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¿Quién teme a Judith Butler?
A principios de noviembre, Judith Butler vino a Barcelona para dar una charla en el CCCB en el marco de la exposición + Humanos: el futuro de nuestra especie y como invitada en el ciclo D.O. Europa 2015 que tuvo lugar en El Born Centre Cultural. Butler, que es catedrática de retórica y literatura comparada en la Universidad de Berkeley y autora de varios libros de referencia como El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, Cuerpos que importan, Marcos de guerra o Las vidas lloradas, asiste algo desganada a un photocall y hasta firma autógrafos. Como Žižek o Rancière, está en esa liga de pensadores que hacen de cabeza de cartel y agotan las entradas en cuestión de horas. En el CCCB la escucharon 850 personas. ¿A qué se debe tanta fascinación?
Al final de Deshacer el género Judith Butler explica que cuando tenía 12 años le preguntaron qué quería ser de mayor y dijo: filósofa o payasa. Sus profesores, en cambio, le auguraban un futuro como criminal, así que la castigaron a estudiar con el rabino. Lo primero que le preguntó fue porqué a Spinoza le excomulgaron de Israel. Ahí ya tenía 14. En otro fragmento se describe como una joven lesbiana leyendo a Hegel en un bar gay que, al caer la noche, pasaba a ser drag. De alguna manera yo querría volver a ese lugar y no tener que negociar los minutos con los que poder charlar a solas con ella. Contrariamente a lo que esperaba, Butler no es nada excéntrica ni es de esas figuras que ya van con la respuesta preparada. Ya de entrada me comenta que no cree que lleguemos a definir ontológicamente lo que de verdad es el ser humano. Y no será que ella no lo ha intentado, pero hay tanto desacuerdo.
Debo confesar que antes de leerla, yo era razonablemente feliz comprando su idea de que el género era una construcción, un acto performativo. Esa idea me parecía acorde a mi experiencia, pero entonces cogí El género en disputa, su primer ensayo. De entrada me sorprendió la fecha. ¿1990? Joder, sí que es viejo el libro, de cuando estalló el sida. Segunda sorpresa: a la que me voy metiendo, empiezo a no entender nada. Si pide préstamos al psicoanálisis (Freud, Lacan, Kristeva…), también le hace muchas objeciones. En sus páginas hay trufitas tipo: “El hecho de que la máscara ‘domine’ y también ‘resuelva’ estos rechazos indica que la apropiación es la estrategia por medio de la cual esos rechazos de por sí son rechazados, doble rechazo que acentúa la estructura de la identidad mediante la absorción melancólica de quien, en efecto, se pierde dos veces”. ¡Muy buena, Judith! Con esto en mente, le improviso una situación. Y así arranca la entrevista.
Pongamos que estamos en un bar, aquí en España, donde el post-estructuralismo ha tenido una recepción tardía y algo chapucera. Se lo comento porque a la que empiece a hablar de la heterosexualidad como algo construido socialmente, siempre habrá alguien que le dirá: “Escuche, ya puede ser el sexo una ficción normativa o el nuevo perfume de Madonna, que al final todos venimos de un pene y una vagina”. Fin del tema. ¿Cómo respondería a eso?
—(Risas) De entrada quiero matizar que en los bares yo me he encontrado a gente muy dispuesta a hablar de post-estructuralismo pero si lo que quieres es invocar a la persona “ordinaria”, a la que toma como punto de partida lo material, lo visible y “se deja de historias”…, ¿qué le diría? Si tengo que explicarle de dónde vengo, podría empezar por ese pene y esa vagina, pero es algo muy extraño de hacer porque ese pene y esa vagina… ¡tendrán que pertenecer a alguien! Y esos “alguien”, además, tendrán que estar de algún modo relacionados. Esa relación podría ser consensuada o no, podrían estar casados o tener un lío de una noche, quizás se conocieron en ese mismo bar que mencionas, hablando, ¿por qué no?, de post-estructuralismo (risas). Podría ser que la mujer fuera lesbiana y que el hombre se masturbase y dejara el resultado en un frasquito, que su esperma fuera transferido a su vagina, o también que la mujer congelase los óvulos y la reproducción sucediera incluso fuera de su vagina. Lo que quiero decir con esto es que la reproducción sexual no es un simple hecho biológico. Los componentes de esa reproducción están organizados socialmente y es difícil abstraerlos y pensarlos aisladamente, fuera del marco que los regula. Y más adelante dirá: pero la reproducción es sólo una manera de entender y organizar nuestra sexualidad, también hay otras.
