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Clint Eastwood en la Feria del Libro de Granada

Un hombre. Un libro. Un desafío.
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—Disculpe.

Me acerco solícito al señor, que es octogenario.

—¿Sí?

—Estoy buscando un libro pequeño y gordo.

—Ajá.

El octogenario me mira, pero no dice más. Solo hace eso, mirarme con sus ojos apagados .Y sonreír. Yo también le sonrío desde el otro lado del expositor, pero no saco nada en claro del intercambio. El octogenario no me dice que el libro es de botánica, ni de historia del Albaicín, ni de Sierra Nevada, ni de un profesor de la universidad. ¿Un profesor pequeño y gordo? Habría ayudado algo. Bueno, en realidad no porque yo no conozco a los profesores universitarios, ni a los pequeños y gordos ni a los esbeltos con abdominales. Pero al menos habría alargado la conversación. En cualquier caso, parece que el octogenario es de ese tipo de hombres al que no le gusta alargar las conversaciones. Él está buscando un libro pequeño y gordo. Nada más. Seguramente piense que un librero es mejor que Google. Quizá no crea eso, seguramente no sepa lo que es Google. Pero sabe una cosa. Sabe que un vendedor debe conocer su género, guiar al comprador. Como cuando yo voy a la ferretería. Una cosa que es así como plana y de metal, con agujeros donde se meten tornillos… una movida como en forma de ala, sí… un ala en el momento en que el pájaro toma impulso, cuando el ala está en el punto álgido del pájaro, justo antes de batirla… es como un aplique que se parece a las patas de las teles modernas, esas que tienen como garras, bueno, no garras, más bien… ¿Esto? dice el ferretero. Exacto, respondo. Y me voy tan contento con mi objeto indeterminado. Algo así es lo que quiere el octogenario. Que yo sea para él lo que es el ferretero para mí. Una especie de adivino, un santo, un amigo, un traductor. Alguien que posee todos los libros, información sobre todos los libros, que sabe qué contienen los gordos, los pequeños, los grandes y los finos, que puede, con esa información, empezar a hacer una criba. Pasarse en la caseta media hora barruntando posibilidades, eliminando opciones hasta dar con Su Libro, el que buscaba, el que una vez vio y hojeó de joven, donde había un poema que le mandó a una novia que no sabe ahora dónde está pero que la primavera le ha acercado a su memoria. Podría ser más fácil buscar a aquella novia. En el listín de teléfonos, en Google, en las residencias para ancianos. ¿Pequeña y gorda? ¿Alta y esbelta? El octogenario es pequeño, pero no es gordo, y sigue sonriendo, y yo también.  Están siendo, la verdad, unos segundos conmovedores. Todo lo que nos rodea se aglutina en ellos para formar parte del encuentro de nuestros ojos y nuestras sonrisas suspendidas: la fuente de las batallas que tengo enfrente, sus borbotones de agua, la luz de la tarde que destella en los árboles de la plaza y los hace arder de verde puro, el ambiente alegre y absurdo que emana de ese festival frenético de libros, de paseos con las manos a la espalda y de ese poder indeterminado y abstracto que fluye en las cinturas. La primavera, para resumir, y el conglomerado de cultura que ni de coña la hace trascender (solo es un aderezo).  Yo no sé cómo hacer que la situación cambie, o quizá es que no quiera que cambie. Porque podría decirle, como quizá haga en un rato, que necesito más información. Pero no lo hago todavía. Es un hombre único, en peligro de extinción. Un viejo bastante viejo, octogenario por arriba —cerca de los noventa debe andar—, con un bastón que mola y el escaso pelo de los laterales desfondado, movedizo, nervioso, casi borracho, lenguaraz: esgrimiendo opiniones sobre el propio viejo al que pertenece, sobre la tarde, sobre mí.

—Esta es la caseta de la Diputación de Granada y solo tenemos libros editados por la Diputación de Granada. No tenemos nada de María Peñas.

—Dueñas.

—Tampoco. Solo libros de la Diputación.

