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Cortarse la coleta

Las nuevas utopías
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Existe un dilema dramático clásico que obliga al personaje a elegir entre morir él mismo o dejar morir al ser amado, o, en una versión más elaborada e inteligente que saca de la ecuación la salida facilona del suicidio, a decidir a cuál de sus dos hijos sacrificar para salvar al otro, una disyuntiva que no descarto que ya se planteara en el Antiguo Testamento, ese precursor de los telefilmes sórdidos con moraleja. Existe un dilema más real y cotidiano que nos obliga a escoger entre levantarnos de la cama en mitad de la noche para hacer pis o aguantar hasta que amanezca. El primer dilema tiene una solución incierta; el segundo tiene dos soluciones, una emotiva y otra lógica. La solución emotiva nos llevará a intentar, infructuosamente, seguir durmiendo y soñando, y la solución lógica nos empujará a vencer la pereza y vaciar el depósito, en aras de un beneficio a medio plazo. Es lo mismo que le ocurre a los miembros destacados de Podemos con el espíritu revolucionario: a buen seguro que el corazón les pide (como le pidió a Felipe González en su momento) seguir viviendo el sueño, pero la cabeza les empuja a abrazar la socialdemocracia, levantarse para ir al baño y quedar libres de lastres electorales.

Más simbólica que la decisión ochentera de Felipe acerca del rumbo del PSOE y del país será la que el otro líder (el del partido sin líderes) tendrá que tomar en el futuro, sobre todo si el éxito le acompaña: esto es, la de cortarse el pelo y buscar una excusa que le evite admitir que se ha plegado a los dictados del mercado y de la moda o no hacerlo. Resulta fácil imaginar a Pablo Iglesias pensando en sí mismo como en un Sansón político que podría perder su fuerza (acreditadamente hercúlea hasta ahora) si dejara que el estilista diera rienda suelta a su vocación con su melena, pero me consta que es un hombre leído que sabe que, en el manual de ese mismo estilista, el corte de pelo del hombre de Estado es eso, un corte de pelo y no un saneado de puntas. Escoger entre dejarse la melena o pasarse a la raya al lado en plan Don Draper es escoger entre matar al hijo idealista o al pragmático, y a la hora de hacerlo no es conveniente obviar que, aunque amamos más al primero, este terminará muriendo por sí solo tras meterse en algún loable berenjenal, porque el idealismo tiene tanto de virtud elevada como de enfermedad o práctica de riesgo. 

El problema del idealismo en el siglo XXI no es de exceso de ambición, sino precisamente de falta de esta. El tiempo lo aja todo, incluyendo la moral, y son el tiempo y los tiempos los que han hecho que el reclamar pan y techo para la gente nos llegue a parecer un gesto subversivo que pone en peligro la convivencia. A las viejas y ambiciosas utopías (el comunismo, el anarquismo) las han sustituido otras de andar por casa que, paradójicamente, despiertan los mismos recelos que despertaban las utopías de verdad. Las encrucijadas decisivas en que nos veíamos hace un siglo han dejado su lugar a otras en las que confluyen caminos que llevan a lugares poco diferentes entre sí. Ya no sostenemos que la tierra deba ser para el que la trabaja, sino que no estaría mal que este pudiera labrar las tierras de otro con cierta dignidad; tampoco nos planteamos entregar al proletario los medios de producción, sino en asignarle una renta básica de miseria para evitar que muera de hambre, si bien no que lo haga de aburrimiento, en un presunto alarde de osadía ante el que muchos retroceden entre muecas de espanto. Con sueños tan poco atractivos es normal que terminemos levantándonos para ir al baño en lugar de aguantar en la cama cada vez que nos despertamos y tratar de retomar el hilo onírico para ver cómo termina la historia. 

Sufrimos una época en la que un corte de pelo (no duden que este debate llegará) tiene más papeletas para convertirse en objeto de controversia política que el derecho del ciudadano a decidir sobre su corte de pelo y sobre asuntos más importantes. Hoy por hoy es difícil que un padre se vea en la tesitura de elegir a cuál de sus hijos mata en beneficio del otro o de la Revolución, y como mucho tendrá que decantarse por aconsejar a los dos que emigren en busca de oportunidades profesionales o por permitirles que se queden en casa hasta los cuarenta viviendo de la menguante pensión del abuelo, igual que él mismo. Necesitamos utopías lo suficientemente motivadoras como para inducirnos a luchar por ellas, o una motivación externa (¿tal vez algún tipo de droga euforizante?) para afrontar los retos de todo a cien que se nos presentan con espíritu decidido y ánimo real de cambiar en algo el mundo. El hombre puso nombre a las cosas para que uno se hiciera una idea de lo que son sin necesidad de diseccionarlas, y el nombre de Podemos nos hace pensar que existe en sus bautistas voluntad de acometer misiones utópicas, aunque la utopía a la que aspiran sea la utopía menor que el presente nos autoriza a soñar: al fin y al cabo lo esencial no es lo que uno puede, sino lo que quiere hacer, que es algo que por lo general tiene más que ver con lo que al final hace.