Quizás aquí habría que matizar qué significa el cuerpo. Para Butler no es algo que tenga un origen pre-discursivo, es decir, una verdad biológica o de orden simbólico. Y aquí mi tercera sorpresa: la idea misma de un sexo dado, anterior al género, es en sí un efecto del discurso que acaba por naturalizar al propio género. Digamos que, como buena foucaultiana, Butler cree que sólo podemos acceder al cuerpo a través del discurso, las prácticas y las normas. Esto no significa que el cuerpo sólo sea una construcción (pobrecilla, la de veces que lo ha aclarado. En Barcelona le volvió a tocar). Significa que le asigna a las normas un papel importantísimo, porque por un lado nos guían, nos hacen inteligibles, pero por otro, nos normalizan. No nos determinan pero sí que nos condicionan, aunque las normas no siempre se cumplan. De hecho, muchas veces no lo hacen y ahí es cuando el género “entra en disputa”.
Siguiente pregunta: Ahora en la MTV hay una serie juvenil llamada Faking It en la que dos chicas se hacen pasar por lesbianas para triunfar en el instituto pero, de pronto, una de ellas descubre que no lo tiene tan claro. Su hermanastra es intersexual y su mejor amigo, gay. ¡Imagino que se reservan al trans para la temporada final! Aunque esta serie aborde el tema de la identidad y la plasme como algo muy difuso, estéticamente reproduce el código mainstream. ¿No le preocupa que lo queer pierda su carácter disidente y acabe siendo un estilo de vida más?
—Efectivamente hay quienes buscan el reconocimiento en este sistema, contraen matrimonio y hasta quieren ser legitimados por la cultura popular. Por ejemplo, en Estados Unidos, Laverne Cox, la transexual que aparece en Orange is the New Black, se ha convertido en una figura mediática y está haciendo una labor importante. No me parece mal dar visibilidad, pero no es lo que me interesa. Yo creo que lo queer como movimiento no puede funcionar solo. Más que pensarlo en términos de identidad, para mí siempre ha sido una cuestión de alianzas y, sí, creo que hay que hacer una aproximación radical y queer a la economía. En Nueva York, por ejemplo, está el Queers for Economic Justice, y también sé que en Inglaterra hay varios activistas en partidos de izquierda preocupados en definir una nueva agenda socialista. También sé que en España un importante sector queer ha formado parte de los Indignados, y está el grupo “Precarias a la deriva”, que luchan contra la austeridad.
Ya que menciona a los Indignados, muchas de las que estuvimos en el 15-M vivimos algo extraño. De pronto, algunos hombres críticos con la masculinidad empezaron a hablar en femenino y algunas pensamos: no se trata de que os apropiéis de nuestra gramática sino de que nos dejéis hablar. Como sabrá, España es un referente en lo que respecta al reconocimiento de las minorías sexuales, pero sigue siendo un país muy machista, así que entiendo a Rosi Braidotti y su reticencia a abandonar la diferencia sexual en la medida en que hace más explícita la histórica asimetría entre el sexo masculino y femenino. ¿Qué opina al respecto?
