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El apéndice sentimental de Rusia

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El pasado 18 de marzo se cumplía un año de la adhesión de Crimea a Rusia. Occidente lo califica de “anexión”. Rusia lo considera una “reunificación”. La reincorporación de la península a territorio ruso fue, como es sabido, el arranque del ciclo de sanciones y un nuevo capítulo en la escalada de tensión geopolítica en Europa.

Un multitudinario acto en la Plaza Roja de Moscú recordó la efeméride el pasado miércoles. El presidente ruso, Vladímir Putin, de quien circulaban rumores sobre su estado de salud tras varios días sin comparecer ante las cámaras, subió al escenario, cantó el himno nacional y dio un discurso patriótico cargado de patetismo. Crimea, dijo, forma parte de “nuestros orígenes históricos, espirituales y como Estado, de lo que nos hace ser un pueblo y una nación unidas”.

Si Moscú es el corazón de Rusia, la península de Crimea es su apéndice espiritual. Fue allí donde, tras haber tomado la ciudad de Quersoneso, el príncipe Vladímir, señor del Kievan Rus, se casó con Ana Porfirogéneta, hija del emperador de Bizancio. Para que la unión fuese legal, Vladímir abandonó el paganismo, fue bautizado en la misma Crimea y adoptó el cristianismo ortodoxo, convirtiendo la religión en uno de los pilares de Rus, una característica heredada por los posteriores Estados rusos. La península ha sido el escenario de muchas de las glorias militares de Rusia, desde la Guerra de Crimea (1853-1856), en la que Francia y el Reino Unido respaldaron a Turquía para evitar que Rusia controlase el Mar Negro y accediese eventualmente a las “aguas cálidas” del Mediterráneo, y en la que combatieron personajes célebres como el almirante Najímov –que organizó, en condiciones adversas, la defensa rusa durante el largo asedio a Sebastopol (1854-1855)– o el escritor León Tolstói, hasta la campaña de Crimea de la Alemania nazi y el asedio a Sebastopol (1941-42) en la Segunda Guerra Mundial. Este trasfondo histórico es raramente tenido en cuenta para entender por qué Crimea es un asunto tan emocional para los rusos.

El Museo de Historia Contemporánea de Moscú inauguró justamente el 18 de marzo una exposición titulada “Crimea: historia de un retorno”. La afluencia de visitantes es constante, y pasado el mediodía del fin de semana –cuando yo la visité– comienzan a formarse las colas formadas por las familias que acuden a verla. El Museo de Historia Contemporánea, en la céntrica calle Tverskaya, es uno de los más modernos de la ciudad, y la dirección incluso ha puesto en marcha un programa educativo con figurantes vestidos con trajes históricos –un revolucionario bolchevique, soldados de ambas guerras mundiales, una 'flapper' de la Rusia de la NEP, una campesina de koljós, etcétera– para acercar la historia al público infantil. La entrada al Museo es gratuita.

Aunque la exposición temporal de Crimea es pequeña (sólo ocupa tres salas), la muestra está muy bien escogida. En la primera sala, que resume la historia de la península, se exponen mapas históricos, trajes folclóricos procedentes del Museo Etnográfico de San Petersburgo, lienzos con escenas históricas y fotografías como las del secretario general del PCUS, Leonid Brezhnev, reuniéndose con un relajado Willy Brandt –con gafas de sol y fumando un cigarrillo– o Mijaíl Gorbachov en su dacha, uno de los escenarios del fallido golpe de Estado de 1991. Una serie de retratos fotográficos del siglo XIX recuerda el complejo tapiz étnico y cultural de la península: rusos, ucranianos, tártaros de Crimea, griegos, moldavos, búlgaros, alemanes, judíos (y, entre éstos, los caraítas). Actualmente, en Crimea viven 2,2 millones de personas: un millón y medio de rusos, 350.000 ucranianos –que consideran no obstante el ruso como lengua materna– y unos 300.000 tártaros de Crimea, además de descendientes de todas las comunidades antes mencionadas.

En la segunda sala el visitante encuentra una cronología y fotografías de la crisis de Crimea en 2014 que terminó con el despliegue de tropas rusas sin identificativo –que en Ucrania recibieron el mote de “hombrecillos verdes” y en Rusia son conocidos como “gente amable”–, el referendo del 16 de marzo, celebrado sin aval internacional y con observadores voluntarios, y la adhesión formal de Crimea a Rusia el 18 de marzo. Bajo una bandera con las franjas naranjas y negras de la Orden de San Jorge hay dos uniformes, uno, el de las improvisadas autodefensas de Crimea –organizadas como respuesta al cambio de poder en Kiev, considerado un golpe de Estado–, y el otro, de los Berkut, las fuerzas especiales de la policía ucraniana, muchos de los cuales llegaron a la península directamente desde la capital tras el triunfo del Maidán. En una de las vitrinas se exponen las crudas armas –bates de béisbol y garrotes– y banderas capturadas a los grupos de la ultraderecha ucraniana en Crimea, y en otra, a la derecha de los uniformes, los restos del calzado y el uniforme de un Berkut, quemados por los cócteles molótov arrojados por los manifestantes en Kiev.

El centro de la tercera y última sala lo ocupa un único objeto iluminado: la estilográfica con la que Vladímir Putin, Serguéi Aksiónov –el primer ministro de la República de Crimea–, Vladímir Konstantínov –el presidente del Parlamento de la península– y el entonces gobernador de Sebastopol, Alekséi Chalyi, firmaron el Tratado de Acceso de Crimea y Sebastopol a la Federación Rusa. Además del texto de dicho Tratado, un mapa de Rusia con Crimea ya incluida y fotografías de la vida cotidiana en la península tomadas durante el último año, se expone una camiseta con uno de los fenómenos 'pop' más inesperados de aquella crisis, que no es otro que el de Natalia Poklónskaya, la fiscal general de Crimea cuya rueda de prensa convirtió rápidamente en una celebridad en las redes por el contraste entre la inocencia de su belleza y la dureza exigida por el cargo. El vídeo de aquella comparecencia fue visto en YouTube por millones de personas y Poklónskaya se convirtió en cuestión de días en una de las personas más buscadas en Google y Yandex (el buscador más utilizado en Rusia). De la fiscal general de Crimea –descrita como 'sex symbol' por The New York Observer– se han hecho desde vídeos musicales hasta un sinfín de retratos 'manga' y cuenta incluso con su propio hilo en 'reddit', donde sus admiradores reúnen todas las fotografías que encuentran de ella. Poklónskaya –la primera mujer, por cierto, en ocupar este cargo de la península– no supo que se la consideraba un sex-symbol en países tan alejados como Japón hasta que fue entrevistada por la cadena de televisión rusa NTV, y entonces despachó el asunto lacónicamente con la frase “me gustaría que me conocieran como fiscal”. Su cuenta en Twitter, @NPoklonskaya, tiene más de 82.000 seguidores.

A la salida, a través de un equipo de potentes altavoces, suena Smuglyanka, una de las canciones más populares sobre los partisanos de la Gran Guerra Patriótica. Sobre Crimea y Sebastopol ondea desde hace un año la tricolor rusa. No parece que eso vaya a cambiar en poco tiempo.