Si la persona es joven, o madura, o un poco mayor, les digo eso. Porque es más o menos eso lo que suelen preguntar los que no saben que aquí solo se venden libros de la Diputación. Por el puto best seller. Pero el octogenario me ha pedido un libro gordo y pequeño y me sonríe, y yo le sonrío. Eso es lo que hay por el momento y no parece que ninguno de los dos vaya a hacer algo que cambie las cosas por ahora. Por un instante pienso que puede ser una broma, o algo peor. Que va a empezar a reírse como Vincent Price y que va a caer un rayo en la caseta y se van a quemar todos los libros, y yo con ellos, mientras él se marcha riendo a mandíbula batiente, echando la cabeza hacia atrás y alzando su bastón al cielo como el cetro de un dios cabrón y alejadizo. Pero no. Se trata solo de un hombre. Un hombre que pertenece a una estirpe que está a punto de desaparecer. De la estirpe del mundo pobre, sencillo y sonriente, de la estirpe de hombres que huelen la hierba y tocan con su bastón las cosas de la calle para ver si son duras o blandas, si se mueven, de los que saludan a los vecinos y contemplan el empedrado del Realejo, de los que echan de menos la fábrica de alfombras, que ahora es un bar de tapas pijo, de los que tararean canciones de posguerra. En su mundo, su petición habría bastado. En el mío, no. En el suyo en realidad ya tampoco, aunque debería hacerlo en ambos. O quizá no, pero a mí me gustaría que lo hiciera, aunque para eso tendría que haber menos libros. Y mejores libreros. Y no es el caso.

A veces, cuando no estoy solo en la caseta, salgo a dar una vuelta por la Feria. Miro libros, o visito a unas amigas. Tengo tres. Dos de ellas son hermanas y regentan la caseta de Ubú, la mejor librería de Granada con diferencia. Ayer les compré un libro para mi hermana, que acaba de cumplir los cuarenta. Y mi amiga de la caseta de la Junta de Andalucía, con la que a veces fumo. Más allá de haber sido contratada por la Junta para vender sus libros, no tiene nada que ver con la Junta, pero tiene que aguantar los desmanes de muchos que por allí pasan y se acuerdan de los ERE. También a un hombre que es de Orce y le pregunta un día sí y otro también si tiene libros de Orce, que le dice que es una inculta por no tener ni un solo libro del Hombre de Orce, que es el hombre más antiguo de Europa, copón, a ver si te enteras ya. Claro que este era subnormal. Quiero decir, de rango clínico. Por las mañanas hay por la Feria muchos retrasados que vienen en grupo con sus tutores y también muchos parados, que suelen ser bastante cultos y se pasan el día leyendo de pie los libros que no pueden comprar. También hay locos que te quieren vender lápices o te cuentan sus aventuras, que suelen ser un coñazo porque son como el Finnegans pero sin la textura del Finnegans (o sí, pero yo, entre que tengo que atender el negocio y que la literatura oral impuesta me deja como ausente, no las disfruto). También hay muchos jubilados. Normalmente son ásperos, te hablan como si fueras su hijo y no tuvieras ni puta idea de nada a pesar de habértelo enseñado todo. A menudo te pasas en la caseta media hora seguida sin hacer nada, mirando la plaza, ordenando los libros y observando a los que hojean el género. Pero, de repente, ocho senectos aburridos, como conectados por algún tipo de reloj interior, alzan sus brazos como si fueran a clavarte unas banderillas (el billete en una mano, el libro en la otra) mientras al unísono escupen a través de sus dentaduras incomprensibles perdigones solapados que traducen sus ya horadados e intemporales ceños, habituados a fruncir. Y te bloqueas. La tranquila petición del octogenario no solo es un reverso, sino el descubrimiento de una verdad con nombre de libro: la vejez entendida como una de las BB. AA.

