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Burgueses, yonquis, griegos y pajilleros

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Vaya fin de semana que me ha dado el pesado de Marcelo. Cuando se pone en plan Willyto Lerdo no hay quien lo aguante. Ahora está celebrando la victoria de Syriza, partido al que ha ido cogiendo aprecio a la par que perdía interés en Podemos. Ya se sabe que la distancia es un potente pegamento para los afectos, que el sfumatto embellece las figuras, tanto como la cercanía acaba por disolver las pasiones o cambiarlas de signo a fuerza de definir demasiado los contornos del otro. No sé si me explico, la imagen hiperrealista de Marcelo masturbándose en mi silla de trabajo me ha dejado tan perturbada que me cuesta encontrar las palabras precisas.

Burgueses a las puertas de Tannhauser

El viernes Marcelo me arrastró a una presentación en la librería Enclave: Víctor Lenore cual buda feliz moderaba una charla sobre “El fin de la clase media desde una perspectiva cultural” con Esteban Hernández, David García Aristegui y Carlos Pardo.  Hernández, cuyo ensayo El fin de la clase media ha llamado la atención de prohombres como José Antonio Marina, Joaquín Estefanía o Juan Carlos Monedero, estableció el marco de la discusión en la enajenación que vivimos en España, donde pese a ser cada vez mayor la brecha entre ricos y pobres, y por tanto cada vez menor la clase media, todos nos pensamos como burgueses acomodados, incluso aunque trabajemos como camareros o estemos en el paro. Los ponentes no parecían ponerse de acuerdo en si la clase media, tan denostada en el pasado en ámbitos radicales por ser considerada un cortafuego para el avance revolucionario, merecía o no ser reivindicada. Lo que sí estaba claro es que era algo del pasado que había sido sustituido por otro cosa, algo que algunos llaman precariado aunque a Carlos Pardo no le parecía un nombre ajustado a la pauperización reinante: “Si ganas mil euros y tienes más de 35 años ya no eres precario, eres pobre”. A mi lado Marcelo, con sus 36 años recién cumplidos, asentía suspirando por su condición de triste teleoperador cuyo sueldo no llega a 700 euros; como todavía no me había enfadado con él y en el fondo soy compasiva le tomé de la mano como muestra de apoyo.

Pardo, del que visto de cerca nunca dirías que es guapo pero que en el sfumatto de sus digresiones resulta la mar de atractivo, soltó una perla más: que en España el único proyecto cultural que parece abordarse con seriedad es montar un bar, montar un bar en provincias y llamarle Las Puertas de Tannhauser.

Se habló de la precariedad laboral en el ámbito cultural: de la huelga de la FNAC, de la paradoja de una librería como La Central donde sus directivos presumen de ser radicales izquierdistas mientras martirizan a sus trabajadores, del caso reciente de los falsos autónomos de la revista Playground y del escándalo del Primavera Sound buscando mano de obra dispuesta a trabajar por 2,56 euros la hora. La intervención más lúcida de la tarde fue la de Aristegui aludiendo a la cantera cultural de la hostelería: de cómo los bares estaban llenos de músicos, actores y escritores que aunque pasaran los años seguían considerándose de paso, en espera de dar con la canción del verano, ganar un óscar o el premio Planeta y poder dedicarse en exclusiva a su arte; ese estar de paso y “ese sentirse tan original hasta el punto de creerse irrepresentable” eran para Aristegui los mayores obstáculos para la movilización sindical, según él, la única manera de acabar con las condiciones de explotación. También señaló con gracia el carácter desmovilizador de algunas consignas actuales como esa de que somos el 99%, como si la situación de un empleado de banca, un funcionario, un parado o un mimo que se gana la vida en la calle fuera la misma. “Aquí parece –concluyó– que sólo tenemos tres soluciones para todo: la Renta Básica, con la que se pretende resolver todos los problemas de desigualdad; montar cooperativas, lo cual sin un marco de apoyo institucional es una manera de precarizar; y hacer una asamblea. Algunos incluso despejan balones con declaraciones tan tranquilizadoras como inútiles diciendo que la solución es la educación o la ética, no la lucha por las mejoras sociales”.

Al final, claro, se acabó hablando de Podemos, como se habla en el circuito de enterados madrileños: criticándolos sin dejar de repetir que tal y como está el asunto mejor ellos que cualquier otro. Pardo dijo que él no los iba a votar pero que esperaba que todos nosotros lo hiciéramos. Aristegui apuntó su reserva, “los de Podemos y los de Ganemos han estado en Chiapas, en Venezuela, en el Sáhara; han parado desahucios también, pero ninguno de ellos ha tenido la menor experiencia en conflictos sindicales”.