—Entiendo tu comentario, pero no entiendo por qué la crítica a la dominación masculina no puede hacerse desde el género y tenemos que usar la diferencia sexual, que para mí es problemática. Quiero dejar claro que el género no es a la teoría queer lo que la diferencia sexual al feminismo. Eso no funciona así, entre otras cosas porque el queer es parte del feminismo. ¡Yo soy feminista! En Brasil, para que te hagas una idea, hace poco ha habido una ley contra el feminicidio, pero varia gente, feminista o/y queer, decidió llamarlo Femenicidio para incluir a los trans mujeres que también habían sido asesinadas. ¿Quién quiere pensar en muertes de segunda categoría? Todas cuentan. Sus cuerpos también tienen que aparece en las estadísticas por eso hay que pensar en un sentido más amplio.
Pero ¿no cree que son violencias distintas y que abordarlas desde el mismo ángulo a veces es confuso? Por decirlo de otro modo: los movimientos LGTBI se han constituido como minoría sexual, que en sí ya es una identidad política y creo que bastante operativa. Las mujeres, en cambio, no son minoría. Nuestra identidad es muy discutida y discutible. Muchas ni siquiera consideran que vivan en un régimen de violencia.
—Ya veo por dónde vas y estoy de acuerdo contigo en que la violencia hacia las (cis)mujeres está tan naturalizada que muchas veces es difícil de mostrar. El problema es que parte de lo que pasa en la opresión de las mujeres es que también ha sido producida por las normas del género que establece que el lugar de la mujer es la casa, su tarea es ser menos que… Se presupone que ser mujer es ser de una cierta manera. Hay un regulación de su conducta sexual (debe ser monógama, etc.), de su interioridad y hasta de su apariencia. Luego están las mujeres cuya violencia no viene de la norma sino, precisamente, de estar fuera de ella. ¿Y qué hacemos entonces? Estoy contigo en que quizás nos falte el vocabulario adecuado para hablar de esa violencia que se hace “en el nombre de la norma”, pero no soy nada partidaria de jerarquizar cuál es la situación más violenta ni la subversión más o menos legítima. En esto soy muy horizontal.
Tras más de un siglo luchando por nuestra visibilidad y en plena era selfie, Hito Steyerl reivindica la imagen spam, Tiqqun habla de nuestro derecho a ser opacos. No queremos que nos graben ni etiqueten. ¿Cree que es posible conciliar ambas demandas? Me refiero a ser visibles y anónimos al mismo tiempo.
—Es una buena pregunta, la paradoja de nuestros días, porque es un hecho que las redes sociales son en gran medida de las grandes corporaciones que a su vez tienen acuerdos continuos con los gobiernos para implementar lo que ellos llaman “políticas de seguridad”. Cuando las usamos, aceptamos esto, así que la única manera es nada menos que librar las redes sociales del control corporativo y la injerencia gubernamental y para eso sí que necesitamos otra buena alianza. De todas maneras sí que hay pequeñas plataformas que pugnan por su autonomía y hay prácticas muy interesantes como la de construir avatares con un género indefinido, móvil…
Siguiendo con temas de cultura visual, Ariella Azoulay ha desarrollado esta idea de la fotografía como un contrato civil, es decir, como ese espacio mediante el cual aquél que ha perdido sus derechos recupera momentáneamente la ciudadanía, al dar cuenta ante otros de su abandono político. Pone como ejemplo la ocupación en Palestina, que es un tema con el que también ha tratado. Si comparamos esta tesis con la que usted desarrolla en Marcos de guerra, donde incide más en la instrumentalización bélica de las imágenes y su circulación, la de Azoulay resulta mucho más esperanzadora, ¿no cree?
