Contenido

Comiendo paella en Madrid con Stuart Hall

Modo lectura

Este 9 de octubre me voy a ir a comer una paella en Madrid, la ciudad donde vivo, trabajo, voto y me recortan la sanidad para celebrar el día del País Valenciano y como acto de suma traición e iconoclastia levantina lo haré en el peor sitio que conozco. Uno con el arroz pasado, lleno de guisantes, con trozos de cerdo huesudos y miles de bigotes de gamba tristemente esparcidos por el plato y cuyo pecado por omisión me producen ácido gástrico y greguerioso: “Los bigotes de las gambas en las paellas madrileñas son la senyera de los valencianos exiliados”. Masticaré todo con placer anarquista e intentaré no pensar en nada porque tengo una relación complicada con mi tierra y no quiero caer en ese odio de acequia de fuerte raigambre valenciana.

"los valencianos nos vamos a tener que sentar a explicarnos qué ha pasado"

Sin embargo, como exiliado económico y por tanto político he conseguido realizar el sueño húmedo de todo valenciano: ser turista en mi propia tierra. Ir al chalecito familiar y espetar a los amigos y amigas de mi edad que languidecen en ese paro y buen tiempo crónico: “¡¡Qué bien vivís en Valencia!!!... ladrones…. ¡¡¡La-dro-nes!!!”. Y pegarme una buena risotada y sacar tripa, porque en Valencia, eso sí, se saca tripa como en ningún lado. Pero aquí lo único que saco son los bigotillos de las gambas de los dientes y cuando lo hago me acuerdo de otros exiliados económicos como La Vilches o Pau Dziga, dos de las personas más brillantes de mi generación, cuyo valioso trabajo florece en otras latitudes. Me acuerdo también de los que se fueron a servir mesas y de los que resisten allí pese a los EREs en CulturArts, el cierre de Canal 9, los continuos recortes, las cíclicas protestas… y entre cartílago porcino y arroz apelmazado me acuerdo también de Stuart Hall.

Porque cuando los Ladrones Regionales de Ultracuerpos desaparezcan, los valencianos nos vamos a tener que sentar a explicarnos qué ha pasado y Stuart Hall puede que sea de gran utilidad. Stuart Hall realizó un estudio en 1988 sobre cómo el thatcherismo había funcionado ante el estupor de la izquierda. Partiendo de la idea de Antonio Gramsci de que uno de los aspectos de la ideología es construir sujetos, modos de estar en el mundo, exponía que el neoliberalismo de la Thatcher no sólo era un fenómeno económico sino también uno cultural que había logrado introducirse en la vida inglesa de los ochenta como un “sentido común” (el thatcherismo no era “ellos” era “nosotros”). Además como buen sentido común, no se trataba de presentar una gran cosmogonía a la que enfrentarse a pesar de la importancia de los discursos de libre mercado y tradicionalismo, sino que la táctica era ir apropiándose poco a poco a de esos conceptos que forman el diálogo social: la familia, el trabajo, el honor, la patria. Todo, claro, adornado de falacias históricas, verdades de sal gorda, bonitas metáforas y como regalo una colección de subjetividades: “El respetable propietario”, “la fiel contribuyente”, “el patriota preocupado”.

Ni que decir tiene que esto a los valencianos nos tiene que sonar como ese himno regional que nos llevan tocando desde hace veinte años una banda municipal y autonómica que ha afinado sus metales en lo peor del neoliberalismo ochentero. Porque esta música ha secuestrado nuestro propio sentido de pueblo, elaborando una forma de ser valenciano donde los iconos nacionales se mezclan con el individualismo y que sólo pasa por ser votante del PP, vocinglero, mil homens, cafre, ruidoso, estraperlista neoliberal y gran malgastador. Un poco al estilo del rey moro que interpreta el cómico Xavi Castillo al grito de “Això es molt car!!, això ho pague jo!!” (¡¡Esto es muy caro, esto lo pago yo!!!). Junto a éste personaje se encuentra el “fallero meninfotista” (el meninfotisme es una descarada despreocupación muy similar en este contexto a la utilización política de Mussolini del menefreguismo),  el “castellonense anticatalanista”, o el “alicantino zaplanista”, reyes del mambo inmobiliario, del agujero de Bankia, del aeropuerto fantasma y de los grandes eventos.

Todo esto, claro, sobre un fondo de color pastel del puto Sorolla con una huerta de esas que ahora cultiva Cotino, unos valencianos en grupa y muchas flores y mucha felicidad. Aurea Ortiz Villeta escribía con respecto a esta imagen en el artículo “De la luz y del amor o de cómo el Levante feliz es un cliché falaz”:

"La expresión “Levante feliz” (…) recoge un concepto que aparece en Valencia desde la segunda mitad del siglo XIX y en un mundo bastante distinto del actual, cuando Valencia se configuraba a trancas y barrancas como sociedad burguesa e iniciaba un largo proceso de industrialización y urbanización. Una de las bases del mito del “Levante feliz”, surgió de la idealización de la huerta, origen de la riqueza y el desarrollo económico, que acabó convertida en el imaginario colectivo en un paraíso de paisajes incomparables y gentes felices que habitaban una sociedad armónica y sin conflictos, cohesionada por el respeto a los valores tradicionales: la familia, la religión, la propiedad de la tierra, esas cosas (…). Les desafío a que encuentren cuadros valencianos de los siglos XIX y XX en los se vea algún labrador trabajando. O donde asome un conflicto social. Quía. No se cansen".

Ah, amigos, pero vino la sequía y desde 2008 parece que en el País Valenciano no ha llovido y la gente, a pesar de no ser muy de conflicto, se revuelve cada vez más: los dependientes,  la Asociación de Víctimas del Metro y los trabajadores de Canal 9 que de ser ventrílocuos populistas pasaron a voces de denuncia. Junto a estos movimientos ocurría algo más importante: la valencianía thatcheriana se resquebrajaba porque ese sentido común estaba construido con un capital que ahora faltaba. Y vino Rajoy, con ese discurso tan nixoniano de la mayoría silenciosa, y tampoco gustó, porque otra cosa no, pero en Valencia somos de poco silencio. Sin embargo, la chulería y la profegada de políticos populistas había dejado de hacer gracia y tampoco se ajustaban con los modos de ese Nixon madrileño que es Rajoy y ese Nixon bronceado que es Fabra y cuyo estilo de funcionario chivato y fiel simbolizaba el ocaso de entender un país.

Ahora, si todo va bien, vendrá la resaca. Los más perezosos de la oposición dicen que la izquierda debería apropiarse del populismo o de lo popular para crear una nueva forma de ser valenciano. Yo delante de este asqueroso plato de paella creo que es el momento en el que el pueblo empiece a contar su propia historia, joder, que seamos poetas de lo nuestro. Aunque sea como Ibn 'Amira para llorar por Valencia:

"Hem dit per sempre adéu a la pàtria nostra! Estimem el seu record perquè allà vàrem passar la nostra joventut i perquè allà vam compondre tants de versos sobre les qualitats dels amics nostres!...".

 

Citas:
Aurea Ortiz: Eines, papers per el canvi social (diciembre 2010)
Ibn ‘Amira: L'Avenç, núm. 16, ps. 44-48. Barcelona. 1979. Consultable aquí