habla del odio de clase como fundamento del espíritu revolucionario yo miro para otro lado.

En nuestros encuentros apenas hablamos. A veces le ofrezco un cigarro que él rechaza con gesto de desprecio.

El Clandes fuma Bisontes y rechaza mi cajetilla de Kent por considerarlo un tabaco de niños pijos y burgueses. Tabaco imperialista, debe pensar, fruto de la explotación de las masas negras de Virginia. Él se lo pierde porque el Kent no se puede comparar con su tagarnina, además a mí me sale gratis, le distraigo las cajetillas a mi viejo que tiene ese capricho y nunca le falta su cartón de Kent en la mesilla de noche.

Una vez que el Clandes me entrega los clichés para imprimir enrollados en el interior de un pequeño cilindro de cartón desaparece con paso rápido, nervioso, y yo le veo alejarse, desconfiado, mirando a cada paso a sus espaldas. Sé que se dirige al cine Lido donde a las puertas le espera Rosa, su nueva novia, una chiquilla del barrio Bilbao esmirriada y siempre de mal vino que trabaja en la Pikolín.

Todos sabemos que hasta hace unos meses, Rosa era de la Liga y, como casi todas las “troskas”, gastaba entre nosotros fama de golfa y folladora. Ahora que es maoísta presume de “sencilla” y puritana. Ya no habla de Mandel y otros lumbreras de “la cuarta” y menos de Wilhelm Reich y su cantinela del orgón. Ahora habla con pasión y mala leche de la guerra anti-imperialista y la alianza obrero-campesina. “El poder está en la punta del fusil”, nos recuerda a menudo. El camarada Mao no se le cae de la boca.

Cuando el Clandes desaparece de mi vista yo repito siempre la misma operación. Cruzo la calle Bravo Murillo y doblo en la calle de Hernani, desciendo luego hasta Comandante Zorita y me dirijo al cruce con General Perón. Aquí se encuentran los billares del padre de Benito. Siempre le saludo al entrar. Es un hombre grueso, pequeño, afable, con una eterna colilla de puro en la boca. Va vestido con una bata azul arrugada y sucia que ciñe con un pequeño faldón de cuero donde guarda abundante calderilla para cambiar los duros por pesetas.

Siempre hago más o menos lo mismo. Finjo concentrar mi atención en alguna de las partidas de billar que se juegan en la sala. Casi siempre son los mismos, estudiantes calaveras y sobre todo macarras y rateros de las muchas bandas que cuenta la barriada. La más famosa por estas calles es la banda del Rata. Su cuartel general lo tienen en otro billar, más pequeño y miserable, de la calle Hernani.

A los pocos minutos bajo a la planta baja, donde se encuentran las mesas de ping-pong, los futbolines y los servicios. Aquí cierro la puerta por dentro con el pestillo y deposito el cilindro con los clichés en el interior hueco y oscuro de la basa del lavabo. Luego tiro de la cadena y me lavo las manos por hacer tiempo. Al salir cierro con cuidado la puerta y subo sin prisa las escaleras. Aún permanezco un tiempo frente a las mesas, fumando un cigarro y espiando a través de los ventanales el movimiento nocturno de la calle. A los coches de “la social” los reconocemos siempre por la antena en diagonal que sale de su techo.

Antes de salir a veces juego unas bolas en la Petaco.

Nunca sé quién recoge los clichés.

 

 

 

OTRAS ESTAMPAS DE LA ÉPOCA

Detenciones y cacheos en la calle, 1974. Esta fotografía fue realizada para ser publicada en la prensa del entonces llamado Partido Comunista de España (internacional) luego Partido del Trabajo de España. Además de dar a conocer y hacer pública la represión franquista, la fotografía permitía identificar a inspectores y comisarios de la BPS, la siniestra Brigada Política Social, a cuyo cargo estaba la represión implacable contra las organizaciones y personas que se oponían al régimen franquista. La labor de estos fotógrafos –la mayoría simples aficionados– al tomar estas fotografías era muy arriesgada; además de jugarse las cámaras y el bigote, su detención llevaba aparejada un duro interrogatorio donde solían citarse golpes y torturas. El destino final era una temporada a la sombra en la cárcel de Carabanchel. 

