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Birdman o el Narciso confundido

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Marcelo está deprimido, dice que este año somos todavía más pobres. Se refiere, claro, al corte de rollo que le ha dado la nueva ley de propiedad intelectual al obligar a su querida Seriesly a romper todos los enlaces que permitían ver series gratis. Según él tendríamos que levantarnos contra lo que considera un atropello intolerable: “Los jóvenes no hemos tenido acceso a la vivienda ni a un trabajo digno, y para una cosa de la que podíamos disfrutar sin cortapisas, nos la joden. Ya ni acceder a la cultura podemos. A ver, por cierto, que hacen los de Podemos al respecto, ahora que pone en el periódico que están a la cabeza del pelotón”. Marcelo está indignado porque considera que su vida miserable de teleoperador deja de tener sentido si no está acompañada por la gratuidad de las series que se ventila a razón de tres capítulos diarios. “Antes morirme que pagar” es el sonsonete con el que me martiriza estos días cuando le propongo que se haga de algunas de esas plataformas de contenidos a la carta. “Piratas son ellos, seguro que los de Yomvi no le han pagado ni un duro por derechos de autor a los de Yonkis, cuando está clarísimo que le han robado el nombre”.

—Marcelo no te pongas en plan Willyto Lerdo.

El caso es que ahora que está desanimado y sin series me presta más atención, lo cual no sabría decir si es una buena o una mala noticia. Por Reyes le regalé el libro de Piketti, el de El capital del siglo XXI, por probar si con eso se entretenía, pero nada, la lectura ya no le da solaz. Así que ayer lo invité al cine a ver la película intensa del momento: Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia). Y triunfé.

—¿9,20 euros cuesta ya una entrada de cine?

—Sí, un par de euros menos de lo que te costaría al mes tener todas tu series a la carta.

Con esta conversación entramos a la sala en la que no cabía un alfiler. Pero fue empezar la película, con esos sonidos de batería afinándose, y Marcelo, que de adolescente toco el bombo en la banda de su pueblo, ya estaba entregado. La película es un solo plano secuencia guiado por las idas y venidas de sus personajes durante los tres días que van del preestreno al estreno de una obra teatral en Broadway; un plano secuencia muy bien falseado que conduce al espectador como una bola de pinball por los intestinos del teatro, con salidas eventuales a la calle que sirven de contrapunto irónico al encierro, y digo irónico porque el afuera es un espacio tan enmarañado y teatral como el adentro, una suerte de adiposa tela de araña donde las redes sociales, las producciones culturales, los viejos periódicos y cuantas cosas quieran ustedes añadir se entrelazan e interconectan con la mente neurótica que nos habita por dentro. En el ambicioso quinto largometraje del mexicano Alejandro González Iñárritu, lo interior y lo exterior, la realidad y el delirio, se confunden como espejos que se miran, multiplicando las lecturas posibles.

Un juego que va más allá del discurso propiamente dicho, nutriéndose de las carambolas de tener como protagonista a Michael Keaton, el Batman de hace 20 años, que encarna aquí a Riggan Thomson, un popular actor en horas bajas, cuya fama se debe a la saga de un superhéroe pajarero (Birdman), empeñado en esta ocasión en redimirse con una adaptación teatral de Raymond Carver. Lo metacinematográfico no se acaba en este superantihéroe interpretado por Keaton, también con Edwar Norton hace Iñárritu un guiño doblemente espejado al darle un papel de estrella caprichosa obsesionado con la verdad de la ficción. La música —la influencia secreta, que decía Coppola— ayuda a mantener el estado de enervamiento que trata de plasmarse, con febriles solos de batería de jazz alternados, para marcar los momentos de feliz enajenación del protagonista, con momentos más sinfónicos.

Cuando salimos del cine, Marcelo no paraba de hablar. Para él se trata de la película que mejor retrata el malestar del sujeto contemporáneo, ese ser preso de la autoimagen que el mismo recrea una y otra vez en los múltiples perfiles virtuales con los que nos abrimos paso en esta realidad cada vez menos física donde pasan muchas cosas pero no hay espacio para el suspense y la atención. Que sea Raymond Carver y su cuento ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?los elegidos por Riggan Thomson para adaptar, permite comparar el universo austero del escritor —ese laconismo nada afectado donde se cumple la característica principal con la que describía Borges la poesía, es decir  “la inminencia de una revelación que no se produce"— con la realidad recargada, ruidosa, charlatana y agitada del mundo de hoy. A mí me dió la impresión de que por momentos tanta pirotecnia resultaba excesiva e inecesaria, pero Marcelo no estaba de acuerdo: "El exceso sólo se puede retratar con el exceso".

Viendo la aceptación que tenía Birdman en la sala, y el carácter autorreferencial y metaficcional del argumento,  recordé una lectura reciente, La filosofía pasado el mañana de Stanley Cavell, en la que después de calificar el periodo artístico moderno como marcado por las escisiones del público y la adopción por parte de las artes mayores del enfoque autorreferencial de la filosofía (teatro que habla del teatro, literatura que habla de la literatura, etc.) dice que “el medio fílmico […] admite la seriedad de lo moderno sin necesidad de dividir a su público entre elevado y bajo, avanzado y filisteo”. Efectivamente esta será la película de la temporada y las masas que irán a verla disfrutarán de los guiños metadiscursivos que abundan en las dos horas de metraje, un disfrute sin complejos que difícilmente se puede trasladar al resto de las artes.

Muchos son los temas que se barajan, a mi parecer, demasiados, al de Marcelo, los justos, según sus propias palabras: “La película habla de todo aquello que resulta importante en estos momentos, del desastre de nuestras relaciones amorosas y familiares, al desastre del arte, pasando por el desastre de nuestra relación con nosotros mismos en un mundo lleno de conexiones que nos incomunican. Desde la serie Black Mirror no había visto nada tan certero”. Con todo lo favorable que podamos decir de Birdman —perdonándole algunos diálogos algo ñoños—creo que su problema es haber renunciado al realismo: los planos entre los hechos, el delirio y lo sobrenatural se mezclan malamente quitándole eficacia narrativa al relato. Otra cosa habría sido si los superpoderes de Riggan Thomson y sus excursiones voladoras no hubieran sido más que alucinaciones del personaje debidamente reflejadas como tal, entonces estaría de acuerdo con Marcelo en que nos hallaríamos ante el gran retrato del Narciso contemporáneo, pero tal y como se presenta el asunto, para mi gusto, le sobra confusión metafísica y le falta realidad.

Ya me dirán, cuando la vean, que piensan ustedes del asunto.