El público intervino con bastante animación y  las dos horas se pasaron volando aportando pruebas sobre la dificultad de luchar juntos y de abandonar el  individualismo dominante. Marcelo y yo nos marchamos entonces a cenar y como no paraba de darme la murga con que yo era más individualista y burguesa que él, acabé por invitarlo a una hamburguesa (pillan la gracia) para que se callara la boca, cosa que no conseguí pues se puso ante mi desinterés a contarme la historia de Syriza y de su líder Tsipras. Luego al llegar a casa se quejó de que le había sentado mal la comida y no quiso que hiciéramos el amor.

Christiane F., la yonqui superstar

El sábado nos dedicamos a perrear. Marcelo leyendo sobre las elecciones griegas y yo la autobiografía de la yonqui más famosa de Alemania y de parte del extranjero. Yo, Christiane F., mi segunda vida, son las memorias de Christiane V. Felscherinow transcritas y ordenadas por la joven periodista Sonja Vukovic, un relato sobre el infierno de la droga con ramalazos de moralina que de manera involuntaria retrata bien la figura contemporánea del famoso sin mérito. Christiane F. a la tierna edad de 15 años triunfó en la Alemania Federal gracias al cuento de sus tropelías y adiciones publicado por la revista Stern en 1978. Los niños de la estación del zoo que así se llamó aquella biografía de quinceañeras que se prostituían para pagarse un pico fue llevado al cine dos años después por Uli Edel con el título de Christiane F. Hijos de la droga. Aquella película se hizo mundialmente conocida y con ella nuestras madres nos aleccionaban sobre los peligros de drogarse, antes incluso de que supiésemos lo que era un porro. Ahora Christiane –cuya decadencia ha sido puntualmente seguida por la prensa rosa y amarilla en su país–, cumplidos los cincuenta y uno, con el hígado destrozado, desposeída de la custodia de su hijo y enganchada a la metadona da su versión de los hechos.

Dejando a un lado las continuas justificaciones psicoanalíticas que ensucian el relato, la ordenación tramposa de los sucesos (con la reserva para el final del carácter paranoico de Christiane que debía de haber aparecido desde el principio), las injustificadas y ñoñas intervenciones de la periodista (en el postfacio y en un capítulo entremedias) y la discutible visión de la drogadicción como una enfermedad de imposible curación, Yo, Christiane F., mi segunda vida es un testimonio valioso de una pionera en eso tan contemporáneo de vivir de una fama sin logro. Christiane F. no ha hecho casi nada en la vida más que drogarse gracias al dinero que le reportaron los derechos de aquel primer libro y de aquella película. Intentó hacer algo en la música insistiendo en su condición de drogota, pero temas como “Ich bin so süchtig” (“Estoy enganchadísima”) no acabaron de funcionar. Tampoco sus apariciones en un par de películas le permitieron desarrollar una carrera de actriz. Eso sí, era guapa con avaricia, lo que explica la fascinación de su personaje público y que se le abrieran tantas puertas en su juventud.

El personaje del maldito no es una invención de la contracultura, ya la voz de Orfeo venía autorizada por una vida desgraciada, como si para conmover al oyente hiciera falta pasar antes por los infiernos. Pero si en su vida maldita Christiane F. no es original sino una pieza más de una larga tradición, aporta en cambio la novedad de no hacer nada, de ser famosa simplemente por encarnar el personaje de la niña descarriada en el imaginario colectivo. A la yonqui superstar le basta con drogarse y montar un numerito de cuando en cuando. La falta de voluntad para desengancharse se convierte en ella en la virtud de ser fiel al relato, una historia que acaba por pasarle factura pues como manda el tópico los yonquis mueren solos o acaban, como ella, medio loca compartiendo piso con 15 perros, sin que importe que años atrás se haya codeado con David Bowie, Nina Hagen o Patricia Highsmith.

Los capítulos más hermosos son los de su estancia en Grecia y sus amores con Panayotis, un yonqui griego de vida nómada que cuando lo conoció vivía dentro de un árbol. Con la excusa de Grecia y el objetivo de estimular sexualmente a Marcelo y que de una vez por todas me tomase después de más de una semana de abstinencia, me puse a la hora de la siesta a leerle  un fragmento picantón de Christiane hablando de Panayotis:

“Cada vez que nos acostábamos, yo tenía un orgasmo. Con una resistencia envidiable y una combinación perfecta de agresividad y delicadeza me acariciaba entera. El hecho de que me amase con tan poco pudor y tanta intensidad provocaba que me quisiera más a mí misma.”

De nada sirvió, a Marcelo no le interesaba esa Grecia de yonquis trashumantes.