El 1 de mayo de 1973 en un "salto" convocado por el FRAP en Antón Martín resultó asesinado por un piquete de defensa el subinspector de policía de 21 años, José Antonio Fernández Gutiérrez. Un grupo de jóvenes armados con palos en cuyo extremo se ataba un cuchillo a la manera de una bayoneta le seccionaron la yugular cuando practicaba la detención de una de sus compañeras. Los policías que acudieron en su ayuda, al igual que el conductor del coche policial, resultaron también heridos de gravedad.

Aquel hecho desató una protesta policial nunca vista contra sus mandos en el Ministerio del Interior. El féretro del subinspector, en contra de la orden de los mandos, fue sacado en hombros por sus compañeros de la Dirección General de Seguridad y acompañado en manifestación por toda la Brigada Política Social en pleno desde la Puerta del Sol a la Plaza de España. Esta muerte incrementó los niveles de represión a extremos hasta entonces olvidados. La policía descabezó a la organización madrileña del FRAP y diezmo su militancia, sin embargo, a pesar de las numerosas detenciones, los autores del hecho nunca fueron identificados.

Esta fotografía proviene de los archivos de prensa del FRAP y da cuenta de una detención policial en los aledaños de Antón Martín en ese Primero de Mayo de 1973.

Ejemplar de Mundo Obrero Rojo, órgano central del Partido Comunista de España (internacional). Octubre 1974.

Todos los partidos y organizaciones que se oponían al franquismo tenían su propia prensa. A menudo era de una calidad de impresión bastante deficiente. Unas veces apenas podías leer nada de lo escaso de la tinta empleada y otras te ponías las manos como un carbonero con solo tocar una página. Para garantizar la salida y difusión de esta prensa había que disponer de una red de pequeños aparatos de propaganda, rudimentarias imprentas, alojadas casi siempre en pisos baratos, otras veces en sótanos inmundos acondicionados e insonorizados para su uso. Estos "aparatos" fueron siempre objetivo prioritario de la policía.

La prensa clandestina se distribuía entre la organización y también en universidades, institutos y fábricas, pues esos centros eran la punta de lanza afilada y solitaria de la oposición al franquismo que agonizaba. ¡Obreros y estudiantes un mismo combate! Aquella consigna que coreaban los troskos, y que nosotros rechazábamos por hurtar el papel dirigente de la clase obrera, daba verdaderamente en el clavo.

 


                                              Alberto García-Alix, 1979

La fotografía de la portada no tiene título así que me permito bautizarla como Despedida. Me tomo esta libertad por dos razones, una porque es de mi hermano Alberto y me da esa confianza, y otra, porque yo soy el personaje que aparece en la foto. La fecha, 1979. El lugar, que yo siempre recordé de aquella excursión como Tetuán, resulta ser según los recuerdos del fotógrafo unos desmontes cercanos a Ventas. No importa, podría ser también Vallecas, Manoteras, San Fermín o el barrio Lucero. Han pasado cinco años desde los días del Clandes. Todo ha cambiado, ya no hay franquismo, ahora está el Rey y Suárez, pero la fisonomía de muchas barriadas continúa siendo la misma. Un cinturón de penuria rodea a una ciudad que se agita y empieza a soñar con ser Nueva York.

Adiós a la revolución, al Clandes, a los macarras, los quinquis, los "chinos" y "los troskos", los Fraposos y los revisionistas traidores del Pecé. Adiós a los aparatos de propaganda, las tintas, la grapadora, las resmas de papel y la llave inglesa para ajustar la Rolland. Adiós a las bandas, los desmontes, los arrabales... Adiós a las viejas y astrosas tabernas; adiós a los amigos de un largo viaje, aquellos a los que debería llamar camaradas, porque lo fueron y lo siguen siendo en mi memoria, hasta el Clandes y Rosa, que ahora en la distancia los reconozco como lo que realmente eran, dos buenos chicos. Ninguno habíamos cumplido los veinte.

Otras cosas nunca se fueron, la policía, claro, los billares y el instinto de la rebelión que nunca duerme.