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El (arduo y prolongado) aprendizaje del miedo

Alfonso Armada entrevisto en Sarajevo
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La carta del menú está en catalán y le pregunto si tiene algún problema para entender los platos. Su gesto tendinoso de la cabeza, enérgico y rápido, evidencia que no necesita de mi auxilio. Pero, enseguida, un estrépito rompe la quietud reflexiva de la mesa: “¿Anec es pato, no?”. “Sí”, le contesto. Pero, le rectifico, “se dice así: ànec. Se trata de un sustantivo llano”. “Vale, pues magret con arroz perfumado y nachos con guacamole”. Tengo al periodista Alfonso Armada, ex adjunto de dirección del periódico ABC y también exdirector del máster de ABC, ahora director de FronteraD y “en el limbo”, sentado a mi lado, inusualmente pegado, rozándome de continuo (pues se agita convulsionado mientras habla). Aunque nos hemos emaileado durante los últimos tres o cuatro años, lo acabo de conocer en persona hace diez minutos.

Estamos aquí con otros periodistas, en el restaurante de la librería Altaïr, en Barcelona, para hablar de su libro de crónicas Sarajevo (Malpaso, 2015), en el que se incluyen los textos que escribió Armada sobre la guerra de Bosnia, en los años 1992-93, para el periódico El País, junto a sus diarios íntimos de la misma época y las fotografías de su compañero de viaje, Gervasio Sánchez.

Y de esto habla ahora: de los vasos comunicantes de estas dos prácticas de escritura; de que ambas, en su opinión, deben aspirar al lirismo y la emoción, pero la prosa del periódico debe ser más precisa; más experimental la anotación del cuaderno personal, sostiene Armada. Las dos escrituras quieren dejar registro del tiempo, de los hechos, dice, con la diferencia de que en el diario íntimo uno fantasea y puede instituir una realidad que es la de la imaginación. Y es que, como sugería Octavio Paz, el lenguaje es una metáfora del mundo.

Una realidad, la de la guerra civil en Sarajevo, para la que, sin embargo, Alfonso Armada no disponía de un lenguaje que le sirviese para darle forma y para contársela a los lectores. “¿Y esto cómo se hace?” Es lo primero que se pregunta cuando le encargan convertirse en cronista de la guerra de Bosnia. “No tenía ni idea de armamento, calibres, tropas...”, dice ahora, veintitrés años después, “y era muy inconsciente”, añade; pues tampoco sabía de qué modo manejar el miedo, y contaba –encima– con el acicate del periodismo, ya que le embargaba “la curiosidad morbosa por saber cómo era un guerra”. Y esta perplejidad e inocencia del novel, del imprudente, queda reflejada en sus cuadernos, que sirven, en última instancia, para testimoniar el forzoso aprendizaje sentimental de un inexperto cronista de guerra.  

No caerá, sin embargo, Armada, en la perversión de servirse de la guerra para alimentar su pasión aventurera, sino que se ampara en el trabajo. Tratará de entender “la crueldad pura, despiadada de la guerra”. Y, así, buscará dejar testimonio de su escepticismo, ya desde su primera crónica, donde escribe, aflojando el marchamo de su pasado como periodista cultural y hombre de teatro: “Hasta los pájaros parecen no saber a qué atenerse aquí”.

Poco a poco, aprenderá a distanciarse del conflicto, para no caer en el delirio de creerse en un “parque de atracciones del horror”, como ahora nos cuenta que le sucedía a otros periodistas; uno francés, en particular, de quien no nos da el nombre, un tipo que corría por la zona de los francotiradores, junto al río, excitándose con la adrenalina del miedo, con la incertidumbre pérfida de quien se sabe jugando a la ruleta rusa. Armada, sin embargo, se dedicará a perseguir “sombras como una mosca hambrienta de carne y mierda humana”. En el trabajo habrá de hallar su salvación: “Así te olvidas de pensar y das sentido al estar allí”, comenta. Se relativiza el miedo, de este modo, dejando –al tiempo– que “el miedo de los otros oculte mi propio miedo”, escribirá Armada en sus diarios, donde también consigna, el 24 de agosto de 1992, lo siguiente: “La muerte puede llegar aquí en cualquier momento, su sombra se cruza con la nuestra con mayor frecuencia que en cualquier otro lugar donde estuvimos antes […]. Ahora sé que sí, ahora sé lo que es el miedo, ahora que apenas he empezado a aprender las primeras lecciones de mi vida”.