—Ariella y yo somos muy amigas y no me veo haciéndole ninguna objeción porque coincido bastante en sus ideas sobre la fotografía. Podría decir que para ella la posibilidad de una cohabitación en Palestina está en lo que llama la sociedad civil. No está pensando en si ha de haber un Estado o dos, sino en qué practicas puedan surgir más allá de las que formaliza el gobierno. Yo he escrito sobre esas imágenes que no nos llegan y las que definen el marco de lo pensable (mientras velamos por las víctimas de un lado, no sabemos nada del otro. ¿Qué hay de sus rostros?), pero para Ariella el interés de la fotografía está en el archivo. Lleva años reuniendo fotografías de antes de 1948, en la que unos y otros convivían. No busca imágenes de los ataques sino las de la concordia. Yo pienso que no hay que romantizar mucho ese periodo, porque incluso antes de la emergencia del Estado de Israel ya había europeos que fueron ahí a asentarse y tenían una tarea colonizadora y no siempre reconocían las tierras que eran propiedad de los palestinos. Es cierto que su archivo documenta que aquellas disputas eran verbales, en asambleas, mercados… No había un muro ni un aparto estatal. Eran modos de proximidad en el día a día que no estaban tan contaminados por la violencia, aunque fueran asimétricos y conflictivos. Así que con su archivo, ella no sólo busca restituir la ciudadanía a quienes les ha sido negada, sino que además nos da un sentido de un pasado en común que ha sido invisibilizado o borrado, para poder imaginar un futuro distinto. No tengo dudas de que es un trabajo muy importante.
¿Pero usted cree que las imágenes pueden restituir el daño? Y si todas las vidas importan, ¿por qué en la crisis de los refugiados hubo una foto que destacó mucho más que todas las demás?
—De entrada, no coincido con Susan Sontag en eso de que el fotoperiodismo ha perdido su capacidad de informarnos o movilizarnos políticamente. Ella pensaba que era una agencia del shock. Dicho esto, creo que algo chocante sí ha pasado con la foto de Aylan, el niño kurdo que apareció en la orilla, sobre todo para aquellos que creían en Europa como un proyecto civilizado, humanista o justo y defendiéndose a sí mismo de la barbarie. Yo pienso que con esa imagen Europa descubría una vez más que la barbarie también ha sido parte de su historia, de su legado y de su presente. El rechazo de los refugiados en la frontera, el dejarlos morir mientras cruzan el Mediterráneo o viven a la intemperie a la espera de ser procesados también forma parte de Europa. Quiero decir, ¿motivó esa foto una gran reflexión sobre la comunidad kurda y su relación con Siria o el Estado Islámico? ¿Es ahí a donde fue la sensibilidad? No. Yo no vi eso. Lo que yo vi es que ese niño era un espejo y a Europa no le gustó nada cómo se vio en él.
Es una conclusión muy dura pero suena razonable. ¿Por qué cree que su trabajo hace enfadar a cierta gente?
—¿Te refieres a los de derechas, al sector judío, a algunos transexuales, mis amigas las viejas feministas o los lacanianos más formales? (risas) Porque si te los explico uno a uno, nos faltaría tiempo.
Al día siguiente, en el seminario que se celebró en el CCCB, seguían las preguntas. Ahora eran otras y otros quienes querían saber ¿Qué opina del futuro de internet? ¿Y del derecho de autodeterminación en Cataluña? ¿Cómo podemos huir de la instrumentalización de la belleza sin renunciar a la seducción? ¿Es el parentesco siempre humano? ¿Cómo lleva Judith Butler convertirse en un icono?
A lo que dijo: “Con ironía. Butler es parte de lo que soy y de lo que no”.
Debo admitir que en algún momento pensé: “la Butler no se moja”, como esperando que desenterrara el hacha. A veces ha defendido ideas muy radicales, pero me da la impresión de que más allá de ciertas líneas rojas, no hay tantas cosas que le parezcan incompatibles, de ahí que con frecuencia diga “y esto no significa…”. Hace una declaración y a la frase siguiente entorna la puerta. No la cierra. A los que somos algo obtusos, su postura puede resultar frustrante, pero quizá debamos buscar la respuesta en lo que dejó caer a mitad de la conferencia:
“No importa lo inflexibles que seamos en nuestra pretensión de conocer, tomar, verificar y producir el cuerpo material, estamos vinculados a un discurso que nunca puede presumir de ser el único en entender lo que es un cuerpo, o, mejor, cómo un cuerpo significa. El cuerpo, tal vez, sea el nombre de nuestra humildad conceptual”.