Creo que mientras el octogenario y yo nos miramos ha empezado a sonar en los altavoces dispuestos por la Feria del Libro el inicio de un corte del “Allelujah!”, el disco de Godspeed You! Black Emperor. No me acuerdo cuál. Creo que ese que empieza con unos platillos y va ascendiendo poco a poco hacia un sitio inquietante (me temo que no es una descripción muy iluminadora, ni siquiera para quien conozca al grupo). Soy yo el que no está respondiendo, el que no está dando el paso para hacer que todo avance, quien no se ha animado a decirle que la información es escasa. Sin embargo, el viejo no está entendiendo el silencio como un modo de ironía. Y está bien que así sea, porque no lo es. Compruebo que no suena “Allelujah!” en los altavoces (donde a veces una joven informa de quién firma y dónde, y de las conferencias y charlas que hay en la caseta central) sino algo de Mahler. Mahler a veces recuerda a la banda canadiense, bueno, al revés, es la banda la que recuerda a Mahler, y tampoco: me lo recuerda a mí, pero eso es porque he escuchado poco a Mahler (lo he hecho aquí y en casa de mi hermano, una vez, creo). Ahora, quizá por culpa de la música, la entrevista se revela como una batalla. Y soy yo quien la está perdiendo (si es que es una batalla y no una forma diferente de entender el tiempo: puede que para él los diez segundos que llevamos mirándonos y sonriéndonos hayan sido solo dos, mientras para mí han sido cuatrocientos). Casi me arranco, pero no, no le digo que la información que me ha proporcionado es escasa. He estado a punto, pero ¿para qué voy a hacerlo? ¿Para que se vaya? No quiero que se vaya. Quiero encontrar el libro gordo y pequeño. Ser un librero competente. La verdad es que para eso tendría que ser el mejor librero de la historia y quizá sea el peor, pues llevo dos días ejerciendo y no paso de aprendiz despistado que tiene que mirar todos los precios en la hoja de precios y luego quitar el diez por ciento mirando durante demasiado tiempo el techo de la caseta. Pero no es una batalla. Es un aprendizaje. Una experiencia iniciática. El octogenario ha venido a bautizarme. Es como el brujo que hay al inicio de los puentes colgantes que penden sobre un río de lava, ese que hace preguntas alegóricas y es un humanista (la capacidad para desentrañar metáforas es lo que importa para no caer del puente y derretirse). Me separo del mostrador. Retiro un instante la mirada. Cojo el facsímil de este año, el libro de la feria, que publica cada año la Diputación. “Defensorio de la lengua castellana y verdadera ortografía contra los padrastros, bastardos y superfluidades de ella” de Domingo Antonio Rodríguez de Aumente. Se trata de una fiel reproducción de una obra editada en el siglo XVII. Es un libro gordo y pequeño. Un artefacto adecuado a la información que me ha proporcionado y también a la edad del cliente. Y a la intensidad literaria del encuentro.  Cojo el libro y lo alzo lentamente ante sus ojos. Él sigue sonriendo y mira el libro un instante. Entonces, muy despacio, girando el cuello todo lo que es capaz de girar la vetusta musculatura que mantiene su cabeza erguida, hace un gesto de negación. No está Patrick, mi jefe, ni Manolo, ni José Luis, mis compañeros. Y no oigo a los del taller de impresión, de la caseta contigua. Sigue sin acudir nadie a ver nada de lo que tenemos expuesto. Y es extraño, no es hora punta, pero  siempre hay gente mirando los Libros de la Estrella, la colección que más vende, u hojeando algunos del Centro Guerrero. La fuente de las Batallas sigue escupiendo agua, han encendido las luces. Ya no suena Mahler. Ahora es Ennio Morricone. Habría estado bien algo de spaguetti western. Alguna de esas genialidades con silbidos. Pero es la genialidad de La Misión. No deja de acertar, quien sea que esté a cargo del hilo musical esta tarde. Busco más libros gordos y pequeños. Pienso en preguntar por el color. Pero creo que puede ser un error. Puede que entonces me equivoque y no pueda pasar por el puente colgante. Tengo que ceñirme a la información dada. Entender que ahí y solo ahí está la respuesta. Alcanzo un libro de Muntadas. Es pequeño y gordo, no muy gordo ni muy pequeño, pero más o menos gordo y pequeño. Y negro. Camino hasta donde está el octogenario. El viento le desbarata el pelo con más violencia que antes. Se intensifican los compases de Morricone. Veo su barba cana cortada, mínima, como ordenada purpurina sobre la piel cetrina. No digo nada. No digo “¿y este?”. Las palabras no tienen cabida en los momentos importantes. Solo le pongo delante el volumen, muy despacio, con cierta solemnidad y mucho respeto (por el viejo y por el libro). Él lo observa, pero no hace ademán de cogerlo, sino que se mantienen inmóvil, igual que con el facsímil. Después vuelve a negar pausadamente. Cojo el libro de las fuentes. Se lo muestro. Niega. El de historia anarquista de Casas Viejas. Niega. El facsímil de hace años, el del viajero. Niega.

El viento ahora suena. Como suena a menudo en el cine y no en la realidad. La música ha cesado. La fuente sigue vomitando. El viento silba en ráfagas, como si fuera el sonido de látigos lejanos. Los cabellos grises del octogenario son esos látigos. Él sigue sonriendo.

—Me temo que no tenemos el libro que busca –digo finalmente—. Lo siento.

Él asiente con la cabeza y hace una ligera reverencia con la cabeza. En cuanto se da la vuelta empieza a sonar por los altavoces “L'Uomo Dell'Armonica”, del compositor italiano. Intento recordar dónde salía. La muerte tenía un precio. Un escalofrío me recorre el espinazo. Mientras se diluye por la rabadilla, miro al octogenario caminar por las casetas dispuestas en la plaza. La gente, a su paso, parece apartarse. El poncho que le cubre el cuerpo hondea tenuemente. Se detiene a encender un pequeño puro con una cerilla. Luego retoma su camino, se cala el sombrero y desaparece poco a poco por el paseo de las Angustias.