 

Podrían ser fuegos artificiales, deberían serlo. Pero son bombas

Entre el estruendo de las bombas y el silabeo de las balas, Armada recorre las calles de Sarajevo para encontrarse con la gente y para llamar la atención sobre su “tenacidad interior”, que les lleva “a presentar a la penuria su mejor cara, aunque casi nadie sonríe”. Sus textos dejan constancia del “pánico secreto” que se agazapa en los boquetes de los edificios heridos por la metralla, y los proyectiles y morteros que caen todo el tiempo en Sarajevo. Contra esa “lluvia de muerte”, Armada opone su  razón de escritura, la de ese diario íntimo que escribe a la luz de un candil, exponiéndose al fuego de los francotiradores y sin dejarse amilanar por los morteros que caen a pocos metros de su hotel. Escribe, una noche: “Podrían ser fuegos artificiales, deberían serlo. Pero son bombas”.

Le pregunto a Armada sobre la irrealidad de Sarajevo, que consigna en sus diarios, sobre el aprendizaje del miedo, si le ha servido en la vida o para qué. Confiesa que pensó que la experiencia en Sarajevo le había preparado para soportar el horror, pero que “después fui a Ruanda y la verdad es que la escala de lo que vi en Ruanda era...”, y hace una pausa, se le quiebra la voz, consigna: “El genocidio fue inaceptable, era de una desmesura... nada te prepara para eso”. Y zanja la cuestión, categórico: “Demasiado duro, demasiado terrible”.

Pero terribles son también las crónicas del segundo cuaderno (de los tres que se incluyen en el libro y que se corresponden con las tres estancias en Sarajevo de Armada y Gervasio Sánchez). Textos sobre la violencia extrema de los chetnicks, los radicales serbios, que llevan al cronista a cerrar uno de sus textos para el diario con la siguiente admonición: “El invierno llega y el mal parece no tener fin”.

El sitio de Sarajevo se ha convertido en un “sitio medieval con armamento moderno”, la ciudad es bombardeada indiscriminadamente desde las colinas que la rodean y los bosnios, que practican una guerra de guerrillas, que buscan el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, son incapaces de hacer frente a los radicales serbios que los cercan, con sus “morteros, lanzagranadas, tanques y artillería mecanizada”. Pero la población de Sarajevo resiste (a pesar de los ultrajes, las vejaciones y privaciones: la falta de agua, luz y comida); su coraje cívico, su dignidad, sus intentos desesperados   por mantener una normalidad aceptable, es la gasolina que los mantiene en pie.

Antes de la guerra, la ciudad era un ejemplo de convivencia étnica, una ciudad cosmopolita y sofisticada. Ahora es una ciudad fantasma, sumida en la oscuridad, donde los perros histéricos “han perdido la razón en medio del cruce de fuego”, y la única música que alienta las madrugadas son las tremendas explosiones que “fragmentan la noche en mil pedazos y dejan el corazón en suspenso”.

Armada cuenta en sus cuadernos que es incapaz de entender esta guerra, iniciada cuando en febrero de 1992 Bosnia-Herzegovina se declara independiente de la República Federal Socialista de Yugoslavia. Los datos, las cifras, se vuelven inimaginables al superar cierta cantidad. Y en esta larga guerra, que durará hasta 1995, habrán de morir más de 100.00 personas; un conflicto que servirá para romper el sueño dorado de Josep Broz, Tito, de “que convivieran pacíficamente musulmanes, serbios y croatas”.

Cuenta Armada que resultaba increíble charlar con la gente de Sarajevo, que le mostraba sus álbumes de fotos, y escuchar cómo unos dedos incrédulos reclamaban la cercanía afectuosa y hogareña de quienes antes fueran sus amigos, sus parientes, y ahora les disparaban desde las colinas. Esos testimonios de los habitantes de Sarajevo, esa perplejidad, produce el paradójico efecto de que comprendamos mejor la guerra, pues nos permite conocer sus efectos, aunque, al mismo tiempo, nos impide entender las razones, los delirios, las imposiciones y la explicación para el sometimiento y la humillación. O quizá sí, y todo sea muy sencillo: la radicalización de las identidades, fomentadas por el ultranacionalismo de los bandos en liza. Eso explica, tal vez, la inusitada explosión de una guerra civil. Cuenta Armada que, de hecho, le recordaba mucho la guerra de Bosnia a la Guerra Civil Española. Su implosión súbita e inverosímil, pero también sus gentes, “y las ciudades, que eran muy parecidas”, dice.