¡Mujer tenía que ser! Aunque no proceda decirlo, porque quien ahora escribe sigue sin saber muy bien qué quiere decir esto.
¿Quién teme a Judith Butler?
Al final de Deshacer el género Judith Butler explica que cuando tenía 12 años le preguntaron qué quería ser de mayor y dijo: filósofa o payasa. Sus profesores, en cambio, le auguraban un futuro como criminal, así que la castigaron a estudiar con el rabino. Lo primero que le preguntó fue porqué a Spinoza le excomulgaron de Israel. Ahí ya tenía 14. En otro fragmento se describe como una joven lesbiana leyendo a Hegel en un bar gay que, al caer la noche, pasaba a ser drag. De alguna manera yo querría volver a ese lugar y no tener que negociar los minutos con los que poder charlar a solas con ella. Contrariamente a lo que esperaba, Butler no es nada excéntrica ni es de esas figuras que ya van con la respuesta preparada. Ya de entrada me comenta que no cree que lleguemos a definir ontológicamente lo que de verdad es el ser humano. Y no será que ella no lo ha intentado, pero hay tanto desacuerdo.
Debo confesar que antes de leerla, yo era razonablemente feliz comprando su idea de que el género era una construcción, un acto performativo. Esa idea me parecía acorde a mi experiencia, pero entonces cogí El género en disputa, su primer ensayo. De entrada me sorprendió la fecha. ¿1990? Joder, sí que es viejo el libro, de cuando estalló el sida. Segunda sorpresa: a la que me voy metiendo, empiezo a no entender nada. Si pide préstamos al psicoanálisis (Freud, Lacan, Kristeva…), también le hace muchas objeciones. En sus páginas hay trufitas tipo: “El hecho de que la máscara ‘domine’ y también ‘resuelva’ estos rechazos indica que la apropiación es la estrategia por medio de la cual esos rechazos de por sí son rechazados, doble rechazo que acentúa la estructura de la identidad mediante la absorción melancólica de quien, en efecto, se pierde dos veces”. ¡Muy buena, Judith! Con esto en mente, le improviso una situación. Y así arranca la entrevista.
Pongamos que estamos en un bar, aquí en España, donde el post-estructuralismo ha tenido una recepción tardía y algo chapucera. Se lo comento porque a la que empiece a hablar de la heterosexualidad como algo construido socialmente, siempre habrá alguien que le dirá: “Escuche, ya puede ser el sexo una ficción normativa o el nuevo perfume de Madonna, que al final todos venimos de un pene y una vagina”. Fin del tema. ¿Cómo respondería a eso?
—(Risas) De entrada quiero matizar que en los bares yo me he encontrado a gente muy dispuesta a hablar de post-estructuralismo pero si lo que quieres es invocar a la persona “ordinaria”, a la que toma como punto de partida lo material, lo visible y “se deja de historias”…, ¿qué le diría? Si tengo que explicarle de dónde vengo, podría empezar por ese pene y esa vagina, pero es algo muy extraño de hacer porque ese pene y esa vagina… ¡tendrán que pertenecer a alguien! Y esos “alguien”, además, tendrán que estar de algún modo relacionados. Esa relación podría ser consensuada o no, podrían estar casados o tener un lío de una noche, quizás se conocieron en ese mismo bar que mencionas, hablando, ¿por qué no?, de post-estructuralismo (risas). Podría ser que la mujer fuera lesbiana y que el hombre se masturbase y dejara el resultado en un frasquito, que su esperma fuera transferido a su vagina, o también que la mujer congelase los óvulos y la reproducción sucediera incluso fuera de su vagina. Lo que quiero decir con esto es que la reproducción sexual no es un simple hecho biológico. Los componentes de esa reproducción están organizados socialmente y es difícil abstraerlos y pensarlos aisladamente, fuera del marco que los regula. Y más adelante dirá: pero la reproducción es sólo una manera de entender y organizar nuestra sexualidad, también hay otras.