11 millones de griegos

Después de un día de perreo (a lo Christiane F. pero sin drogas) llegó la noche y nos fuimos a cenar al bar de al lado y nos encontramos con un amigo mío que precisamente había vivido muchos años en Corfú regentando un hostal para extranjeros alemanes. Marcelo, como no, al saberlo le preguntó por las elecciones griegas del día siguiente, no sin antes dar una exhibición de conocimientos recién aprendidos sobre la crisis, el impago de la deuda y el Plan de Salvación Nacional de Syriza. Mi amigo no pareció compartir entusiasmo alguno y se limitó a decir que Grecia no existe, que lo que existe son los griegos, 11 millones de personas sin ningún sentido de Estado. Que a Grecia no hay quien la salve, con o sin deuda, porque allí cada uno va a lo suyo, y que no se puede acabar con la corrupción porque entre otras cosas no se puede meter a la mitad de la población de un país en la cárcel.

Marcelo se quedó un rato callado antes de llamarlo mentiroso y soltar en plan metralleta ejemplos que había memorizado unas horas antes y que para él demostraban la revolución contra el neoliberalismo que se estaba dando en Grecia: el caso de las “clínicas sociales”, centros de salud autogestionados por médicos y enfermeras despedidos de la sanidad pública; y las más de trescientas  organizaciones de solidaridad que consisten en bancos de tiempo y bancos de alimentos igualmente autogestionados para paliar la creciente miseria a base de trueque y apoyo mutuo. Cuando Marcelo terminó su encendido parlamento, mi amigo se echó a reír y le preguntó con cierta malicia cuántas veces había estado en Grecia. Marcelo contestó que ninguna pero que estaba lo suficientemente informado y que todos nos deberíamos de alegrar de que la Coalición de Izquierda Radical (Syriza) ganase las elecciones. “Sólo con que el presidente de un país no lleve corbata es un gran progreso”, dijo Marcelo refiriéndose a Tsipras. Mi amigo replicó con tranquilidad que poco iba a lograr cualquier gobierno y que ninguna confianza le merecía un líder, por muy izquierdista que se diga, que en las últimas semanas se había dejado ver con el arzobispo de Atenas, había quitado la foto del Che de su despacho y se había declarado seguidor de Roosevelt.

El desencuentro podía haber terminado ahí, pero el tonto de Marcelo se puso en plan Willyto Lerdo, como un energúmeno, a decirle que gracias a gente como él el mundo estaba como estaba. Menos mal que mi amigo se echó a reír sin darle importancia; dándome dos besos, se despidió de mí  ignorándolo, con un “a ver si nos vemos pronto en un sitio con menos ruido”.

Y un apasionado pajillero

De vuelta del bar, Marcelo seguía lamentando que occidente estuviera lleno de burgueses individualistas y cínicos. A punto estuve de decirle que mejor se fuera a su casa y me dejase en paz, pero tampoco me apetecía terminar un sábado enfadada y durmiendo sola. El asunto es que llegamos y Marcelo, como estaba muy alterado, se quedó en el salón navegando por internet, leyendo más cosas sobre Grecia. Yo me fui a la cama y me quedé dormida. Pero al rato, no sé muy bien por qué, me desperté y vi que la puerta de la habitación estaba cerrada. Con cuidado la abrí y me encontré con un salón en penumbra y a Marcelo con los auriculares puestos masturbándose como un poseso frente a la pantalla de mi ordenador. Me enfadé, claro, no porque se masturbara sino porque hacía más de una semana que me rehuía sexualmente y, también, es verdad, porque no lo había visto jamás así de entregado cuando follaba conmigo. Cuando encendí la luz se asustó y rápidamente se subió los pantalones. Sin darle tiempo a decir nada lo cogí del brazo, abrí la puerta del piso, le di su chaquetón y lo eché fuera.

El domingo ha transcurrido sin que Marcelo llamara para disculparse. Ahora mientras escribo esto para desquitarme, él anda celebrando la victoria de Syriza en Facebook, compartiendo el vídeo de Zorba el griego bailando el sirtaki y reproduciendo las palabras de Tsipras: “Habéis vencido el miedo y recuperado la esperanza y la sonrisa. El sol vuelve a brillar sobre Grecia”.

No sé si será verdad eso que se decía al principio de la crisis, que Grecia es el país del futuro. Supongo que habrá que ponerse contentos y que sonreír, olvidar por un momento que vivimos en una mentira de burgueses que no lo son, de individualistas que hablan en nombre de la revolución colectiva, de yonquis que viven rodeados de perros, de famosos sin mérito y de pajilleros que prefieren masturbarse a follar en compañía. Sonrían conmigo, el futuro ya está aquí.