 

Yo me salvo porque escribo

“Yo era pacifista antes de ir a Bosnia, y después de Bosnia ya no soy pacifista. Porque si eres pacifista eres un cómplice de los asesinos”, confiesa Armada. Hemos terminado y nos acaban de retirar los platos; en la mesa se hace el silencio, sólo interrumpido por el ruido de la vajilla que llega desde la cocina. Es la hora de los cafés y el postre. “Lo malo de las guerras es que, al final, en circunstancias extremas, descubres quién eres”, dice Armada, en este intervalo de calma que confiere el estómago satisfecho, tan propicio para las confidencias. Me parece, así, el momento más favorable para tratar de acrisolar esta charla, en tanto que recuerdo cómo el periodista vigués dejó escrito en sus diarios que ir a Sarajevo le sirvió para encontrarse consigo mismo.  

“¿Y qué aprendiste?”, le suelto a bocajarro, sin darle tiempo a pensar. Contesta, rápido y certero, como quien dice algo ya muy bien asimilado y en lo que se sostiene su fe individual: “Descubrí que podía aguantar el miedo, que el hecho de estar allí justificaba el viaje...”. Sí, le interrumpo, esto lo entiendo (ya lo dijo antes, y está escrito en sus diarios), pero me gustaría saber de qué modo modificó tu estancia en Sarajevo tu personalidad, de qué modo te afectó, en qué se fundamenta ese punto de inflexión que fue tu encuentro visceral con la guerra. Armada me replica que no lo sabe todavía, que tiene algunas sospechas. Entonces se produce un momento raro, pues la voz parece que se le ande yendo hacia dentro de la boca, azorada. Tras una breve pausa, me replica con vehemencia armígera: “Pero no sé incluso si quiero compartirlas”. Río, estrepitosamente, no sé por qué; de puro nervioso. Armada, cordial, atento a mi desconcierto, añade farfullando: “Descubres que no tienes respuestas para todo, y que hay cosas que intentas plasmarlo y ponerlo negro sobre blanco, pero hay cosas que no... tienes intuiciones, sospechas, pero que no...”. Y concluye, con un cierto abatimiento, con una voz meliflua que claramente ruega que no le insista más: “No lo sé”.

Me giro a mi derecha, donde aguarda –junto a mis caderas– mi cuaderno de notas y Sarajevo, el libro. Lo abro y recupero una de las últimas páginas. Concretamente la entrada fechada el sábado 13 de julio de 2013, en un vuelo entre Bucarest y Madrid. Armada escribe ahí que “Sarajevo forma parte de mi educación política y periodística”. Entretanto, el cronista vigués habla con otros periodistas sobre las mentiras de los bandos implicados, interesados también en la guerra de la información periodística, de la importancia de las paradojas (“Más reveladoras que la guerra en sí”), de los pequeños detalles iluminadores y de la matanza de Srebrenica.

Al poco llegarán los cafés y los postres; un pastelito árabe para Armada, quien nos seguirá contando más cosas: ahora sobre la juventud actual de Sarajevo, y sus ansias por vivir, como tratando de recuperar el tiempo perdido.” Deseosos por beber, follar, vivir”, dice, “igual que en Madrid”.

Alfonso Armada tampoco tiene tiempo que perder, pues ya le espera un equipo de tv, que acaba de dejar listo el set. Me dice entusiasmado –y cualquiera le tomaría por un periodista en prácticas–: “¿Has visto, has visto cuántas cámaras traen? Es increíble”. “Una maravilla”, añado, contagiado por su ánimo jocoso, mientras le digo que me salgo afuera, a fumar, y a que me dé un poco el aire.

 

 

Foto portada: Sarajevo por Gervasio Sánchez.
Foto interior 1: Alfonso Armada con Edo en la biblioteca bombardeada de Sarajevo (julio de 1993), por Gervasio Sánchez.
Foto interior 2: diarios manuscritos de Alfonso Armada, por Corina Arranz.