Quizás aquí habría que matizar qué significa el cuerpo. Para Butler no es algo que tenga un origen pre-discursivo, es decir, una verdad biológica o de orden simbólico. Y aquí mi tercera sorpresa: la idea misma de un sexo dado, anterior al género, es en sí un efecto del discurso que acaba por naturalizar al propio género. Digamos que, como buena foucaultiana, Butler cree que sólo podemos acceder al cuerpo a través del discurso, las prácticas y las normas. Esto no significa que el cuerpo sólo sea una construcción (pobrecilla, la de veces que lo ha aclarado. En Barcelona le volvió a tocar). Significa que le asigna a las normas un papel importantísimo, porque por un lado nos guían, nos hacen inteligibles, pero por otro, nos normalizan. No nos determinan pero sí que nos condicionan, aunque las normas no siempre se cumplan. De hecho, muchas veces no lo hacen y ahí es cuando el género “entra en disputa”.
Siguiente pregunta: Ahora en la MTV hay una serie juvenil llamada Faking It en la que dos chicas se hacen pasar por lesbianas para triunfar en el instituto pero, de pronto, una de ellas descubre que no lo tiene tan claro. Su hermanastra es intersexual y su mejor amigo, gay. ¡Imagino que se reservan al trans para la temporada final! Aunque esta serie aborde el tema de la identidad y la plasme como algo muy difuso, estéticamente reproduce el código mainstream. ¿No le preocupa que lo queer pierda su carácter disidente y acabe siendo un estilo de vida más?
—Efectivamente hay quienes buscan el reconocimiento en este sistema, contraen matrimonio y hasta quieren ser legitimados por la cultura popular. Por ejemplo, en Estados Unidos, Laverne Cox, la transexual que aparece en Orange is the New Black, se ha convertido en una figura mediática y está haciendo una labor importante. No me parece mal dar visibilidad, pero no es lo que me interesa. Yo creo que lo queer como movimiento no puede funcionar solo. Más que pensarlo en términos de identidad, para mí siempre ha sido una cuestión de alianzas y, sí, creo que hay que hacer una aproximación radical y queer a la economía. En Nueva York, por ejemplo, está el Queers for Economic Justice, y también sé que en Inglaterra hay varios activistas en partidos de izquierda preocupados en definir una nueva agenda socialista. También sé que en España un importante sector queer ha formado parte de los Indignados, y está el grupo “Precarias a la deriva”, que luchan contra la austeridad.
Ya que menciona a los Indignados, muchas de las que estuvimos en el 15-M vivimos algo extraño. De pronto, algunos hombres críticos con la masculinidad empezaron a hablar en femenino y algunas pensamos: no se trata de que os apropiéis de nuestra gramática sino de que nos dejéis hablar. Como sabrá, España es un referente en lo que respecta al reconocimiento de las minorías sexuales, pero sigue siendo un país muy machista, así que entiendo a Rosi Braidotti y su reticencia a abandonar la diferencia sexual en la medida en que hace más explícita la histórica asimetría entre el sexo masculino y femenino. ¿Qué opina al respecto?
—Entiendo tu comentario, pero no entiendo por qué la crítica a la dominación masculina no puede hacerse desde el género y tenemos que usar la diferencia sexual, que para mí es problemática. Quiero dejar claro que el género no es a la teoría queer lo que la diferencia sexual al feminismo. Eso no funciona así, entre otras cosas porque el queer es parte del feminismo. ¡Yo soy feminista! En Brasil, para que te hagas una idea, hace poco ha habido una ley contra el feminicidio, pero varia gente, feminista o/y queer, decidió llamarlo Femenicidio para incluir a los trans mujeres que también habían sido asesinadas. ¿Quién quiere pensar en muertes de segunda categoría? Todas cuentan. Sus cuerpos también tienen que aparece en las estadísticas por eso hay que pensar en un sentido más amplio.
Pero ¿no cree que son violencias distintas y que abordarlas desde el mismo ángulo a veces es confuso? Por decirlo de otro modo: los movimientos LGTBI se han constituido como minoría sexual, que en sí ya es una identidad política y creo que bastante operativa. Las mujeres, en cambio, no son minoría. Nuestra identidad es muy discutida y discutible. Muchas ni siquiera consideran que vivan en un régimen de violencia.
—Ya veo por dónde vas y estoy de acuerdo contigo en que la violencia hacia las (cis)mujeres está tan naturalizada que muchas veces es difícil de mostrar. El problema es que parte de lo que pasa en la opresión de las mujeres es que también ha sido producida por las normas del género que establece que el lugar de la mujer es la casa, su tarea es ser menos que… Se presupone que ser mujer es ser de una cierta manera. Hay un regulación de su conducta sexual (debe ser monógama, etc.), de su interioridad y hasta de su apariencia. Luego están las mujeres cuya violencia no viene de la norma sino, precisamente, de estar fuera de ella. ¿Y qué hacemos entonces? Estoy contigo en que quizás nos falte el vocabulario adecuado para hablar de esa violencia que se hace “en el nombre de la norma”, pero no soy nada partidaria de jerarquizar cuál es la situación más violenta ni la subversión más o menos legítima. En esto soy muy horizontal.
Tras más de un siglo luchando por nuestra visibilidad y en plena era selfie, Hito Steyerl reivindica la imagen spam, Tiqqun habla de nuestro derecho a ser opacos. No queremos que nos graben ni etiqueten. ¿Cree que es posible conciliar ambas demandas? Me refiero a ser visibles y anónimos al mismo tiempo.
—Es una buena pregunta, la paradoja de nuestros días, porque es un hecho que las redes sociales son en gran medida de las grandes corporaciones que a su vez tienen acuerdos continuos con los gobiernos para implementar lo que ellos llaman “políticas de seguridad”. Cuando las usamos, aceptamos esto, así que la única manera es nada menos que librar las redes sociales del control corporativo y la injerencia gubernamental y para eso sí que necesitamos otra buena alianza. De todas maneras sí que hay pequeñas plataformas que pugnan por su autonomía y hay prácticas muy interesantes como la de construir avatares con un género indefinido, móvil…
Siguiendo con temas de cultura visual, Ariella Azoulay ha desarrollado esta idea de la fotografía como un contrato civil, es decir, como ese espacio mediante el cual aquél que ha perdido sus derechos recupera momentáneamente la ciudadanía, al dar cuenta ante otros de su abandono político. Pone como ejemplo la ocupación en Palestina, que es un tema con el que también ha tratado. Si comparamos esta tesis con la que usted desarrolla en Marcos de guerra, donde incide más en la instrumentalización bélica de las imágenes y su circulación, la de Azoulay resulta mucho más esperanzadora, ¿no cree?
—Ariella y yo somos muy amigas y no me veo haciéndole ninguna objeción porque coincido bastante en sus ideas sobre la fotografía. Podría decir que para ella la posibilidad de una cohabitación en Palestina está en lo que llama la sociedad civil. No está pensando en si ha de haber un Estado o dos, sino en qué practicas puedan surgir más allá de las que formaliza el gobierno. Yo he escrito sobre esas imágenes que no nos llegan y las que definen el marco de lo pensable (mientras velamos por las víctimas de un lado, no sabemos nada del otro. ¿Qué hay de sus rostros?), pero para Ariella el interés de la fotografía está en el archivo. Lleva años reuniendo fotografías de antes de 1948, en la que unos y otros convivían. No busca imágenes de los ataques sino las de la concordia. Yo pienso que no hay que romantizar mucho ese periodo, porque incluso antes de la emergencia del Estado de Israel ya había europeos que fueron ahí a asentarse y tenían una tarea colonizadora y no siempre reconocían las tierras que eran propiedad de los palestinos. Es cierto que su archivo documenta que aquellas disputas eran verbales, en asambleas, mercados… No había un muro ni un aparto estatal. Eran modos de proximidad en el día a día que no estaban tan contaminados por la violencia, aunque fueran asimétricos y conflictivos. Así que con su archivo, ella no sólo busca restituir la ciudadanía a quienes les ha sido negada, sino que además nos da un sentido de un pasado en común que ha sido invisibilizado o borrado, para poder imaginar un futuro distinto. No tengo dudas de que es un trabajo muy importante.
¿Pero usted cree que las imágenes pueden restituir el daño? Y si todas las vidas importan, ¿por qué en la crisis de los refugiados hubo una foto que destacó mucho más que todas las demás?
—De entrada, no coincido con Susan Sontag en eso de que el fotoperiodismo ha perdido su capacidad de informarnos o movilizarnos políticamente. Ella pensaba que era una agencia del shock. Dicho esto, creo que algo chocante sí ha pasado con la foto de Aylan, el niño kurdo que apareció en la orilla, sobre todo para aquellos que creían en Europa como un proyecto civilizado, humanista o justo y defendiéndose a sí mismo de la barbarie. Yo pienso que con esa imagen Europa descubría una vez más que la barbarie también ha sido parte de su historia, de su legado y de su presente. El rechazo de los refugiados en la frontera, el dejarlos morir mientras cruzan el Mediterráneo o viven a la intemperie a la espera de ser procesados también forma parte de Europa. Quiero decir, ¿motivó esa foto una gran reflexión sobre la comunidad kurda y su relación con Siria o el Estado Islámico? ¿Es ahí a donde fue la sensibilidad? No. Yo no vi eso. Lo que yo vi es que ese niño era un espejo y a Europa no le gustó nada cómo se vio en él.
Es una conclusión muy dura pero suena razonable. ¿Por qué cree que su trabajo hace enfadar a cierta gente?
—¿Te refieres a los de derechas, al sector judío, a algunos transexuales, mis amigas las viejas feministas o los lacanianos más formales? (risas) Porque si te los explico uno a uno, nos faltaría tiempo.
Al día siguiente, en el seminario que se celebró en el CCCB, seguían las preguntas. Ahora eran otras y otros quienes querían saber ¿Qué opina del futuro de internet? ¿Y del derecho de autodeterminación en Cataluña? ¿Cómo podemos huir de la instrumentalización de la belleza sin renunciar a la seducción? ¿Es el parentesco siempre humano? ¿Cómo lleva Judith Butler convertirse en un icono?
A lo que dijo: “Con ironía. Butler es parte de lo que soy y de lo que no”.
Debo admitir que en algún momento pensé: “la Butler no se moja”, como esperando que desenterrara el hacha. A veces ha defendido ideas muy radicales, pero me da la impresión de que más allá de ciertas líneas rojas, no hay tantas cosas que le parezcan incompatibles, de ahí que con frecuencia diga “y esto no significa…”. Hace una declaración y a la frase siguiente entorna la puerta. No la cierra. A los que somos algo obtusos, su postura puede resultar frustrante, pero quizá debamos buscar la respuesta en lo que dejó caer a mitad de la conferencia:
“No importa lo inflexibles que seamos en nuestra pretensión de conocer, tomar, verificar y producir el cuerpo material, estamos vinculados a un discurso que nunca puede presumir de ser el único en entender lo que es un cuerpo, o, mejor, cómo un cuerpo significa. El cuerpo, tal vez, sea el nombre de nuestra humildad conceptual”.
¡Mujer tenía que ser! Aunque no proceda decirlo, porque quien ahora escribe sigue sin saber muy bien qué quiere decir esto.